Si hemos de valorar a una persona, desde un punto de vista ético, podremos hacer una contabilidad de tipo comercial anotando en la columna del Debe todo lo malo realizado, mientras que anotaremos en el Haber todo lo bueno. Luego, el carácter de malo o de bueno provendrá de la diferencia entre el Debe y el Haber. Si ambas sumas son equivalentes, o si poco se ha hecho en ambos aspectos, la persona mostrará un comportamiento éticamente neutro. Esta contabilidad, con poco sentido práctico, es atribuida a un Dios justiciero que al final de nuestros días decidirá según nuestras acciones. Si tenemos en cuenta el relativismo moral imperante, quedaría sin efecto tal posibilidad y negaríamos la función del Dios repartidor de premios y castigos.
Cuando valoramos el accionar ético de alguien, intuimos cuál ha de ser su “saldo ético” a partir de la actitud mostrada aun en pequeños detalles. Se dice que “para muestra basta un botón”. Hasta podremos intuir cuál habrá de ser su comportamiento en otras circunstancias si somos suficientemente aptos como observadores. Tanto esta predicción como la contabilidad anterior podrán hacernos conscientes de nuestro valor social y, sobre todo, para indicarnos que la inacción impide considerarnos buenas personas.
Adviértase que la expresión bíblica “los últimos serán los primeros” (para entrar al Reino de Dios) implica que, ante un cambio de actitud, se “borra la cuenta anterior”, por cuanto un posible premio, o un posible castigo, tanto en el más allá como en el más acá, dependen de nuestra actitud y de la ley natural, y no de las decisiones de un Dios que podría padecer de un severo cargo de conciencia si tuviese que enviar al infierno a varios de sus hijos.
Si se nos sugiere valorar las personas según su comportamiento económico, podremos hacer un análisis similar. En este caso, en el Haber hemos de colocar todo lo que hemos producido a lo largo de nuestra vida, mientras que en el Debe colocaremos todo lo que hemos consumido. La persona útil a la sociedad será aquella en la que predomina el Haber sobre el Debe. El valor económico de una persona formará parte del valor ético, considerando las aptitudes para el trabajo y el ahorro como virtudes.
Como no todos tenemos iguales aptitudes laborales, debemos considerar también el valor económico indirecto, como es el de un niño pequeño. Aun cuando no pueda producir, dará motivos suficientes para hacerlo. Esto trae a la mente la respuesta del físico Michael Faraday cuando la Reina Victoria le preguntó para qué servía la, entonces, reciente rama del electromagnetismo; contestando: “para lo que sirve un recién nacido”. En este caso se refería al valor económico directo, sin tener en cuenta el indirecto y el potencial.
Entre las fallas éticas observables en una población, encontramos la pretensión de vivir a costa del trabajo ajeno. De esa manera se trata de disponer de tiempo libre para el ocio, los vicios o la delincuencia. Para colmo, existe una tendencia política dominante que entiende que la misión del Estado no es la de colaborar con la producción, sino la de ser un intermediario entre el productor y quienes resultan poco adeptos al trabajo, confiscando la producción a los primeros para otorgarla a los últimos.
En la Argentina populista, según la propaganda televisiva oficial, sobre unos 42 millones de habitantes, 17 millones dependen económicamente, en forma total o parcial, del ANSES, institución asociada a las jubilaciones y pensiones. Si excluimos de los 17 millones a jubilados, pensionados e incapacitados, que podrán llegar a 6 o 7 millones, significa que unos 10 millones, que pueden trabajar, necesitan ser mantenidos indirectamente por el sector productivo, constituyendo un país de mendicantes. Sin embargo, tales cifras no se muestran desde el gobierno con tristeza, sino con el orgullo que otorga todo éxito.
Al sector mendicante agréguese la enorme burocracia estatal, con trabajadores idóneos y también con miles de pseudo-trabajadores ubicados por los políticos, más el daño ocasionado a la economía por las empresas estatales deficitarias. De ahí que uno deba preguntarse si un país puede salir adelante siguiendo el rumbo emprendido.
Al sector productivo se le quitan los medios necesarios para la inversión y el posterior crecimiento económico, mientras se acostumbra a un importante sector a la vagancia y a la dependencia económica. Para colmo, en lugar de promover cierto agradecimiento hacia el sector productivo, los políticos lo denigran constantemente por no producir lo suficiente ni ofrecer la cantidad de puestos de trabajo necesarios, haciéndole ver a la sociedad que es obligación empresarial mantener al resto, que “siempre exige y nunca agradece”, como señalaba Ortega y Gasset en “La Rebelión de las masas”.
Una de las paradojas que aparece en la vida económica de muchas naciones es la existencia de una notable desocupación. En principio, si hay gente desocupada, alguien podría pensar que las necesidades de la gente están satisfechas y de ahí el ocio obligado de algunos. Sin embargo, ocurre que tal situación se da en forma simultánea a la existencia de un nivel importante de pobreza. Si hay pobreza y desocupación, ello implica que falta el nexo entre ambos, que es la empresa y los empresarios. Tal ausencia se debe a la falta de iniciativa de una parte de la población así como también de los pocos incentivos que se le brindan al futuro empresario ante las enormes cargas impositivas que le ha de imponer el Estado. En la Argentina, el 80% de las empresas quiebra antes del segundo año de haber iniciado sus actividades.
Las ventajosas leyes sociales que benefician al trabajador promueven, en algunos casos, cierta predisposición a extorsionar al empresario ante la certeza de que no podrá echarlo dada la elevada suma de dinero requerido tratándose de alguien con varios años de antigüedad. De ahí que muchas empresas optan por contratar trabajadores mediante contratos a corto plazo quedando el trabajador en una situación laboral inestable. Las leyes laborales muy ventajosas para el trabajador hacen que todo aquel que quiera iniciar una empresa lo piense varias veces antes de hacerlo.
Cuando la cantidad de empresas es bastante menor a la necesaria, se logra un mercado subdesarrollado, y el país que posee tal mercado será un país subdesarrollado. Esta característica se hace evidente en la existencia de un grupo empresarial pequeño, que logra mayores riquezas que el resto, y de ahí que se lo culpe de “explotar” a los trabajadores, recayendo en ellos todas las responsabilidades sociales sin tener en cuenta lo que el Estado hace mal y lo que la población no hace bien.
Por lo general, no se tiene en cuenta que existe algo peor que la explotación laboral, que es la desocupación plena y la miseria. Y la desocupación no depende de los empresarios que hay, sino principalmente de los que faltan. Viviane Forrester, que también parece culpar sólo a los empresarios existentes, escribió: “En vista de cómo descartan a hombres y mujeres en función de un mercado de trabajo errático, cada vez más virtual, comparable a la «piel de zapa», un mercado del cual dependen ellos y sus vidas pero que no depende más de ellos; de cómo con frecuencia no se los contrata ni se los contratará más, y cómo vegetan, sobre todo los jóvenes, en un vacío sin límites, degradante, en el cual se las ven negras; de cómo, a partir de entonces, la vida los maltrata y se la ayuda a maltratarlos; de que hay algo peor que la explotación del hombre por el hombre: la ausencia de explotación…¿cómo evitar la idea de que al volverse inexplotables, imposibles de explotar, innecesarios para la explotación porque ésta se ha vuelto inútil, las masas y cada uno dentro de ellas pueden echarse a temblar?” (De “El horror económico”-Fondo de Cultura Económica SA-Buenos Aires 1997).
La difamación a la que se ve sometido todo empresario, al suponerse que nunca ofrece un trabajo bajo un contrato que beneficia a ambas partes, sino que necesariamente se ha de beneficiar perjudicando al empleado, implica una notable discriminación social de la cual un porcentaje importante de empresarios debiera ser excluido. Tal parece ser la forma discriminatoria implícita en el párrafo mencionado. Tal tipo de difamación resulta ser un estímulo negativo para el surgimiento de nuevos empresarios y uno positivo para acentuar la desocupación aunque la autora mencionada aduzca preocuparse por ese problema.
El lema que sugiere producir “de cada uno según su capacidad; a cada uno según su necesidad” bajo un sistema socialista, queda desvirtuado cuando en realidad quien produce no elige el destinatario de sus productos, sino que lo hará para el gran intermediario: el Estado, que “generosamente” los repartirá “según las necesidades”. Quien recibe bienes del Estado, agradecerá a los políticos que lo dirigen, mientras que quien produjo los bienes no recibe recompensa por su labor por cuanto sólo cumple con una obligación. La falta de estímulos para la producción, y los estímulos para un consumo sin equitativa contraprestación laboral, impiden que se logren aceptables resultados económicos.
Por el contrario, el intercambio entre productor y consumidor, que beneficia a ambas partes, sin la intermediación del Estado, es lo que permite el buen resultado del proceso económico. Así, “de cada uno según su capacidad”, implica que el productor, eligiendo libremente con quien hacer intercambios, producirá lo suficiente para satisfacer las necesidades de “cada uno”. La ausencia del Estado como intermediario no implica que no deba existir, sino que debe abocarse a tareas no económicas que permitan el mejor accionar de empresarios y de trabajadores.
La inestable situación económica de la Argentina, que invariablemente desemboca en crisis en lapsos cercanos a los diez años, se debe a la existencia de ideas erróneas imperantes en la sociedad que no son fáciles de erradicar, aunque será necesario hacerlo si queremos alejarnos definitivamente de tales procesos negativos que van sumiendo en la pobreza a un sector de la población cada vez más numeroso. Ernesto Sandler escribió: “Los argentinos se quejan de los desequilibrios que padecen, pero pareciera que no están dispuestos a cambiar sus creencias. Las cosas están mal, pero no tan mal como para cambiar las ideas que sustentan desde hace décadas. Normalmente, la mayoría adhiere a las ideas que coinciden con la manera de pensar de las generaciones anteriores. Nadie quiere escuchar que para salir de la histórica decadencia económica es necesario abandonar los paradigmas dominantes. Antes de cambiar los dogmas que predominan en el saber colectivo, la gente prefiere construir una realidad artificial que ratifique la veracidad de sus creencias”.
“Los argentinos prefieren achacar los fracasos del pasado a conspiraciones económicas de grupos homogéneos o a la incapacidad de los dirigentes de llevar a fondo sus creencias. Pocos están dispuestos a analizar el ideario que ha conducido a la economía argentina a un fracaso tras otro. La sociedad ha manifestado históricamente a través de su voto que no está dispuesta a cambiar su ideario, pues no acepta que existan otras verdades que invaliden las ideas que sostienen” (De “El Estado terminator”-Mucho Gusto Editores-Buenos Aires 2014).
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