La tendencia nacionalista, propia de la mayoría de los pueblos, debería compatibilizarse con una tendencia internacionalista de la misma forma en que el amor propio deberá hacerlo con el amor hacia los demás. Muchas veces esta compatibilidad no existe, o se deteriora, y ello ocurre cuando se busca la supremacía sobre los demás (personas o pueblos), a partir de una actitud poco cooperativa e incluso beligerante. Podemos sintetizar las principales actitudes al respecto:
1- Se valora mucho todo lo concerniente al propio país. (Patriotismo)
2- Se les resta valor a los demás países para ser así superados por el propio. (Nacionalismo)
3- Se valora a todos los países cuando se observan aspectos positivos. (Internacionalismo)
De tener éxito el nacionalismo, implicará un mundo divido en “islas” con poca o ninguna conexión con las demás. De tener éxito el internacionalismo, implicará un mundo con múltiples conexiones entre sus partes, como si se tratara de un verdadero organismo viviente.
Los nacionalismos actuales tienden a reeditar una situación similar a la dominante en la Antigua Grecia, en donde varias ciudades-Estados frecuentemente combatían por cuestiones de “nacionalismo”. Cuando uno de ellos tiene bastante éxito, se reedita el internacionalismo dominante en las épocas del Imperio Romano. Sin embargo, a diferencia de este último caso, el internacionalismo que se está instalando tiende a desconocer el liderazgo de un país sobre los demás. La aparición de nuevas potencias económicas en Oriente (China, India) favorece el equilibrio de poder a nivel mundial, al menos en su aspecto económico.
Gran parte de los conflictos ocurridos a lo largo de la historia, surgieron de tendencias nacionalistas que, casi como un deporte nacional, trataron de imponer sus atributos culturales a los demás con pretensiones universales. El nacionalismo surge como una defensa en contra de los imperialismos, que a la vez son impulsados por los nacionalismos expansionistas. Mario Vargas Llosa escribió:
“La verdadera cuna del nacionalismo moderno es Alemania y su progenitor intelectual Johann Gottfried Herder. La utopía contra la que éste reacciona no es la de un mundo remoto sino de actualidad arrolladora: esa revolución francesa, hija de los «philosophes» y de la guillotina, cuyos ejércitos avanzan por todo el continente, nivelándolo e integrándolo bajo el peso de unas mismas leyes, ideas y valores que se proclaman superiores y universales, portaestandartes de una civilización que pronto abarcará el planeta entero. Contra esa perspectiva de un mundo uniforme, que hablaría francés y estaría organizado según los principios fríos y abstractos del racionalismo, levanta Herder su pequeña ciudadela hecha de sangre, tierra y lengua: «das Volk». Su defensa de lo particular, de las costumbres y las tradiciones locales, del derecho de cada pueblo a que se reconozca su idiosincrasia y se respete su identidad, tiene un signo positivo, nada racista ni discriminatorio –como lo tendrán, después, estas ideas en un Fichte, por ejemplo- y ella puede interpretarse como una muy humana y progresiva reivindicación de las sociedades pequeñas y débiles frente a las poderosas, animadas de designios imperiales. Por lo demás, el nacionalismo de Herder es ecuménico; su ideal, el de un mundo diverso, en el que coexistan, sin jerarquías ni prejuicios, como en un mosaico cultural, todas las expresiones lingüísticas, folclóricas y étnicas de ese arco iris que es la humanidad” (De “Desafíos a la libertad”-Alfaguara-Buenos Aires 2009).
La primera reacción contra la “invasión cultural” es la del nacionalismo. Luego, cuando éste se consolida, el país que lo sustenta puede intentar “invadir culturalmente” a otros pueblos, siendo la secuencia que ha provocado nefastos resultados a lo largo de la historia. El citado autor escribe: “De la afirmación de lo propio se pasaría luego al rechazo y menosprecio de lo ajeno. De la defensa de la singularidad alemana, a la de la superioridad del pueblo alemán –léase ruso, francés o anglosajón- y a una misión histórica que por motivos raciales, religiosos, políticos le habría tocado cumplir frente a los demás pueblos del mundo, y a la que éstos no tendrían otra alternativa que resignarse o ser castigados si se resistían. Ése es el camino que condujo a las grandes hecatombes de 1914 y de 1939”.
En muchas naciones se busca, de manera exagerada, definir la “identidad nacional”, como si cada uno de los más de 200 países del mundo necesariamente debería distinguirse netamente de los demás. Por el contrario, la mentalidad internacionalista requiere de una actitud que se oriente a establecer vínculos con los integrantes de otros pueblos antes que tratar de encontrar diferencias. Adviértase que el “amarás al prójimo como a ti mismo” implica una tendencia claramente internacionalista, opuesta a la actitud nacionalista. En lugar de buscar una identidad nacional debería buscarse una identidad individual tratando de acentuar nuestras virtudes y valores éticos, de manera que la elevación del “promedio ético nacional” sea el objetivo a lograr.
“La idea misma de nación es falaz, si se la concibe como expresión de algo homogéneo y perenne, una totalidad humana en la que la lengua, tradición, hábitos, maneras, creencias y valores compartidos configurarían una personalidad colectiva nítidamente diferenciada de las de otros pueblos. En este sentido no existen ni han existido nunca naciones en el mundo. Las que más se acercan a este quimérico modelo son, en verdad, sociedades arcaicas y algo bárbaras a las que el despotismo y el aislamiento han mantenido fuera de la modernidad y, casi, de la historia. Todas las otras son apenas un marco donde conviven diferentes y encontradas maneras de ser, de hablar, de creer, de pensar, que tienen que ver cada vez más con el oficio que se practica, la vocación que se ha elegido, la cultura que se recibió, la creencia que se asume, es decir, con una elección individual, y cada vez menos con la tradición o familia o medio lingüístico dentro del que se nació. Ni siquiera la lengua, acaso la más genuina de las señas de identidad social, establece hoy una característica que se confunda con la de la nación. Pues en casi todas las naciones se hablan distintas lenguas –aunque una de ellas sea la oficial- y porque, con excepción de muy pocas, casi todas las lenguas desbordan las fronteras nacionales y trazan su propia geografía sobre la topografía del mundo”.
Si bien los historiadores, quizás acertadamente, exaltan las etapas de consolidación de una nación y las virtudes del nacionalismo, es conveniente adoptar una actitud crítica teniendo presentes los inconvenientes que han traído los nacionalismos. Este aspecto también han sido descrito con claridad y estilo por Mario Vargas Llosa: “No hay nación que resultara del desenvolvimiento natural y espontáneo de un grupo étnico o de una religión o de una tradición cultural. Todas nacieron de la arbitrariedad política, del despojo o las intrigas imperiales, de crudos intereses económicos, de la fuerza bruta conjugada con el azar y todas ellas, aun las más antiguas y prestigiosas, levantan sus fronteras sobre un campo siniestro de culturas arrasadas o reprimidas o fragmentadas, y de pueblos integrados y mezclados a la mala, por obra de las guerras, las luchas religiosas o la mera necesidad de sobrevivir. Toda nación es una mentira a la que el tiempo y la historia han ido –como a los viejos mitos y a las leyendas clásicas- fraguando una apariencia de verdad”.
“Pero es cierto que las grandes utopías modernas –la marxista y la nazi, que se propusieron, ambas, borrar las fronteras y reordenar el mundo- resultaron todavía más frágiles y perecederas. Lo vemos sobre todo en estos días, los del rápido desplome del totalitarismo soviético, cuando el nacionalismo renace de las cenizas que se creían apagadas en los países que aquél sometió y amenaza con convertirse en el gran aglutinante ideológico de los pueblos que van recobrando su soberanía”.
Más adelante: “El nacionalismo es la cultura del inculto, la religión del espíritu de campanario y una cortina de humo detrás de la cual anidan el prejuicio, la violencia y a menudo el racismo. Porque la raíz profunda de todo nacionalismo es la convicción de que formar parte de una determinada nación constituye un atributo, algo que distingue y confiere una cierta esencia compartida con otros seres igualmente privilegiados por un destino semejante, una condición que inevitablemente establece una diferencia –una jerarquía- con los demás. Nada más fácil que agitar el argumento nacionalista para arrebatar a una multitud, sobre todo si es pobre e inculta y hay en ella resentimiento, cólera y ansias de desfogar en algo, en alguien, la amargura y la frustración. Nada como los grandes fuegos artificiales del nacionalismo para distraerla de sus verdaderos problemas, para cerrarle los ojos sobre sus verdaderos explotadores, para crear la ilusión de una unidad entre amos y verdugos. No es casual que sea el nacionalismo la ideología más sólida y extendida en el llamado Tercer Mundo”.
En cuanto al proceso de la globalización, escribe: “Pese a ello, lo cierto es que nuestra época está viviendo también, al mismo tiempo que la disolución de la utopía colectivista, la lenta delicuescencia de las naciones, la discreta evaporación de las fronteras. No por obras de una ofensiva ideológica, de un nuevo salto utópico, sino a consecuencia de una evolución del comercio y la empresa que han ido creciendo hasta hacer estallar silenciosamente las fronteras nacionales. La flexibilidad y naturaleza maleable de las sociedades democráticas ha ido permitiendo aquella internacionalización de los mercados, de los capitales, de las técnicas, el surgimiento de esos grandes conglomerados industriales y financieros que rebalsan países y continentes. Y, como secuela de todo ello, han prosperado las iniciativas de integración económica y política que, en Europa, en América y en el Asia, comienzan a trastornar la cara del planeta”.
Los nacionalismos tratan de impedir el proceso de globalización, no sólo mediante la crítica de sus desaciertos, sino de sus ventajas. El éxito de todo lo que implique economía de mercado no resultará del agrado de quienes mantienen sus creencias personales orientadas hacia la utopía totalitaria. “Esta internacionalización generalizada de la vida es, acaso, lo mejor que le ha pasado al mundo hasta ahora. O, para ser más precisos, pues la progresión hacia esa meta no es irreversible –los nacionalismos la pueden atajar-, lo mejor que le «podría» pasar. Gracias a ella, los países pobres pueden dejar de serlo, insertándose en aquellos mercados donde siempre podrán sacar provecho de sus ventajas comparativas, y los países prósperos alcanzar nuevos niveles de desarrollo tecnológico y científico. Y, más importante aún, la cultura democrática –la del individuo soberano, la de la sociedad civil y pluralista, la de los derechos humanos y el mercado libre, la de la empresa privada y el derecho de crítica, la de la descentralización del poder- irse profundizando donde ya existe y extendiéndose a los países donde es todavía caricatura o simple aspiración”.
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