Se comenta que, cuando se le consultó a un economista acerca de los diversos países, afirmó: “Están los países desarrollados, luego los países subdesarrollados; el Japón, que nadie sabe explicar porqué es desarrollado y la Argentina, que nadie sabe explicar porqué es subdesarrollada”. En realidad, en el caso de la Argentina, cuyo nivel económico alcanzaba, en los primeros años del siglo XX, el séptimo lugar en el mundo, el deterioro se debió a sucesivos errores de gobiernos y pueblo, aunque persista la explicación de aceptación mayoritaria de que “un complot internacional” impide nuestro despegue económico.
Ya en el siglo XIX, Juan Bautista Alberdi advertía que la mentalidad predominante en los países sudamericanos era la causa prioritaria de futuros fracasos. Al respecto escribió: “La primera dificultad de Sud América para escapar de la pobreza es que ignora su condición económica. Con la persuasión de que es rica y por causa de esa persuasión, vive pobre, porque toma por riqueza lo que no es sino instrumento para producirla” (De “Estudios Económicos”-Librería La Facultad-Buenos Aires 1927).
Un presidente de fines del ese siglo, Carlos Pellegrini, opinaba: “Esta república posee todas las condiciones necesarias para convertirse, con el paso del tiempo, en una de las grandes naciones de la tierra. Su territorio es inmenso y fértil, siendo su superficie igual a la de toda Europa con la excepción de Rusia; es capaz de mantener generosamente por lo menos a 100 millones de seres humanos; casi todos los climas se encuentran dentro de sus fronteras y, en consecuencia, puede dar todos los productos, desde los tropicales hasta aquellos de las regiones polares. Sus ríos y sus montes están entre los mayores del planeta. Como frontera marítima tiene el Atlántico, que la pone en contacto con el mundo entero” (Citado en “La democracia argentina” de Daniel Poneman-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1988).
Pellegrini olvidó mencionar que ese grandioso territorio iba a ser ocupado por argentinos, por lo que la perspectiva optimista habría cambiado. James Neilson, por su parte, califica como “el mito fatal” la creencia mencionada, escribiendo al respecto: “La idea de la riqueza natural de la Argentina es la esencia del mito que dominó al país durante el siglo que comenzó con la vertiginosa expansión a partir de 1880 y se agotó en medio de la hiperinflación y los saqueos de los últimos días de la gestión de Alfonsín [escrito en 1991]. Esa idea incidió profundamente en el comportamiento de la ciudadanía y determinó las actitudes de sus dirigentes. Es lógico, si uno está convencido de que el país es en realidad muy rico, uno piensa y actúa de una manera totalmente distinta a la de aquel que se ha resignado a su pobreza. En este sentido, como en tantos otros, la Argentina ha sido el anti-Japón. Objetivamente, los japoneses son riquísimos, pero insisten en creerse pobres, ficción que les ha permitido enriquecerse cada vez más, a diferencia de los argentinos que, por haberse creído ricos, no han hecho más que empobrecerse”.
El pueblo, mayoritariamente, ha razonado de la siguiente forma: “si el país es muy rico, entonces quiero mi parte correspondiente”. De ahí que los populismos hayan tenido presente esa tácita demanda despilfarrando todo lo posible para que el pueblo disfrutara de la “distribución de las riquezas”. El citado autor escribió: “Una vez consolidado el mito de la opulencia, surgió enseguida el populismo que dominaría el país durante tres cuartos de siglo. Por idiosincrasia, los populistas se comprometen con lo teórico y rechazan con indignación lo real. He aquí la fuente tanto de su éxito electoral como de sus repetidos fracasos en el gobierno” (De “El fin de la quimera”- Emecé Editores SA-Buenos Aires 1991).
Asociada al despilfarro peronista de las reservas acumuladas en épocas de la Segunda Guerra Mundial, comienza “la era de la inflación”, ya que el pueblo estaba acostumbrado a vivir más allá de sus posibilidades y había que responderle según sus ambiciones y creencias, y no según las posibilidades reales del país. “Desde su aparición en los años finales de la década del 40, la inflación ha derrotado a todos los gobiernos. Es el hecho más significativo de la segunda mitad del siglo, el factor que más ha contribuido a llevar al país al borde de la disgregación. Impregna todo aspecto de la vida nacional”.
“Que la Argentina se embarcara en la experiencia más prolongada de alta inflación que el mundo haya visto, era tal vez inevitable”. “En 1947, el país estaba hecho para ella. El presidente Juan Domingo Perón, ya convencido del «destino de grandeza» que le esperaba, quiso quemar etapas. Además, toda su política se basaba en la idea de que había riquezas inagotables para distribuir. A diferencia de otros presidentes que se deshacen lamentando la atroz «herencia» que les ha tocado recibir, a Perón le encantaba afirmar que al iniciar su gestión los pasillos del Banco Central estaban tan atestados de barras de oro que era imposible caminar. Esta combinación: grandes ambiciones, impaciencia, voluntad de distribuir y culto a la abundancia, virtualmente garantizaban el estallido en cuanto «la herencia» se agotara”.
El populismo adopta posturas nacionalistas, identificando la nación con el Estado y con el gobierno de turno. Se busca establecer una economía cerrada basada en el consumo interno. El citado autor escribió: “Los defensores del modelo populista suelen señalar que en el país capitalista más dinámico, el Japón, el Estado cumple un papel económico fundamental. Tienen razón. El Estado japonés es agresivo y dirigista. Pero, afortunadamente para los japoneses, no tiene mucho en común con el argentino. Pertenece a una especie que difícilmente podría ser más distinta”.
“El Estado argentino siempre ha entendido que su función básica, luego de atender a las necesidades de los empleados estatales y los intereses de grupos amigos, consiste en demostrar que es capaz de cuidar a toda su clientela potencial: los débiles, sean éstos individuos o empresas. En las provincias más pobres, el sector público ha servido de refugio para decenas de miles de personas que de otra manera no tendrían trabajo, a menudo porque, según las normas capitalistas, no son empleables. Asimismo, cientos de empresas, algunas muy grandes, han sobrevivido a los azares económicos gracias a la benevolencia estatal. Desde luego, esta actitud compasiva ha acarreado el abandono de toda exigencia «elitista»: por principio, el Estado ha sido reclutador de los peores”.
El Estado japonés no es así. Es rigurosa y despiadadamente elitista: un Estado serio. Persiste la tradición confuciana, del mandarinato. Ser empleado público es un honor y el prestigio de los jefes es inmenso, como lo es su sentido del deber. Como el Estado francés, el japonés recluta a los mejores, a los graduados más talentosos. En la Argentina, en cambio, ser empleado público se asemeja a un derecho equivalente al subsidio por desempleo en los países del norte de Europa”.
“Esta diferencia de actitud penetra la vida de ambas naciones. En el Japón, el Estado es exigente con los demás porque lo es consigo mismo; en la Argentina, ha sido bondadoso, igualitario, demasiado «progresista» como para atribuir el fracaso a las deficiencias del «necesitado». El Estado nipón actúa como el sargento que prepara a la tropa para una durísima guerra; el argentino aspira a ser tomado por fraile de una orden caritativa. Si los funcionarios japoneses creen que una empresa o incluso un sector industrial es demasiado débil para prosperar, proponen la eutanasia. Sus pares argentinos, de sentimientos mucho más «humanos», harán lo imposible por postergar la muerte. Es natural, pues, que el mandón Estado japonés haya contribuido tanto al avance inexorable del país. También lo es que el argentino haya sido foco de una infección tal vez mortal”.
Para colmo de males, algunos intentos de revertir el populismo, llevados a cabo por políticos que se autodenominaban “liberales”, sin serlo, tuvieron resultados poco efectivos por cuanto olvidaron lastimosamente el consejo bíblico que aconseja: “No se echa el vino nuevo en odres viejos, porque se pierden el vino y los cueros…”. Se propuso un cambio de mentalidad publicitando la “destrucción creativa”, es decir, una vez establecida y consolidada una economía de mercado, las empresas eficientes desplazan las obsoletas. Sin embargo, si tal destrucción se impone desde el principio, bajo el peso de una competencia extranjera consolidada, solo se logra la “destrucción destructiva”. De ahí que, al desconocerse el gradualismo requerido para todo proceso de cambio, sólo se consiguió asociar el liberalismo económico con la destrucción. Ello implica que el populismo seguirá predominando, bajo distintas formas, hasta que, por algún “accidente de la democracia”, acceda al gobierno alguien capaz de revertir la situación de decadencia. Álvaro Alsogaray escribió: “El funcionamiento irrestricto del Mercado puede provocar, en determinadas circunstancias, y sobre todo durante el periodo de transición, daños graves a numerosos individuos que estos últimos no podrían por sí solos sobrellevar. En esos casos el criterio social obliga a intervenir para limitar las fricciones y asperezas que produce el libre juego del Mercado”.
“Antes de decidirse por la Economía Social de Mercado suele existir el temor de que traerá aparejados graves cambios que habrán de crear condiciones insoportables para muchas personas. Se piensa además que sus métodos son drásticos, demasiado rígidos y severos, y que se pretende pasar de la noche a la mañana de una situación que todos repudian, pero que al menos conocen y a la cual se han adaptado, a un nuevo esquema que implica un brusco trastrocamiento de todo lo existente y en el cual cada uno queda librado a sí mismo, sin protección alguna. Nada resulta más alejado de la realidad que este conjunto de suposiciones. La Economía Social de Mercado es una tendencia y no una ruptura dramática con todo el orden establecido. Da tiempo para que cada uno se adapte a las nuevas situaciones que se van creando, las cuales, por otra parte, abren nuevas y promisorias oportunidades. Sólo algunas medidas deben ser tomadas de una sola vez, sin vacilaciones ni temores, pero aun esas medidas no producen sino efectos paulatinos e individualmente controlables. En esta noción de tendencia y no de sujeción a un modelo rígido, reside una de las claves fundamentales de la acción política relacionada con el orden económico-social y la Economía Social de Mercado”.
Tampoco resulta necesaria una masiva privatización de las empresas públicas: “La Economía de Mercado no adopta una actitud dogmática contra las empresas del Estado. Se opone sí al estatismo, es decir, a la tendencia a absorber cada vez más actividades económicas a través de empresas del Estado con la excusa de que así lo exige el interés general o por simples consideraciones ideológicas. Desde el punto de vista de la economía de Mercado no importa tanto quién es el propietario de la empresa: lo decisivo es que esta última funcione dentro del Mercado, es decir, sometida a las reglas de la competencia, de la libre formación de los precios, de la oferta y la demanda, etc. Por el hecho de que el propietario sea el Estado la empresa no debe gozar de privilegio alguno, debiendo ajustarse a las mismas normas y leyes que regulan la vida de las demás empresas”.
En cuanto al proteccionismo, el citado autor escribió: “Todo país debe aspirar a una mayor industrialización. Por regla general dicha industrialización requerirá, en los momentos iniciales, un cierto grado de proteccionismo. La economía de Mercado no se opone a ello. No aboga por el funcionamiento de un libre cambio absoluto que elimine las barreras aduaneras, sobre todo cuando no existe reciprocidad en ninguna parte del mundo. Pero la industrialización debe ser sana en términos económicos y no debe estar dirigida por la burocracia sino por los indicadores del Mercado” (De “Bases para la acción política futura”-Editorial Atlántida-Buenos Aires 1968).
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