Decimos que dos cosas son iguales cuando al intercambiarlas, no se nota la diferencia. En cuanto a las personas, puede decirse que surge el sentimiento de igualdad entre dos de ellas cuando algo bueno o algo malo que le suceda a alguna produce los mismos efectos en la otra. Así, la tristeza o la alegría de un niño son sentidas por sus padres de la misma manera, o más aún, que una tristeza o una alegría propia. La igualdad así entendida es la base del cristianismo, por cuanto resulta ser la forma concreta que permite lograr la supremacía del Bien sobre el Mal. Nunca alguien tratará de infligir un mal a alguien con quien comparte sus tristezas, porque será equivalente a hacerse el mal a sí mismo, mientras que siempre tratará de hacer el bien a alguien con quien comparte sus alegrías, porque será equivalente a hacerse el bien a sí mismo.
Si cada familia fuese un ámbito en el que se comparten las penas y las alegrías entre sus integrantes, observaríamos algo similar a un conjunto de islas en medio del mar de la sociedad. En este caso extremo, se supone que existe una moral individual y familiar óptima, donde predomina el sentimiento de igualdad; pero no así una moral social respecto de las personas ajenas a ese ámbito. Si, por el contrario, se llegara a una situación en la que cada ser humano pudiese compartir las penas y las alegrías de todos los integrantes de las restantes familias, el antiguo mar se habrá convertido en tierra firme, y habrá nacido una comunidad similar a una gran familia. Tal es la situación a la que apunta el mandamiento cristiano del amor al prójimo, que no es otra cosa que la materialización del ideal del Reino de Dios.
Sin embargo, frecuentemente se ha interpretado tal Reino como algo inexistente en el mundo real y cotidiano, y sólo vigente en una vida posterior. En cierta forma, se le ha “regalado el mercado a la competencia”, ya que muchos encontraron en el socialismo un reemplazo del ideal cristiano. El error de tal interpretación radica en que el Reino de Dios funciona en este mundo, sin negar la posibilidad del más allá, mientras que el socialismo no funciona en ninguna parte (utopía). Mientras que el primero propone, como vinculo de unión, al intercambio de afectos, el segundo propone a los medios de producción.
Una época de crisis se caracteriza, esencialmente, por no existir la intención de orientarnos en la dirección cristiana. Ello se debe, por una parte, a que se considera que la religión es algo propio de la antigüedad. Incluso en el ámbito del cristianismo las discusiones prioritarias recaen en la legitimidad de Cristo antes que en la viabilidad de su mensaje. Así, se discute si es Dios, o es el Hijo de Dios, el Hijo del Hombre, o un profeta más, o un hombre mejor que los demás, etc. Todo el tiempo, todas las energías mentales y todos los pensamientos son destinados a ese tipo de planteos. Luego comienza la discriminación religiosa cuando la persona que ubica a Cristo en la categoría de Dios se considera más cristiano que quien lo considera como el Hijo de Dios, y así hasta llegar a quien lo considera un simple (o no tan simple) hombre. En este caso, será duramente descalificado y discriminado por no compartir las creencias de los demás, aunque tal individuo trate de cumplir con el mandamiento mencionado, siendo que de esa forma será el único que concretamente escuchó el mensaje. Aceptó a Cristo teniendo presente aquello de que: “Por sus frutos los conoceréis”.
Henri Poincaré afirmaba que, en matemáticas, “descubrir es elegir”. En forma similar, en religión debemos elegir, o priorizar, los objetivos más importantes relegando todo lo que nos desvíe de ellos. De ahí que la conducta individual deba ser prioritaria a la postura filosófica adoptada, aunque sea mucho más difícil amar al prójimo como a uno mismo a creer que existe un Dios personal o bien un Dios indistinguible de las leyes naturales invariantes, eternas y universales.
También en cuestiones de política y de economía se habla de igualdad, generalmente ignorando la igualdad que proviene de nuestros afectos. De esa forma, se produce una desvinculación entre política y ética, y entre economía y ética. De ahí que toda construcción política, o toda construcción económica, no podrán promover soluciones eficaces mientras ignoren los procesos psicológicos individuales básicos.
La igualdad propuesta por el liberalismo difiere de la propuesta por el marxismo, de ahí que una misma palabra tenga distintos significados y, por lo tanto, sea un motivo adicional de desentendimientos. Giovanni Sartori escribió: “La igualdad que hoy más nos interesa es la «igualdad de oportunidades»; y también esa igualdad es bicéfala, puede entenderse de dos formas radicalmente distintas. En una primera acepción, las oportunidades iguales vienen dadas por un acceso igual. En la segunda, vienen dadas por puntos de partida iguales. En el primer caso se pide el mismo reconocimiento para los mismos méritos y las mismas capacidades. Por tanto, esta igualdad promueve una meritocracia: carreras iguales para capacidades iguales, igualdad de oportunidades para llegar a ser desiguales. En el segundo caso se pide que se igualen las condiciones de partida. Así, mientras que la igualdad de acceso elimina obstáculos, la igualdad de puntos de partida exige fabricar dichos puntos. El acceso igual se aborda con procedimientos de acceso. Los puntos de partida iguales se plantean en cambio con condiciones y circunstancias materiales. La primera es la igualdad liberal, la segunda es la igualdad marxista” ” (De “La democracia en treinta lecciones”-Taurus-Buenos Aires 2009).
Respecto de la postura liberal, Ben Dupré escribió: “La compleja cuestión que se encuentra en el centro de las discusiones sobre la igualdad la resume bien el teórico político y economista Friedrich Hayek en su influyente «Los fundamentos de la libertad»: “Del hecho de que las personas son muy distintas se sigue que, si las tratamos igual, el resultado debe ser desigual en su posición real, y que el único modo de situarlas en una posición igual sería tratarlas de maneras distintas. La igualdad ante la ley y la igualdad material son, por tanto, no sólo distintas sino que están en conflicto entre sí»”.
“El tipo de igualdad que quiere un liberal como Hayek es la de oportunidades, que exige que no haya obstáculos artificiales, como el nacimiento, la raza o el género, que se interpongan en el camino de la gente y ésta pueda aprovechar al máximo sus talentos naturales y realizar su potencial plenamente. Sin embargo, no compete a un Estado justo intervenir a partir de ese momento, ni interferir en los derechos y libertades de la gente para nivelar las desigualdades de su situación (riquezas, estatus, poder, etc.) que inevitablemente aparecerán. La igualdad, así concebida, exige una cancha de juego equilibrada pero no pretende que todos los jugadores estén igualmente dotados, ni intenta asegurar que todos sean igualmente recompensados en el ejercicio de sus talentos”. “La igualdad, tal como la conciben los liberales, es por tanto esencialmente meritocrática. La responsabilidad del Estado se limita a proporcionar el marco de derechos y libertades iguales para todos que permite a los individuos combinar su ingenio innato y el trabajo duro para alcanzar posiciones de eminencia, es decir, de desigualdad”.
En cuanto a la postura socialista, escribe: “La idea de la sociedad justa tiende hacia la izquierda del espectro político, hacia un modelo en el que los recursos se asignan según las necesidades más que los méritos, y donde compete al Estado erradicar las desigualdades estructurales y procurar la igualdad económica y social”. “Esta preocupación por la creación de una igualdad de circunstancias, asociada sobre todo con la teoría política socialista, llegó a realizarse en el siglo XX con la propagación del comunismo. Inspirados por la máxima de Marx «a cada uno según sus necesidades», los regímenes comunistas se propusieron crear una situación de uniformidad entre sus ciudadanos mediante programas de ingeniería social y gestión económica centralizada. En general, tales tentativas acabaron en un rotundo fracaso, y el hundimiento del comunismo a partir de 1989 pareció que reavivaba la concepción liberal de igualdad y confirmaba el famoso comentario (1980) del economista estadounidense Milton Friedman: «Una sociedad que antepone la igualdad –en el sentido de igualdad de resultados- a la libertad acabará sin libertad y sin igualdad»” (De “50 cosas que hay que saber de política”-Ariel-Buenos Aires 2012).
La libertad, al ser desestimada por los revolucionarios, limita (o anula) las potencialidades individuales. Giovanni Sartori escribió: “En los inicios de la Revolución Francesa, Jean-Paul Marat escribía a Camille Desmoulins: «¿De qué le sirve la libertad política a quien no tiene pan? Sólo resulta útil para los teóricos y los políticos ambiciosos»”. “Es verdad que la libertad no da pan. Que no le interesa a quien tiene hambre es casi igual de cierto (aunque no del todo, porque la libertad por lo menos permite reclamar pan). Pero si el pan lo es todo para quien no lo tiene, se vuelve insignificante (o casi) en cuanto lo hay”. “Por otra parte, la pregunta de Marat suscita una pregunta paralela: ¿para qué sirve la falta de libertad a quien no tiene pan? La respuesta es la misma: para nada. El que renuncia a la libertad a cambio de pan es sólo un estúpido. Si la libertad no da pan, es aún más seguro que tampoco lo da la falta de libertad. Equivocándose, como lo ha hecho de forma clamorosa, en el cálculo de la igualdad, el «marxismo real», es decir, el comunismo, ha infligido a mil quinientos millones de seres humanos sufrimientos, privaciones y crueldades totalmente inútiles”.
Si bien la propuesta liberal resulta ser la que mejores resultados produce, requiere un perfeccionamiento adicional que ha de venir de la asimilación de la igualdad propuesta por el cristianismo. De lo contrario estaríamos aceptando que todos los problemas humanos y sociales se solucionarían desde la política y la economía, aun dejando de lado la ética. Wilhelm Röpke escribió: “Cualesquiera sean las tendencias o corrientes políticas que escojamos como ejemplos, comprobaremos que todas ellas terminan siempre por sembrar la semilla de su propia destrucción cuando pierden el sentido de la proporción y transponen sus propios límites. En este terreno, el suicidio es una causa normal de la muerte”. “La economía de mercado no es una excepción a esta regla. Por cierto, sus defensores, en la medida en que han sido intelectualmente exigentes, han reconocido siempre que el ámbito del mercado y de la competencia, del sistema en el que los precios y la producción son determinados por la oferta y la demanda, merece ser considerado y defendido solamente como parte de un orden general más amplio, que abarca la ética, el derecho, las condiciones naturales para la vida y la felicidad, el Estado, la política y el poder. La sociedad en su conjunto no puede ser regida por las leyes de la oferta y la demanda, y el Estado es algo más que una especie de empresa comercial, tal como ha sido la convicción de la mejor opinión conservadora desde los tiempos de Burke” (Citado en “Enfoques económicos del mundo actual” de L.S. Stepelevich-Editorial Troquel SA-Buenos Aires 1978).
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