A partir de las diversas concepciones del hombre, que derivan de la filosofía, la religión y la ciencia, surgen distintos ordenamientos sociales coherentes con las mismas, especialmente en los casos en que se sugiere una actitud concreta a adoptar, como ocurre con los mandamientos provenientes de la religión. También del cristianismo derivan ciertos arquetipos sociales que surgieron de la interpretación personal o sectorial de los Evangelios, como es el caso de los lineamientos básicos de las sociedades europeas de la alta Edad Media, o de las pequeñas sociedades cristianas ligadas a los conventos e, incluso, del totalitarismo teocrático impuesto por Calvino a las “inocentes víctimas” de la Ginebra de su época.
En cuanto a las sociedades europeas de la Edad Media, Manuel García-Pelayo escribió: “El pensamiento político de la alta Edad Media está dominado por tres conceptos capitales: el de «ministerium», el de «typo» (o figura o «imago») y el de «carisma». El primero significa que el poder político ha sido recibido a título de mandato para realizar la tarea histórica de configurar el orden político de la Tierra con arreglo al orden divino; su expresión más acabada son las leyendas del último emperador, según las cuales, una vez lograda la conversión o la extinción de los paganos y cumplida por tanto la misión confiada al Imperio cristiano, el postrero de los emperadores devolvería las insignias a su legitimo y originario titular, es decir, a Cristo”.
“El segundo significa que la ordenación del reino terrestre ha de realizarse bajo la imitación del modelo celeste, que la justicia y la paz han de ser figuras o copias de las divinas, que el emperador o los reyes han de ser una imagen de Cristo y, en fin, que la estructura de la comunidad política ha de inspirarse en las formas y jerarquías divinas. Tal modelo divino, sobre el que ha de hacerse la copia, es asequible a través de tres vías: a) de las Sagradas Escrituras, mediante cuya interpretación no sólo se obtiene la idea del reino de Dios en ellas revelada, sino también la de su transcurso histórico, ya que en sus textos está precontenido lo que ha de acaecer en el futuro; b) de la contemplación o penetración mística que abre el conocimiento del orden celeste; c) de la observación del orden y gobierno de la naturaleza como ejemplo de gobierno inmediato de Dios, con lo cual la «institutio regni» puede regirse por la «institutio mundi»; las dos primeras son las dominantes durante la alta Edad Media”.
“El tercero de los conceptos, es decir, el carisma, es la expresión más intensa de la presencia de lo sobrenatural en lo natural y se manifiesta capitalmente en el rito de la unción regia que convertía al rey en un «nuevo hombre», dándole los dones necesarios para el cumplimiento de su ministerio. Sobre estos tres conceptos o en torno a ellos giran las polémicas políticas de la alta Edad Media” (De “El Reino de Dios, arquetipo político”-Revista de Occidente SA-Madrid 1959).
Por lo general, se interpretan las disputas religiosas como si estuviesen motivadas bajo distintos pretextos adoptados para justificar la lucha por el poder político y económico. Aunque también es posible entenderlas como excesos producidos por una fanática decisión de cumplir con la supuesta misión religiosa encomendada por el ser superior. De todas formas, los efectos negativos producidos deben contemplarse como tales en forma independiente de las nobles, o no, intenciones motivadoras. Asociado a las luchas entre católicos y protestantes, encontramos al astrónomo Johannes Kepler, quien tuvo que optar entre convertirse a la religión impuesta en su propio pueblo, fingir adoptarla, o marcharse del mismo, eligiendo esta última alternativa. Al respecto expresó: “Soy un cristiano, el credo luterano me fue enseñado por mis padres, lo acepté tras repetidas reflexiones sobre sus fundamentos, tras diarias inquisiciones, y me mantengo firme en él. No he aprendido a ser hipócrita. Soy un devoto de la Fe, no juego con ella” (Citado en “Kepler” de Arthur Koestler-Salvat Editores SA-Barcelona 1986).
A lo largo de la historia, se han hecho varios intentos por concretar la idea del Reino de Dios, como arquetipo social, o político, derivado de las prédicas cristianas. Sin embargo, los éxitos y fracasos parciales ocurrieron indefectiblemente por cuanto se advierte la existencia de distintas interpretaciones del mensaje bíblico, lo que da lugar a las distintas órdenes sacerdotales, o bien a las diversas variantes de protestantismo. Como ejemplo puede citarse la idea de Albert Notan, quien escribió:
“El Reino de Dios será una sociedad en la que no haya ni prestigio, ni «status», ni división de las personas en inferiores y superiores. Todo el mundo será amado y respetado no por su educación, su riqueza, su linaje, su autoridad, su rango, su virtud y otras cualidades parecidas, sino porque, al igual que cualquier otro, es una persona. Para algunos resultará muy difícil imaginar cómo podrá ser esa vida; pero las «criaturas» que nunca han gozado de ningún privilegio de «status», y aquellos para quienes esto carece de valor, entenderán con suma facilidad la realización plena que supondrá la vida en dicha sociedad. Aquellos que no pueden soportar el que se trate como iguales a los mendigos, a las prostitutas, a los criados, a las mujeres y a los niños, que no son capaces de vivir sin sentirse superiores a una serie de personas, sencillamente no se sentirán a gusto en el Reino de Dios tal como Jesús lo concibe. Ellos mismos desearían excluirse de él” (De “¿Quién es este hombre?”-Editorial Planeta-DeAgostini SA-Barcelona 1995).
Lo que ha impedido establecer el arquetipo cristiano ha sido, además de la diversidad de interpretaciones y tergiversaciones, el ataque permanente promovido por sus detractores. Así, mientras que el cristianismo presupone que el mundo está bien hecho y que, por lo tanto, es conveniente adaptarse a sus leyes, el marxismo presupone que el mundo está mal hecho y que por ello es necesario transformarlo. Mientras el cristianismo le propone al “hombre nuevo” cumplir con los mandamientos bíblicos, cuya consecuencia inmediata será el establecimiento del Reino de Dios, el marxismo propone un modelo de sociedad, el socialismo, para cuya realización se requiere del “hombre nuevo soviético”, una nueva “especie” creada por la ideología y adaptada a la sociedad diseñada previamente. Brian Crozier escribió:
“Nunca debe olvidarse que Lenin estaba convencido de que su revolución generaría un nuevo tipo de hombre –el Homo Sovieticus- cuyo comportamiento estaría inspirado por consideraciones de orden social y no personal. Su teoría de la «decadencia del Estado» se asentaba sobre este frágil y optimista cimiento ya que el Homo Sovieticus, al ser una nueva especie de hombre, no iba a necesitar el aparato coercitivo de la autoridad central y, en consecuencia, el Estado iba a resultar innecesario” (De “Teoría del conflicto”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1977).
Si hemos de definir, en términos objetivos, la diferencia entre creyente y ateo, debemos decir que creyente es quien tiene confianza, o fe, en Dios, o en la naturaleza, y de que el mundo está bien hecho, y que es el hombre quien debe hacer el esfuerzo necesario para adaptarse al mismo. Cualquiera sea el sufrimiento padecido, existe la esperanza de que se podrá disponer, al menos, de una solución parcial. El ateo, por el contrario, es el que tiene una fe o confianza negativa, tal la que le hace sospechar que el mundo está mal hecho, que no tiene finalidad ni sentido, y que debemos proponer modelos de sociedad de diseño humano a los cuales deberá adaptarse todo hombre. De ahí la violencia generada por los marxistas, cuando llegan al poder, dirigida contra los cristianos y contra quienes no aceptan la ideología transformadora de hombres impuesta por la violencia.
La soberbia es la actitud predominante en quienes se sienten designados por poderes superiores o bien capacitados por ideologías políticas, para decidir la vida de otros hombres, o incluso de toda la humanidad. En ambos casos tienden a reemplazar las leyes de Dios por sus propios criterios personales. De ahí que el Reino del hombre se oponga al Reino de Dios. Tage Lindbom escribió:
“No es por azar por lo que el orgullo espiritual, «superbia», se menciona en cabeza de todos los pecados mortales. Es primordial en que se dirige como una acción belicosa directamente contra la orden divina. Es un desafío al mismo tiempo que una tentativa de establecer un poder, de instituir un «mundo» donde reinará el hombre y el hombre solo. Los otros seis pecados capitales, la avaricia, la lujuria, la envidia, la gula, la cólera y la pereza, no implican ese ataque directo contra la orden divina. Lo que la Biblia describe como una caída es dramático no solamente porque resulta de ello una separación entre Dios y la más elevada de sus obras creadas, el hombre. También es dramático en que el orgullo espiritual, «superbia», interviene en una situación donde se ha ofrecido una elección: obedecer la orden de Dios o seguir la propia inclinación a autoglorificarse. Es este segundo término el que el hombre ha elegido” (De “La semilla y la cizaña”-Taurus Ediciones SA-Madrid 1980).
En nuestra época, si hemos de tratar de interpretar el significado del Reino de Dios a la luz del conocimiento surgido desde las ciencias sociales, debemos considerar la existencia de la actitud característica en todo ser humano y sus componentes afectivas, de las cuales “elegimos” al amor, interpretando al “amarás al prójimo como a ti mismo” como “compartirás como propias las penas y las alegrías ajenas”. Luego, el Reino de Dios ha de ser lo que resulte de lograr que tal actitud predomine en la mayor parte de las personas. De ahí el sentido de la expresión cristiana: “Busca el Reino de Dios y su justicia, que lo demás se os dará por añadidura”, siendo tal añadidura el orden social emergente.
Se advierte, además, que el Reino de Dios no implica la imitación de un orden sobrenatural exterior al hombre, como se pensaba en la Edad Media, sino que, como lo dijo el propio Cristo, “El Reino de Dios está dentro de vosotros”, es decir, si bien gran parte de sus seguidores adoptaron una postura religiosa trascendente (el Dios personal es exterior al hombre), es posible interpretar al cristianismo como una postura religiosa inmanente (un Dios cuya esencia impregna todo lo existente). De todas formas, la validez de la actitud cooperativa señalada resulta independiente de las creencias particulares o sectoriales, debiendo predominar como objetivo de todos los seres humanos si es que en realidad buscamos una mejora esencial en las distintas sociedades.
El “hombre nuevo” propuesto en los Evangelios es, justamente, el que entra en el Reino de Dios, o el que está predispuesto a formar parte de una sociedad que gozará de un mayor nivel de felicidad que el vigente en la mayoría de las sociedades actuales. La interpretación, bastante más simple, que surge en la actualidad, resultará, seguramente, más efectiva que las interpretaciones predominantes en la Edad Media, y que incluso perduran parcialmente en las iglesias cristianas de la actualidad.
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