Las diversas causas de violencia son de origen cultural, es decir, dependen bastante de la influencia que un individuo recibe de su medio social, como es el caso de una sociedad en la que predomina la hipocresía, ya que resulta ser el marco propicio para que se instale luego el odio colectivo. “La biología nos hace agresivos; pero es la cultura la que nos hace pacíficos o violentos” (De “La violencia y sus claves” de José Sanmartín-Editorial Planeta SA-Barcelona 2013).
El hipócrita es quien poco o nada hace por los demás, aunque trata de mostrarse socialmente como un interesado y comprometido con el sufrimiento humano. Supone que sólo los pobres son los que sufren. Luego, cuando aumenta el nivel de hipocresía, se convierte en odio hacia los ricos, a quienes culpa por el sufrimiento del pobre. François de la Rochefoucauld escribió: “Los hipócritas disimulan sus defectos ante los demás y ante ellos mismos, pero los hombres honrados conocen y confiesan sus faltas”. “La hipocresía es un homenaje que el vicio rinde a la virtud”.
Si en la Argentina alguien propone la pena de muerte para los delincuentes peligrosos, tendrá un fuerte rechazo de la sociedad, ya que se apelará a la vigencia de los “derechos humanos”. Sin embargo, cuando los delincuentes “decretan” la pena de muerte para el ciudadano común, parece no existir ningún inconveniente en tal decisión, al menos en los hechos concretos. Parte de la ciudadanía y de la política acepta tácitamente que la gente decente no tiene los mismos derechos que el delincuente. Incluso, si a alguien se le ocurre decir que a éste se lo “debe encerrar” para evitar que mate a inocentes, no faltarán quienes lo acusarán de no tener sensibilidad social por cuanto no tiene en cuenta el derecho a la “reinserción social”, es decir, la reinserción aun a costa de la pérdida de vidas inocentes ya que, mientras se adapta a la sociedad, el delincuente ha de continuar por un tiempo, y quizás por mucho tiempo, cometiendo asesinatos motivado por cierto “espíritu deportivo”; incluso jactándose de sus andanzas.
Resulta importante conocer las opiniones de los especialistas en seguridad, aunque también es importante conocer las reacciones del ciudadano común ante los asesinatos cotidianos que su sector social ha de padecer, ya que las respuestas no serán las mismas. Así, cuando muere en un intento de robo la mujer de un bodeguero de Mendoza, alguien dijo de dicho empresario, sin conocerlo: “Robó antes o robó ahora”; en cierta forma justificando el asesinato como una especie de justicia tardía ante el supuesto accionar deshonesto que necesariamente se asocia a todo empresario por el solo hecho de serlo.
En otra circunstancia, luego de un brutal asesinato de una victima elegida al azar, alguien comentó, para justificar al delincuente, que su acción se debió a la “desigualdad social”. Se supone que, quien trabaja honestamente y logra una aceptable posición económica, crea “desigualdad social” y que quien, por alguna razón, no pudo lograrla, padece de pobreza material atribuida necesariamente al que tuvo éxito. Puede decirse que la “ley de Marx” surge de la hipocresía y se consolida con el odio, ya que dicha “ley” presupone una maldad natural del empresario y una bondad natural del pobre.
En estos casos se advierte la presencia de la “fatal hipocresía”, ya que el hipócrita se compadece del que sufre de carencias materiales, incluso del delincuente, atribuyéndose por ello, y a si mismo, el atributo de ser una “buena persona”. De esa forma favorece la instauración de una mentalidad generalizada que promueve el delito ya que esa información, tarde o temprano, llegará hasta quienes están en condiciones de cometerlo.
La aceptación y la tolerancia de actitudes agresivas comienzan en la escuela primaria, donde los maestros deben soportar todo tipo de faltas de respeto cuando aparece algún alumno violento. La quita de sanciones, como la expulsión, promueve en el alumno violento una gradual inadaptación social, ya que luego, tampoco se lo penalizará por ser menor. Sin embargo, en lugar de ser considerado como un autoexcluido por su propia conducta y excluido por la permisividad que otorgan las leyes vigentes en la escuela y en el medio social, se culpará a la sociedad por haberlo rechazado. Luego, el adolescente, considera haber adquirido plenos derechos a vengarse de la sociedad que no lo aceptó, siendo éste el proceso mental promovido por los sectores que apuntan hacia la destrucción del sistema capitalista, supuesto responsable de todas las desdichas humanas.
De la misma manera en que un porcentaje (quizás del 25 al 30%) de la población simpatiza mucho más con el peligroso delincuente que con sus victimas inocentes, concuerda bastante más con los terroristas de los setenta que con sus victimas de entonces. Alguna vez Aldous Huxley expresó: “Si hay guerra, es porque la gente quiere que haya guerra”. Con un razonamiento similar puede decirse que “si hay inseguridad, es porque la gente quiere que la haya”.
Previendo cierto apoyo electoral, el kirchnerismo se identificó con los sectores mencionados. Pepe Eliaschev se pregunta: “¿Por qué razón, políticamente, un gobierno como el del presidente Kirchner ha dicho estar espiritualmente unido a los ideales de los años setenta?”. Para tener indicios de lo que significaban esos “ideales”, se mencionan algunos escritos del ex guerrillero Sergio Bufano: “El revolucionario deja de pertenecer a si mismo, su vida es de la Revolución y ella, la Revolución, decide, casi como un dios devorador de hombres, quién vivirá y quién no. Y mientras se vive, la intensidad es de tal magnitud que bien vale la pena el riesgo; exuberantes, alegres pero también frenéticos, los minutos del guerrillero son febriles. Por lo tanto, inolvidables”.
“No sería aventurado preguntarse ahora si la voluptuosidad de la vida revolucionaria no influyó en la obcecación por proseguir con la guerrilla. Cuando todos los mensajes que lanzaba la realidad social indicaban que era el momento de acallar las armas, las distintas organizaciones armadas insistieron en el proyecto y se negaron a volcar sus energías en la acción política” (Citado en “La intemperie” de Pepe Eliaschev-Fondo de Cultura Económica-Buenos Aires 2005).
La pena de muerte impuesta por los Montoneros y ERP a los ciudadanos comunes, viene implícita en la expresión “La Revolución decide quién vivirá y quién no”, haciendo recordar a los fanáticos religiosos que se consideraban “instrumentos de Dios” para justificar cualquier tipo de violencia. A las victimas no se las consideró “humanas”, tal es así que han sido olvidadas e ignoradas por las instituciones oficiales de derechos humanos, ya que, en la Argentina, cuando se habla de tales derechos, se hace referencia principalmente a los guerrilleros de los setenta o a los actuales delincuentes urbanos.
Si se tratara sólo de un error histórico, sin proyecciones hacia el futuro, no habría más que un olvido parcial por parte del sector que inició, promovió, y promueve, la violencia. Lo grave de la situación es que, tanto a través de la televisión oficial y partidaria, como del revisionismo histórico, se trata de difundir masivamente la misma ideología que produjo la violencia de los setenta. De ahí que resulte conveniente difundir los “ideales” de Montoneros y el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo) ante los ciudadanos desprevenidos. Sergio Bufano prosigue:
“La vida plena, alcanzable sólo a través de la relación física, voluptuosa con la muerte, se confunde con la mística de la violencia, de la guerra, con la exaltación de las armas como metálicos instrumentos de poder sobre el resto de los hombres. El combatiente, autorizado por la ideología a quebrar todas las convenciones sociales, es dueño de una libertad que no conocen quienes no participan de esa agitada vida. Es fundamentalmente un trasgresor, un libertario que puede fracturar el orden establecido porque lo hace con una intención superior. Y si esa intención no es reconocida por algunos miembros de la comunidad –aun aquellos aliados-, no importa; es apenas un lapso el que los separará: el lapso que va desde la incomprensión hasta la toma de conciencia que inevitablemente se producirá en algún momento. Tiempo, el guerrillero lucha contra el tiempo y lo hace con la convicción de que la historia ya está definida en cuanto al rumbo a tomar. Con la historia de su parte, con la verdad de los maestros que ya señalaron el camino, no hay impedimento alguno para que tarde o temprano se descubra el rol que debe cumplir la clase obrera. Se trata de que los hombres entiendan que deben ser libres”.
Pepe Eliaschev escribe como comentario: “¿Camino sólo de ida? Claro que no. La máquina de matar enemigos pagará un precio imposible en su afán por aniquilar a ese enemigo. Aun en cuadros revolucionarios que conocían al dedillo los detalles del terror stalinista en la Rusia soviética se impondrá una personalidad aparentemente contradictoria que parece terminar siendo la inversión simétrica del proyecto transformador”.
Sigue Bufano: “Pero al hacerlo, al lanzarse a la gran aventura que significa la lucha con las armas contra el formidable enemigo, el combatiente cae en la trampa –antigua trampa, por cierto-, de ser subyugado por la guerra, de ser atrapado por el vértigo que ella produce, seducido por los «gritos de guerra y victoria» a los que se refería –también subyugado-, el Che Guevara […] El combate es, por lo tanto, una fiesta, una gratificación de los sentidos. El bautismo de fuego es el primer contacto con el límite de la excitación. A partir de ese momento, conocido ese acto de exaltación, comenzará a producirse en muchos hombres el enamoramiento por la acción, la necesidad de repetir ese vértigo tan fácilmente confundible con el vértigo del amor”.
“Y a medida que se repita ese contacto con el combate se producirá un sentimiento místico que invariablemente distinguirá a los combatientes de aquellos que no lo son. Los primeros serán los que juegan con el riesgo, los que se acercan peligrosamente al límite de la vida y la muerte, los que conocen el placer de las grandes emociones, los que escuchan la música de guerra que el Che Guevara describió como «los cantos luctuosos». Guerra y fiesta se equiparan como actos en los cuales los hombres eliminan falsos temores para recuperar el regocijo y la alegría […] Todo revolucionario debe estar dispuesto a morir; esa es la regla del juego. Una vez iniciado el proceso que conducirá a la conquista del poder no existe retorno; se alcanza la victoria o el costo de la derrota será altísimo para los protagonistas”.
“En el instante en que asume el compromiso de tomar las armas para alcanzar el poder, adopta a la muerte como compañera de los próximos años, como dama que permanecerá a su lado y provocará en el revolucionario temor, seducción y en muchas ocasiones un irresistible deseo de poseerla. O mejor dicho, de ser poseído por ella […] Consciente de que la empresa es considerablemente grande el revolucionario sabe que la guerra que se inicie será larga y exigirá una cuota de sangre muy alta. Ofrece su vida como un sacrificio necesario para pagar el precio que reclama ese formidable objetivo final”.
De la misma manera en que los guerrilleros valoran poco sus vidas, o menos que sus ambiciones de poder, tampoco valoran las vidas de quienes se oponen a sus planes, de ahí su elevada peligrosidad. De haber triunfado en la faz militar, muchas más habrían sido las victimas inocentes en el proceso de imposición del socialismo en la Argentina. Al menos en todos los países en que fue implantado, fueron muchos los seres humanos que perdieron la vida al oponerse a la pérdida de libertad y de dignidad, ya que en forma natural se opusieron al despojo y a la servidumbre.
Cuando en procesos electorales el ciudadano vota a partidos políticos que se identifican con los “ideales” de los setenta, debe al menos conocer esas ideas junto a las ambiciones asociadas. Al menos, se espera que el votante tenga la dignidad suficiente como para aceptar luego su responsabilidad como elector haciéndose cargo en caso de que observe que el rumbo del país no es precisamente el que esperaba.
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