En épocas de crisis, podemos encontrar sus primeros síntomas en el simple trato cotidiano en cada ambiente social. Es así que podremos sentirnos cómodos, o no, dependiendo de la sensación, o sentimiento, de igualdad, que surja en el trato. Si nos hacen sentir “poca cosa”, degradándonos de alguna manera, tal situación podrá incluso repercutir en nuestra autoestima, especialmente cuando no sea muy alta. También podremos sentirnos incómodos cuando tratan mal a otras personas, o bien cuando somos completamente ignorados. Por el contrario, al advertir un trato igualitario, nos surge la idea de que el interlocutor nos considera igual de importantes que su propia persona, o que al menos hacia ello apunta.
El sentimiento de igualdad, que surge del trato cotidiano, no debería estar vinculado con nuestro nivel económico o social, sino que debería depender principalmente de la predisposición de las personas a establecer vínculos sociales.
De ahí que la mayor parte de los pueblos ha tratado de promover el buen trato, la educación y esencialmente la empatía, por la cual nos ubicamos imaginariamente en el lugar de los demás quedando predispuestos a compartir sus estados de ánimo. Wolfgang Goethe escribió: “Trata a la gente como si fuera lo que debería ser y la ayudarás a convertirse en lo que es capaz de ser”.
El caso más desigualitario es protagonizado por el soberbio, que hace a veces cierto esfuerzo para mostrar simpatía luego de haber descendido de su pedestal imaginario para ponerse al nivel de los simples mortales. También hay quienes se muestran agradecidos por esta "accesibilidad"; luego, cuando alguien los trata realmente desde una postura igualitaria, suponen que se trata de personas de "bajo nivel" y tienden a tutearlas o bien a tratarlas con cierta indiferencia.
Respecto del trato igualitario, Fernando Savater escribió: "El filósofo trascendentalista Ralph Waldo Emerson, pensador de cabecera de Abraham Lincoln, era un afamado conferencista en una época en la que esta elocuente especie no abundaba tanto como ahora. En cierta ocasión, después de una de sus homilías, le informaron de que en el auditorio se encontraba una mujer de condición humilde, vendedora de fruta en el mercado o algo así, que nunca dejaba de asistir a esos eventos y hasta hacía sacrificios para ir a escucharle en ciudades cercanas".
"Democráticamente conmovido, el sabio de Concord quiso saludar a la buena señora. «Me han dicho que suele asistir a mis conferencias», le dijo benévolo y ella repuso: «¡Oh, sí, no me pierdo ninguna!». «Veo, señora mía, que es usted aficionada a la filosofía». «¡No, por Dios, yo no entiendo nada de esas cosas! Todo lo que usted dice es demasiado elevado para mí». «Pues, entonces, no veo porqué...», comentó el desconcertado gran hombre. Y ella concluyó, gozosa: «Es que me gusta oírle porque nos habla como si todos fuésemos inteligentes»".
"En efecto, ésa es precisamente la función específica del intelectual: tratar a los demás como si también fuesen intelectuales. Es decir, no tratar de hipnotizarles, intimidarles o seducirles sino despertar en ellos el mecanismo de la inteligencia que sopesa, evalúa y comprende. Hay que partir de la premisa socrática de que todo el mundo se revela inteligente cuando se lo trata como si lo fuera" (De "Política de urgencia"-Ariel-Buenos Aires 2015).
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