domingo, 15 de mayo de 2022

De la ilusión al desencanto

Por Jorge Martínez

DOCE LIBROS SOBRE EL ASCENSO, APOGEO Y DERRUMBE DEL FENOMENO COMUNISTA

1. Diez días que conmovieron al mundo de John Reed (1919). Fue de las primeras obras que construyeron el mito de la revolución triunfante. Periodista e hijo de una acaudalada familia estadounidense, Reed viajó a Rusia y vivió los hechos que relata, por eso el libro desborda de intensidad y cercanía. Su punto de vista es el de los bolcheviques, a quienes pinta con tonos luminosos (la primera edición incluía un prólogo de Lenin). Reed fue el prototipo del "compañero de ruta". Se incorporó a la Internacional Comunista pero pronto se retiró, disconforme con sus prácticas autoritarias.

2. Teoría y práctica del bolchevismo de Bertrand Russell (1920). Aunque no siempre fue un modelo de probidad intelectual, Russell exhibe en este libro un apego a la verdad que es raro entre los miembros de su especie. Como tantos otros, el británico quiso conocer de primera mano el experimento bolchevique. Y lo que vio no le gustó. En estas páginas registra su desencanto y el carácter esencialmente despótico de los gobernantes de la nueva Rusia, a quienes compara con musulmanes o puritanos. También objeta el uso que hacían de la guerra civil para justificar la violencia y los atropellos. Pocos repararon en su diagnóstico exacto y temprano.

3. Nosotros de Yevgueni Zamiatin (1921). Este mundo de pesadilla es el antecedente más claro de todas las distopías literarias modernas, en especial 1984, de George Orwell. La crítica al comunismo es obvia. Se trata del Estado Unico donde reina el Bienhechor. Allí las personas quedaron reducidas a números y los individuos se fundieron en un "nosotros" inabarcable. El amor ha sido desterrado y sólo impera el "bienaventurado yugo de la razón". La contracara es la antigua fe: en su adoración al Estado, el nuevo poder quiere presentarse como una religión secular, con su liturgia y sus dogmas. Zamiatin escribió esta obra corrosiva entre 1919 y 1921 pero sólo en 1988 se conoció en la URSS.

4. La condición humana de André Malraux (1933). Esta novela impresionante que cimentó la reputación de su autor, contribuyó también como pocas a asociar la figura del revolucionario a la del héroe. Sus protagonistas, valientes y abnegados, son comunistas que luchan y mueren para tomar el poder en China. Representan a la vez un cierto nihilismo de Malraux y su compromiso con la causa, a la que adhirió hasta fines de la década de 1930. Según Pierre de Boisdeffre, "el comunismo fue para él, como para tantos otros, la única religión capaz de llenar el vacío creado por la agonía del cristianismo".

5. Stalin de Boris Souvarine (1935). Fundador del comunismo en Francia, Souvarine rompió con el partido en 1924. Un decenio más tarde publicó este libro monumental, que es más que una biografía -la primera, por otra parte- del entonces líder máximo soviético. Sus capítulos historian el movimiento revolucionario ruso, el éxito en 1917 y los desvaríos iniciales de sus líderes. Con paciencia y abundante información, cuenta cómo hizo Stalin ("intrigante y maniobrero consumado") para encaramarse hasta la cima, en esa "marcha lenta y prudente hacia el poder exclusivo y absoluto".

6. Regreso de la URSS de André Gide (1936). Simpatizante tardío del comunismo, Gide hizo en 1936 el viaje obligado a la patria de la Revolución. A su retorno escribió este librito en el que deslizó tibias críticas a lo que conoció de primera mano. Gente haciendo horas de fila para conseguir almohadones, hogares despersonalizados con "la misma fealdad en muebles, el mismo retrato de Stalin y nada más", un pueblo pobre y sumiso. "Dudo que hoy en ningún otro país, aun cuando fuera la Alemania de Hitler el espíritu sea menos libre, más doblegado, más temeroso (aterrorizado), más avasallado", escribió. Gide pagó cara su rebeldía. De la noche a la mañana pasó de ser un escritor festejado por todo el aparato comunista a un "monstruo fascista" y un "autodeclarado burgués decadente". Gajes de la disidencia.

7. El cero y el infinito de Arthur Koestler (1940). En esta novela Koestler dramatiza su propia ruptura con el comunismo, al que por años sirvió como un brillante soldado. Su tema es el de los llamados "Procesos de Moscú". Un viejo comunista, Rubashov, es obligado mediante largos interrogatorios a admitir las falsas acusaciones que le endilgan los esbirros del "Número Uno". Las interminables discusiones al final giran en torno al dilema básico sobre los fines y los medios. Como Rubashov, Koestler había dejado de creer que "una necesidad colectiva justifica todos los medios". Su principal objeción al comunismo ya no era política o ideológica, sino moral.

8. 1984 de George Orwell (1949). Aunque el paso del tiempo y una interpretación interesada convirtieron a esta novela en una denuncia de todas las dictaduras, Orwell la escribió con la idea precisa de cuestionar a los regímenes del modelo soviético. Su distopía apenas exagera rasgos concretos de la Rusia estalinista. La reescritura del pasado, el uso distorsionado del lenguaje, la obsesiva demonización de ciertos enemigos, la vigilancia permanente del Gran Hermano existieron y fueron padecidos por cientos de millones de personas en las tiranías marxistas. El gran mérito de 1984 es haber mostrado hasta qué punto ese control totalitario buscaba -y conseguía- deshumanizar a sus víctimas.

9. El testigo de Whittaker Chambers (1952). Olvidado ya en el mundo de habla hispana, este libro es un clásico que se sigue leyendo en Estados Unidos. Es la formidable historia de un espía comunista, el propio Chambers, que se dio vuelta y delató a sus jefes y cómplices y la vasta conspiración oculta que integraban. Uno de ellos era Alger Hiss, subsecretario de Estado en los años finales de Franklin Roosevelt, y quien hasta el día de su muerte se negó a admitir la acusación de espionaje. Desacreditado en su momento por una intensa campaña de prensa, el testimonio de Chambers contra Hiss se demostró exacto tras la caída de la URSS y la apertura de sus archivos secretos. Uno de los rasgos que más impresiona de su vida es la convicción de que la pugna contra el comunismo era, en el fondo, un combate espiritual. En su caso, la ruptura con la ideología fue el primer paso de una profunda conversión religiosa.

10. Archipiélago Gulag de Alexander Solzhenitsin (1974). En buena parte de los círculos culturales de Occidente fue necesaria la tardía aparición de este libro para romper al fin con el mito comunista. Mezcla de memorias, diario personal, crónica, historia oral y cuaderno de notas, Archipiélago Gulag reveló con toda crudeza la magnitud del totalitarismo soviético y el espantoso destino de sus víctimas en los campamentos de trabajo forzado de Siberia y el Artico. Solzhenitsin combinó sus recuerdos personales de prisionero con incontables testimonios de esas "riadas" humanas que abastecían la maquinaria opresiva. Su aporte ayuda a entender por qué también el comunismo fue un crimen contra la humanidad.

11. Mea Cuba de Guillermo Cabrera Infante (1993). En la segunda mitad del siglo XX, Cuba fue la nueva meca revolucionaria. Ninguna obra desenmascaró mejor ese invento de propaganda que esta colección de artículos y ensayos de Cabrera Infante. Con apasionado ingenio, el notable escritor exiliado, antiguo líder del movimiento que tomó el poder en 1959, refuta las mentiras y los engaños del castrismo, "la Castradura que dura", y se trenza con los pertinaces defensores del régimen caribeño entre la intelligentsia de Europa, Estados Unidos y América latina. Merece destacarse su respuesta antológica a uno de ellos, Rodolfo Walsh, en "Invitation to Walsh", de 1968.

12. El pasado de una ilusión de François Furet (1995). En este ensayo brillante, que es de lo mejor que se escribió sobre el fenómeno comunista en el siglo XX, Furet no se propuso trazar la historia del comunismo o la URSS, sino la del influjo de la idea comunista sobre la política y la cultura: su "recorrido imaginario", que "es más misterioso que su historia real". Para generaciones de militantes y simpatizantes el comunismo fue, ante todo, una ilusión inmune a los percances de la realidad. Ese hechizo explica su vigencia y la cerrazón de sus adeptos ante los innumerables horrores que provocó. También permite comprender por qué sigue siendo una opción viable para minorías tan ruidosas como obcecadas.



LOS INTELECTUALES, LA PROPAGANDA Y LA ESCRITURA DE LA HISTORIA

Por Jorge Martínez

"Y después de eso empezaron los problemas".

Con esa frase anunciaba George Orwell su regreso a Barcelona a fines de abril de 1937, luego de haber pasado casi cuatro meses en el frente de Aragón, combatiendo como voluntario de las milicias del trotskista Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM). A poco de su llegada, la ciudad condal estalló en un conflicto abierto entre el gobierno republicano apoyado por los comunistas, y las milicias anarquistas y del POUM. Era la guerra civil dentro de la guerra civil. Combates callejeros, detenciones masivas, delaciones, torturas, ejecuciones. Orwell lo contó todo en Homenaje a Cataluña: la violencia entre supuestos camaradas, sí, pero también las mentiras, el clima de sospecha y la campaña de desinformación orquestada desde Moscú. El larguirucho escritor inglés, dos veces herido en el combate por una revolución que imaginaba pura, se iría de España para siempre decepcionado del utopismo comunista y sus mendaces defensores.

No sería el único. Arthur Koestler, marxista secreto, entró en España con la cobertura de ser un corresponsal de prensa de un diario británico asignado al cuartel general de Franco. Esa había sido la idea genial de Willy Münzenberg, cerebro propagandístico de la Internacional Comunista, para insertar un espía en el corazón del enemigo. Pero el plan no funcionó. Koestler escapó por poco de que lo arrestaran y huyó a París sólo para volver a intentarlo luego con menos suerte aún. Los nacionales lo atraparon y lo mantuvieron preso por tres meses bajo la amenaza de ejecutarlo. Mientras esperaba la muerte en la celda 40 de la Cárcel Central de Sevilla, "donde cada día era el día del Juicio Final", Koestler se dio a reflexionar acerca del sentido de la lucha en la que estaba empeñado, su moralidad y el problema del fin y los medios.

Al final la presión internacional -orientada por Münzenberg- hizo que Franco le perdonara la vida. Pero el hombre que salió del calabozo sevillano ya no era el mismo que había entrado: atrás, escribió en La escritura invisible, dejaba el "tortuoso mundo de las artimañas y los engaños, puesto al servicio de una utopía inhumana". El mundo por el que hasta entonces había luchado en cuerpo y alma.

Si al comienzo los dos bandos del conflicto español tenían una cierta paridad militar, en el plano cultural las diferencias eran abismales. La gran masa de los intelectuales y artistas de izquierda del mundo, fueran progresistas o revolucionarios, se alinearon con la República. A los nombres de Orwell y Koestler deben agregarse, en rápida mención, los de André Malraux, W.H. Auden, Stephen Spender, Louis Aragon, Pablo Neruda, un jovencísimo Octavio Paz, Ernest Hemingway, John Dos Passos, Paul Eluard, Antoine de Saint-Exupéry y, desde luego, los españoles Pablo Picasso, Rafael Alberti (que luego partiría al exilio), Miguel Hernández y Federico García Lorca (ambos muertos durante la guerra), José Bergamín, Antonio Machado o Ramón J. Sender.

Artistas militantes

Arte y militancia se mezclaban entre los republicanos. Malraux, encarnación del escritor aventurero, organizó una escuadrilla de aviación en los primeros meses del combate, viajó por Estados Unidos defendiendo la causa republicana y en 1937, todavía bajo el influjo del estalinismo, publicó La esperanza, una de las grandes novelas surgidas de la guerra. Su efectividad propagandística solo fue superada por el Guernica de Picasso y, tal vez, por la más popular -aunque no la mejor- de las novelas de Hemingway: Por quién doblan las campanas.

El norteamericano presumía de independencia frente a los agentes comunistas de la República pero la historia demostró que también él fue usado para imponer el relato que dictaban los soviéticos. Sólo así se explica su negativa a acompañar a Dos Passos, un antiguo amigo literario, en el reclamo por la suerte de José Robles Pazos, profesor y traductor izquierdista que fue secuestrado y asesinado por las fuerzas republicanas. Dos Passos nunca pudo aceptar el crimen de quien había sido su traductor al español (le debemos una excelente versión de Manhattan Transfer), como tampoco la frialdad con la que Hemingway le comunicó la noticia, al tiempo que le reprochaba sus ingenuas simpatías por los anarquistas. Esa muerte injusta terminó con la amistad entre ambos.

El bando nacional también contó con la adhesión de algunos intelectuales, dentro y fuera de España. Dionisio Ridruejo, José María Pemán, Manuel Machado, Pedro Laín Entralgo, Paul Claudel, Robert Brasillach, Henri Massis, Pierre Drieu La Rochelle, Hilaire Belloc, Evelyn Waugh o Ezra Pound tomaron partido contra el espíritu revolucionario (anarquista, comunista y anticristiano) que animaba a los republicanos. Mientras duró el conflicto sus voces exaltadas de ningún modo pudieron contrarrestar al potente coro de sus adversarios. Silenciados los cañones, esa disparidad se profundizó. Ocurrió entonces lo insólito: el bando derrotado en el campo de batalla fue el que se impuso en la contienda por la historia. "La guerra civil española -escribió el historiador inglés Antony Beevor- es uno de los comparativamente pocos casos en los que la versión más aceptada de los hechos fue escrita más persuasivamente por los derrotados que por los ganadores del conflicto".

Afirmación pertinente pero incompleta: el mismo fenómeno se verificó después del enfrentamiento interno argentino de los años "70, que fue nuestra moderna guerra civil.

(De www.laprensa.com.ar)

1 comentario:

agente t dijo...

Sin duda el mérito de haber captado antes el auténtico ser del comunismo lo tiene Bertrand Russell, a quien su viaje a la URSS recién nacida no le produjo ninguna ilusión inmune a la cruda realidad. Y tiene más mérito aún si pensamos que era un intelectual izquierdista que pese a ello no dejó de usar la lógica y no se dejó arrastrar por el fanatismo sectario.