Por Carlos Rangel
El socialismo inca
Contra la fuerza del razonamiento de Engels, los incas lograron, según parece, edificar y mantener un imperio de cerca o más de un millón de súbditos, y esto sin contar siquiera con la escritura. Por lo mismo, hay que reconocerles un genio político poco común. Sin embargo, la exaltación “tercermundista” (y desde luego antiimperialista, y por lo tanto válidamente nacional para cada país latinoamericano y no sólo para el Perú, Ecuador y Bolivia) del socialismo inca, se demuestra en la práctica tan arbitraria como el abultamiento fantástico de la población precolombina; y es en todo caso contraproducente (si se examina de cerca la cuestión) como argumento a favor del socialismo, salvo como el sistema más apropiado (en su forma perfecta, totalitaria) en relación con la población (caso del antiguo Perú y, es cierto, de zonas cada vez más importantes del llamado Tercer Mundo) pero de ninguna manera como un sistema prometedor de libertad o de abundancia; y menos todavía de la libertad en medio de la abundancia.
Según Leguízamo (o quien haya escrito lo que a Leguízamo se atribuye) el Imperio inca antes de la llegada de los españoles era una sociedad tan perfecta y tan virtuosa que no había ni un solo ladrón, ni un solo hombre vicioso, ni un solo hombre ocioso, ni una sola mujer adúltera. Quien tuviera en su casa cien mil pesos en oro y plata, podría tranquilamente dejar la puerta abierta, con apenas una escoba o un pedazo de leño en el umbral como seña de no estar el dueño en casa, etc.
El historiador romántico norteamericano William Prescott…sostiene que en el Perú precolombino “nadie era rico, pero nadie era pobre”…“La ambición, la avaricia, el deseo de cambiar de estado, todas esas pasiones que agitan al espíritu humano, no encontraban lugar en el pecho de un peruano”. Al socialista utópico y romántico que era Prescott no le pasa por la mente que en la medida en que tales afirmaciones guarden alguna relación con la realidad, podría dárseles una interpretación harto diferente a la operación “espontánea” de la virtud “natural” del “buen salvaje” antes de la “caída” que habría sido toda civilización mercantil, y sobre todo la ambiciosa, fáustica civilización occidental.
Una explicación, por ejemplo, como la que propone Louis Baudin para quien el Perú precolombino fue testigo de un ensayo sin duda interesantísimo, pero ni “buen salvajista” ni mucho menos libertario, de racionalización de la sociedad, basado en la absorción totalitaria del hombre por el Estado; un sistema en el cual el bienestar de cada cual estaba asegurado en un nivel mínimo y aproximadamente igualitario (para los hombres comunes y corrientes, no para los dirigentes, quienes tenían privilegios en escala ascendente, según su jerarquía) a cambio de una rígida subordinación al plan de cada existencia individual. Los planificadores ideaban e imponían normas de producción, distribución y consumo, para cuyo efecto toda la población está organizada en una pirámide de jerarquías rígidas y sacralizadas, con todo el poder y toda la responsabilidad concentrados en los dirigentes.
En tal sistema, cada campesino tenía contacto sólo con su centurión, y prácticamente jamás se apartaba del valle donde había nacido. Estos campesinos “rasos” (99% de la población) no recibían educación, salvo la más somera, especializada y estrechamente relacionada con sus funciones específicas. Cada hombre tenía que obedecer ciegamente a sus superiores, bajo amenaza de terribles castigos. Los centuriones, a su vez, conocían varios valles y tenían alguna educación. Cuanto más alto estuviera un hombre en este aparato de control social, mayor era su prestigio y más amplios sus conocimientos y sus horizontes. Pero nadie, salvo los más altos señores, viajaba jamás por gusto o en asuntos particulares. Aparte de los incas, sólo mensajeros o funcionarios podrían trasladarse de un sitio a otro del Imperio. Quien se encontrara fuera de su sitio sin justo motivo, era castigado como delincuente.
En su prólogo al libro de Boudin, Ludwig von Mises escribe: “De estas páginas emergen los contornos sombríos de la vida bajo un régimen colectivista: el espectro del ser humano privado de la cualidad esencialmente humana de elegir y actuar. Los súbditos de los incas eran seres humanos sólo en el sentido biológico. De hecho, eran mantenidos como el ganado en el corral. Al igual que el ganado no tenían preocupación material alguna, porque su mejoramiento personal no dependía de su propia conducta”.
Las reducciones del Paraguay
Sólo los jesuitas simpatizaron con la independencia de Hispanoamérica y por razones muy particulares, originadas en la expulsión de la orden de todos los dominios del rey de España en 1767, tras haber los discípulos de San Ignacio logrado edificar en América un orden teocrático-cristiano sin duda deprimente para un espíritu liberal, pero que es uno de los pocos ejemplos históricos de un régimen socialista consecuente con su principio.
Los jesuitas llegaron al Paraguay en 1588. En poco más de un siglo (antes de 1700) alcanzaron a tener establecidas en esa región del “hinterland” hispanoamericano unas treinta misiones llamadas reducciones, con no menos de 100 mil indios. (Reducir: persuadir o atraer a uno con razones y argumentos. Sujetar a la obediencia. Diccionario de la Real Academia Española).
Cada reducción irradiaba de una plaza central, uno de cuyos lados estaba ocupado por la iglesia y su sacristía, y los otros tres por dormitorios para 100 o más familias con estancias separadas para cada familia. En la madrugada, los varones en edad de trabajar salían hacia los campos de labranza, encabezados por un hermano jesuita, acompañados con música y llevando en andas la imagen de un santo. En el camino, la procesión se detenía además varias veces a orar en estaciones que eran otros tantos santuarios.
Gradualmente según los requerimientos de la labor, pequeños grupos se iban desgajando del cuerpo principal hasta que habiéndose distribuido todos los indios sobre la tierra cultivada, el sacerdote y los músicos regresaban a los cobertizos. A mediodía, antes de almorzar, nuevas devociones y descansos. Luego más trabajo, y poco antes de la puesta del sol, el mismo jesuita y los mismos músicos recogían el rebaño de indios.
Otros indios, igualmente encuadrados, se ocupaban del ganado. Otros de artesanía. Todo era propiedad comunitaria, un concepto que, no por accidente, los modernos partidos socialcristianos han querido refrescar, aunque nadie sepa a ciencia cierta cómo podría aplicarse en una sociedad moderna, donde el paternalismo y la “socialización” de la propiedad dan resultados que ya no pueden calificarse de imprevisibles. A cambio de su trabajo los indios “reducidos” recibían parte de lo que “importaba” a cambio de la “exportación” del excedente (cosas tales como cuchillos, tijeras y anteojos).
La actitud de los jesuitas hacia los indígenas era la de adultos encargados de la guardia y custodia de menores permanentes, de niños de quienes no se suponía ni se esperaba que llegarían nunca a la edad adulta, a la razón y a la madurez. Los “neófitos” (como se les llamaba) no recibían ningún estímulo hacia la responsabilidad sólo hacia la obediencia. ¿No es esta la realización, tan perfecta como será jamás posible, de una especie de “ciudad de Dios” en la tierra o República platónica? Cabe preguntarse si en el fondo, esencialmente, el pensamiento político cristiano no realizó su ideal perenne, imperecedero en la sociedad edificada por los jesuitas en el Paraguay en los siglos XVII y XVIII.
(Extractos de “Del buen salvaje al buen revolucionario” de Carlos Rangel-Editorial CEC SA-Caracas 2015).
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