El mal y el bien, coexisten en todas las épocas y en todos los seres humanos, aunque en distintas proporciones. El mal es el error, la contravención a las leyes naturales, ya que produce efectos indeseados tanto en quienes lo cometen como en quienes reciben sus efectos. También aquí tiene validez la ley de “acción y reacción”, ya que no hay mal que afecte a alguien sin afectar a quien lo produce, aunque muchas veces nos parece que no es así.
Mientras que el mal en “pequeña escala” ha existido desde épocas remotas, el mal en “cantidades industriales” surgió con las ideologías totalitarias de los siglos XIX y XX. Andrew Delbanco escribió: “En nuestro mundo desencantado, un respetable historiador ha señalado en fecha reciente que, al vernos enfrentados a criminales de masas como Hitler y Stalin, debemos «diferenciar prudentemente entre los trastornos mentales invalidantes del individuo y las rachas de locura que en ningún caso deberían eximir a nadie de responsabilidad»”.
“Tal distinción es irrelevante, por cierto, para los varios millones de personas que han muerto a manos de ellos. ¿Cuál es la relevancia de afirmar que el creador de los campos de concentración o del GULAG era víctima de un «trastorno mental»? ¿Cuál es relevancia de designar a tales monstruos como gente mentalmente trastornada, y de embarcarse en un debate escolástico acerca de si la etiqueta precisa de la locura los exime de su responsabilidad? ¿Por qué no podemos denominarlo simplemente el mal?” (De “La muerte de Satán”-Editorial Andrés Bello-Santiago de Chile 1997).
Si se quiere sintetizar el problema de los totalitarismos, puede decirse que libertad y responsabilidad deben ir siempre juntas si se buscan buenos resultados. Si falta una de ellas, se pierde la otra. Así, un individuo que tiene libertad pero que carece de responsabilidad, es un peligro para la sociedad. (Ejemplo, el conductor de un automóvil que es irresponsable). Por otra parte, a quien carece de libertad no se le puede, en principio, exigir responsabilidad. (Ejemplo, quien es esclavizado física y/o mentalmente bajo un régimen totalitario limitándose a cumplir órdenes).
Esta ha sido justamente la justificación que buscaron los criminales nazis para quedar exculpados de sus acciones. En realidad, tal justificación tendría validez si sólo existiesen las leyes humanas y no existiesen las leyes naturales o leyes de Dios. Sin embargo, al existir estas últimas, son las que tienen un rango mayor y una prioridad absoluta. Tal es así, que no todos los militares alemanes actuaron bajo la voluntad expresa de Hitler, como es el caso de un jerarca que compraba remedios, con su propio dinero, para ofrecerlos a los detenidos en el campo de concentración bajo su mando.
En cuanto a la responsabilidad que le tocaba a cada individuo, aún cuando estuviese bajo órdenes estrictas en un sistema totalitario, siempre han surgido interrogantes. Delbanco agrega: “La intransigencia asociada a interrogantes como éstas llevó a Hannah Arendt a tocar un punto sensible al proclamar…lo que ella misma ha llamado la «trivialidad del mal». Y creyó encontrar el símbolo último de esta trivialización en la persona de Adolf Eichmann, uno de los gestores de la maquinaria homicida del nazismo: un individuo meticuloso, leal, eficiente, que permaneció impasible dentro de la cámara de cristal durante el juicio en Jerusalén, con algo parecido a una mueca de disgusto y una sonrisa de afectación en el rostro. Era como la imagen quintaesenciada del mal en su forma contemporánea”.
“Una imagen fascinante. Consiguió dejar grabada en nuestra mente una verdad: la disciplina burocrática que las organizaciones modernas tanto valoran y recompensan, propicia una suerte de determinismo de naturaleza exculpatoria («obedecía órdenes», «cumplía con mi labor»). El yo, parecía decirnos Eichmann, se ha transformado en una sumatoria de deberes y funciones más que en una entidad moral responsable. Sonaba abrumadoramente habitual, no tanto una deformación como la norma. La conclusión más aterradora de Arendt era que, de hecho, el concepto del mal puede ser incompatible con la naturaleza misma de la vida moderna”.
“Vivimos en el siglo más brutal de toda la historia humana [se refiere al siglo XX], pero en lugar de dar un paso adelante para quedarse con el crédito, el diablo se ha vuelto invisible. Paulatinamente, los nombres con los que alguna vez fuera designado (la terminología cristiana le dio el nombre de Satán, el marxismo aportó términos como «clases explotadoras», el psicoanálisis prefirió otros como «represión» y «neurosis») han quedado desacreditados en uno u otro sentido, y nada ha venido a sustituirlos”.
En cuanto a los “deberes de un ciudadano cumplidor de la ley”, Hannah Arendt escribió: “Eichmann tuvo abundantes oportunidades de sentirse como un nuevo Poncio Pilatos y, a medida que pasaban los meses y pasaban los años, Eichmann superó la necesidad de sentir, en general. Las cosas eran tal como eran, así era la nueva ley común, basada en las órdenes del Führer; cualquier cosa que Eichmann hiciera la hacía, al menos así lo creía, en su condición de ciudadano fiel cumplidor de la ley. Tal como dijo una y otra vez a la policía y al tribunal, él cumplía con su deber; no sólo obedecía órdenes, sino también obedecía la ley”.
“Ciertamente, este estado de cosas era verdaderamente fantástico, y se han escrito montones de libros, verdaderas bibliotecas, de muy «ilustrados» comentarios jurídicos demostrando que las palabras del Führer, sus manifestaciones orales, eran el derecho común básico. En este contexto «jurídico», toda orden que en su letra o espíritu contradijera una palabra pronunciada por Hitler era, por definición, ilegal” (De “Eichmann en Jerusalén”-Editorial Lumen SA-Barcelona 2001).
Puede decirse que la conciencia moral es el proceso por el cual el ser humano tiende a vislumbrar la existencia de leyes naturales a las cuales debe responder prioritariamente, mientras que la ausencia de ese proceso puede llevarlo a obedecer ciegamente a órdenes que se oponen al objetivo aparente del orden natural, implícito en la ley natural, tal la supervivencia de la humanidad con todos sus integrantes. Arendt agrega: “Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos «no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos «debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos”.
La manifiesta peligrosidad de nazis y socialistas radica esencialmente en el reemplazo de Dios por Hitler y Lenin, respectivamente, orientados bajo una fe ilimitada hacia la ideología respectiva en forma similar en que el creyente orienta su fe hacia Dios y a los Libros Sagrados. De esa forma, los totalitarismos adquieren el rango de falsas religiones y de sustitutos de la religión moral.
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