En las discusiones entre quienes promueven la despenalización del aborto y quienes se oponen a ello, no se contempla, al menos en parte, los que “nos diría el orden natural” si pudiera expresarse. Ello se debe a que la vida inteligente es la mayor conquista de la evolución biológica, como resultado de miles de millones de años de “prueba y error”, como proceso que actúa como un criterio de selección para el logro de resultados implícitos en las leyes naturales que rigen todo lo existente y que conforman el mencionado orden.
Bajo un aparente principio de complejidad-consciencia, por el cual el universo tiende a establecer organismos cada vez más complejos y con aptitudes que les permiten ser conscientes de sí mismos y del universo, surge esa posibilidad de autoconciencia del universo. De lo contrario, sin la vida inteligente que lo contemple, el universo sería un conglomerado de materia y energía sin una finalidad aparente. De ahí que la aparición del hombre, en cierta forma, constituye la finalidad evidente de todo lo existente.
El universo entero parece colaborar para la aparición de la vida inteligente. Tal es así que, para construir nuestro cuerpo y nuestro cerebro, la mayor parte de los átomos que los constituyen fueron en el pasado partes integrantes de alguna estrella, hoy inexistente, que los generó en el proceso de fusión nuclear y que, luego de agotar su combustible, los arrojó al espacio como residuos que, finalmente, encontraron otros destinos, llegando así a ser partes de cada uno de nosotros.
Blaise Pascal comparaba la enormidad del universo con la pequeñez del hombre, pero advertía que, mientras que el universo no puede conocernos, el hombre puede conocer al universo. La grandeza del hombre no radica, por supuesto, en su pequeñez espacial, sino en su capacidad para adquirir y transmitir la información necesaria para lograr una permanente supervivencia.
Lo admirable de todo esto es que, a partir de ciertos procesos fundamentales a nivel atómico, como los fenómenos físicos descriptos por la electrodinámica cuántica, que constituyen los fundamentos de la química y que llevan implícitos los de la biología, finalmente permiten el surgimiento de la vida inteligente. Esta inteligencia implícita en las leyes naturales básicas, es abrumadoramente superior a la inteligencia humana, sumadas todas las inteligencias individuales. Sólo así se concibe la estructura y finalidad aparente del orden natural.
Sin embargo, luego de un prolongado proceso evolutivo, que va desde la materia a la vida, hay quienes suponen, ignorando todo ese proceso, que el hombre “tiene derecho” a destruir niños en gestación si su nacimiento le ha de ocasionar ciertas incomodidades, sin tener presente que un niño es lo más valioso de todo lo existente.
A la sabiduría infinita del orden natural se opone la ignorancia ilimitada de importantes sectores de la sociedad. Si el orden natural pudiese expresarse, nos diría que está decepcionado de los hombres (o de muchos de ellos) porque no han sabido valorar los efectos de miles de millones de años de evolución cósmica ni tampoco han sabido valorar la infinita sabiduría asociada a un conjunto de simples leyes físicas que admiten la posibilidad de la autoconciencia del universo.
En décadas pasadas, cuando el vínculo matrimonial era respetado tanto interna como externamente, en la mayoría de los casos, la llegada de un nuevo hijo se aceptaba reconociendo todo su valor. Entonces, muy pocos aceptaban la posibilidad de haberlo eliminado en su etapa de gestación. Con el tiempo, cuando la sociedad fue abandonando los valores afectivos (o morales) junto a los intelectuales, limitó la búsqueda de la felicidad al placer asociado a los vínculos íntimos, muchas veces desligados de toda responsabilidad y de compromisos hacia el futuro, incluso desligados de toda afectividad.
Pareciera que el hombre dejó de ser la culminación del proceso de complejidad-consciencia para constituirse en un simple animal de placer y diversión, que desvirtúa e ignora todas las potencialidades asociadas a los atributos naturales que nos ha otorgado el proceso evolutivo. Ignorando nuestra naturaleza humana, se llega a aceptar la destrucción premeditada y consciente de la vida en gestación. El principio de placer y diversión lo justifica todo, incluso la muerte de inocentes si es que esas vidas en gestación constituirán un obstáculo que se opondrá al “sagrado” placer genital.
El hombre posmoderno se ha convertido en un dictador que se rebela contra todo lo que, entiende, se opone al logro de placer y diversión. Se burla, además, de quienes le hablan de Dios, o del orden natural, o de la finalidad aparente del universo; se burla de todo lo que no entra en su mente invadida y dominada por la habitual soberbia del ignorante.
Marco Tulio Cicerón decía que, para ser libres, “debemos ser esclavos de la ley”. En el mismo sentido, puede decirse que el hombre es libre cuando se adapta a la ley natural. Por el contrario, el hombre libertino pretende que las leyes humanas lo autoricen a destruir vidas en gestación porque, de nacer el niño indeseado, no se convertirá en una fuente de felicidad y de sentido de la vida, por cuanto el libertino no busca adaptarse al orden natural y a la voluntad implícita en sus leyes, sino que busca que las leyes se adapten a su vocación por escapar de la realidad y del mundo que deplora.
Para colmo, el libertino pretende que el resto de la sociedad (a través del Estado) se haga cargo, monetariamente hablando, de las consecuencias de su irresponsabilidad. Peor aún, pretende que la ley obligue a los médicos a ser cómplices involuntarios de sus fechorías destructivas. Pretende que la sociedad entera adopte, como valor supremo, el derecho irrestricto al placer y la diversión que el hombre-masa ha considerado como la finalidad del hombre. Propone que se haga su voluntad y no la de Dios, o la voluntad aparente del orden natural, ya que su soberbia no conoce límites y cree ser tan importante como el propio universo.
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