En forma semejante a los estados fascistas, la Argentina mantiene una estructura de corporaciones favorecidas inicialmente por el peronismo. Así, existen corporaciones sindicales, empresariales, políticas, judiciales, etc., que se disputan el poder y que se atacan o colaboran en función de sus intereses sectoriales o personales. Una sociedad democrática, por el contrario, está constituida por individuos que conforman el agrupamiento único de la Nación. José Luis Espert escribió: “La Argentina debería ser un país desarrollado, pero no lo es. ¿Por qué? Porque tres corporaciones se la fuman en pipa”.
“Hablo de los empresarios prebendarios que le venden a la gente, a precio de oro, lo que afuera se consigue por monedas. Hablo de los que ruegan por más obra pública porque al parecer en la Argentina, sin el dinero de los contribuyentes, no se construye ni un nicho de cementerio. Hablo de los sindicatos, que dicen defender los derechos de los trabajadores y que se comportan como «empresas»; digo empresas entre comillas, porque los sindicalistas, aunque ganan sumas incalculables, no invierten un peso de sus bolsillos y o asumen el menor riesgo. Y hablo, en fin, de los políticos, que con el canto –o para estar a tono con el pasado reciente, con el relato- de la «mejora distributiva», le sustraen a cada trabajador, a través de los impuestos, el equivalente a la mitad de un año de trabajo. La Argentina no vive con estas corporaciones: vive para ellas. Por eso no es un país desarrollado” (De “La Argentina devorada”-Galerna-Buenos Aires 2017).
En cuanto al gremialismo argentino, puede tenerse una idea de su poderío teniendo presente que el gremio de los camioneros tiene la posibilidad de paralizar todo el país si a su máximo dirigente se le viene en gana. Tal poderío implica poder presionar y hasta extorsionar a gobiernos y empresas si no son satisfechas sus demandas. De ahí el poco interés de hacer inversiones importantes en el país, tanto por parte de capitalistas locales como extranjeros, ya que son los gremios quienes “deciden” el monto de los sueldos que han de cobrar sus agremiados en forma independiente de las posibilidades empresariales.
Una de las aberraciones de la ley vigente implica que el aporte a los sindicatos es obligatorio, y no voluntario, como señala la Constitución respecto de todo tipo de asociación. Cesar Augusto Gigena Lamas escribió: “Habrá que terminar con la perniciosa costumbre de los descuentos, solicitados por el sindicato, homologados por el gobierno y llevados a cabo por las empresas. Se supone que la afiliación es voluntaria. Si es así, que cada uno concurra al sindicato y abone puntualmente su cuota, en la medida en que realmente tiene deseos de participar de la organización gremial”.
“He oído muchas veces a quienes dicen que eso no debe ni puede ser porque de esa manera el sindicato no recaudaría un solo peso. Pero el que eso sostiene o es un cínico o es un estúpido, porque lo único que se prueba de esa manera es que los sindicatos, tal como están organizados en la actualidad, no cuentan con el apoyo fervoroso y unánime de sus afiliados. Si yo me siento protegido por mi sindicato, si realmente entiendo que defiende mis intereses, ¿qué inconveniente podré tener en concurrir mensual o trimestralmente a su sede para dejar los pesos que se me piden como cuota de afiliación? Si no lo hago, será porque algo anda mal. Obligar a los patronos a obrar como agentes de retención de los sindicatos demuestra muy a las claras cuán lejos hemos llegado en la perversión del sentido de lo correcto en esta Argentina de hoy”.
Entre los avances promovidos por los sindicalistas aparece la posibilidad de que los empleados, por ley, tengan ingerencia en las decisiones empresariales. Gigena Lamas escribe al respecto: “La co-gestión supone que los obreros y empleados de una empresa, o sus representantes libremente elegidos, deben tener la posibilidad de participar en las decisiones que hacen a la empresa, y ejercer un control sobre todos los aspectos del proceso industrial (o de servicios, o de comercialización, etc.). Esta idea parece en sí misma bastante mala, porque implica un injustificado cercenamiento del derecho de propiedad del empresario, quien está arriesgando su capital y debe tener un absoluto control de la forma en que este capital se desenvuelve. Porque realmente no se ve a qué título los trabajadores pueden tener derecho a esta co-gestión, ya que allí juega un factor muy especial que es la responsabilidad: el dueño del capital invierte, y si gana, ganan todos, porque habrá mejores salarios, más producción, etc.”.
“Habrá manejado su capital con acierto, pero si no es así, si lo pierde en un mal ejercicio económico, entonces el único perjudicado real es él, que se ve despojado de sumas que seguramente costó muchos años reunir. Los trabajadores, si toman parte en la co-gestión, se ven beneficiados cuando hay ganancias, pero…cuando hay pérdidas…¿de quién es la responsabilidad? ¿Van ellos a aportar su cuota de capital en una nueva empresa, para tentar suerte otra vez? Puede que sí; pero lo más lógico es que no lo hagan, ya que si tuvieran su propio capital para invertir no estarían trabajando en relación de dependencia” (De “Nosotros, los liberales”-Ediciones La Bastilla-Buenos Aires 1972).
En el mismo sentido ha aparecido la figura de las “empresas recuperadas”, es decir, empresas que pasan a manos de los empleados en caso de tener que cerrar sus puertas. El inconveniente que tiene esta modalidad de tipo socialista es que ningún capitalista ha de arriesgarse a perder todo su capital en el caso de que fracase su emprendimiento. Además, si los empleados saben que en caso de fracaso empresarial serán los nuevos dueños, no sería nada raro que trataran de sabotear su lugar de trabajo para favorecer esa posibilidad.
También la participación de los empleados en las ganancias empresariales, adoptando el papel de accionistas sin aportes de capital, ha sido promovida por los sindicatos. Gigena Lamas escribe al respecto: “El otro tema que se ha agitado frecuentemente en los últimos tiempos ha sido el de la participación de los trabajadores en las ganancias de las empresas. Es un sistema como cualquier otro de retribuir el trabajo, pero no lo creemos conveniente, porque sólo funciona en los años buenos. Cuando la empresa da pérdidas, no hay participación alguna. Más razonable parece el sistema actual, en el que un cierto trabajo es compensado con una cierta remuneración. Si la empresa avanza, si prospera, también el trabajador ha de prosperar porque, como en el caso anterior, habrá mejores salarios y bonificaciones y quizás beneficios de otro orden que no sean exclusivamente monetarios. Pareciera que en la práctica este sistema ha dado malos resultados y en Alemania fue rechazado, después de una prolongada experiencia, por los mismos obreros a quienes se suponía que beneficiaba. Es lo de siempre: nadie sabe mejor que el propio interesado cuáles son sus mejores intereses. Con lo que se prueba una vez más esta excelente premisa liberal”.
Alguien puede aducir que las ventajas propuestas por los gremialistas son puestas en práctica por algunas grandes empresas internacionales. Al respecto, debe hacerse una distinción entre otorgar ventajas y concesiones a los empleados por iniciativa empresarial voluntaria y otra cosa muy distinta es la obligatoriedad de establecer esas concesiones mediante leyes laborales. Como ante se dijo, la ley no debe restringir los derechos de la propiedad individual porque ello implica posteriormente perjuicios para todos.
Por lo general, la corporación sindical tiende a considerar como “trabajador” solamente a quien labora en relación de dependencia, tendiendo siempre a establecer divisiones y antagonismos entre sectores. En cierta forma se da a entender que la mano de obra es el único, o el principal, factor de la producción, por lo cual se lo debe compensar de mejor manera en que se lo hace normalmente. El citado autor agrega al respecto: “A lo largo de todo este capítulo, y quizá del libro, habrá advertido el lector que he usado la palabra «trabajador» para designar a aquellos que cumplen tareas en relación de dependencia. He sucumbido como autor, a una confusión semántica que repudia mi condición de ciudadano. Durante la dictadura de Perón, se llamó trabajador a todo aquél que se desempeñaba en tareas manuales y si era un obrero no especializado, mejor. De esta manera, se pretendía llevar al público la convicción de que sólo esos sectores trabajaban. Los demás éramos lacras sociales, parásitos, alimañas a las que era prudente destruir. Vivíamos –parece- a expensas de los demás y nada aportábamos al proceso económico nacional”.
“Como es fácil advertir, esta confusión fomentada por el tirano no era nada más que eso, confusión, y poco o nada tiene que ver con la realidad. Todos los que nos ganamos el pan de cada día, todos los que desde cualquier puesto en la vida nacional, asalariados o independientes, aportamos una pequeña parte al engrandecimiento de la Nación Argentina, todos, somos trabajadores. El obrero con el martillo, el cirujano con su escalpelo, el abogado con sus expedientes, el vendedor que ofrece sus productos, todos damos lo mejor de nosotros para que haya un país más rico….”.
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