La Biblia, al contemplar la lucha histórica existente entre el bien y el mal, propone, como objetivo de la religión moral, establecer el triunfo del primero sobre el segundo. Cuando la Iglesia Católica pierde de vista este objetivo, entra en una etapa de neutralidad o tibieza ética adoptando posturas intermedias entre el bien y el mal, o bien adoptando decididamente posturas colaboradoras del mal.
Esto se observa principalmente en la neutralidad adoptada respecto del liberalismo y el socialismo, colocando a la democracia política y económica propuesta por el liberalismo a la altura de los totalitarismos socialistas que tantas catástrofes sociales produjeron durante el siglo XX. No resulta extraño que también la Iglesia haya simpatizado con posturas de “tercera posición” como fue el caso del fascismo. Incluso la actual conducción de la Iglesia coincide ideológicamente con el marxismo-leninismo al aceptar la Teología de la Liberación.
A los sistemas políticos y económicos debemos valorarlos tanto por sus estructuras como por sus resultados al ponerlos en práctica. En cuanto al “pecaminoso” liberalismo, se lo debe analizar a partir de sus postulados básicos sin caer en la desafortunada descalificación al considerar como “capitalista” toda economía en la cual ni siquiera se establece un mercado competitivo. De ahí que la Iglesia tiende a asociarse con el marxismo utilizando argumentos anticapitalistas similares. Es un caso parecido al de los detractores del cristianismo cuando observan los desvíos de los falsos religiosos al culpar a Cristo por las fechorías concretadas por quienes, aduciendo ser sus seguidores, poco esfuerzo realizan por cumplir con los mandamientos bíblicos.
El “pecaminoso” liberalismo promueve, en su propuesta económica, la división o especialización del trabajo, necesaria e imprescindible para establecer economías eficaces. A partir de esa especialización le sigue el intercambio en el mercado. Para que los intercambios se mantengan en el tiempo, es imprescindible que exista un beneficio simultáneo entre las partes que intervienen (lo que resulta compatible con el “amarás al prójimo como a ti mismo”).
Debido al egoísmo propio de las personas normales, el liberalismo propone una competencia entre consumidores de manera de elevar los precios para que haya suficiente producción. También promueve una competencia entre productores de manera de reducir los precios para que haya suficiente consumo. Con precios que no son altos ni bajos, se llega a un punto de equilibrio que es el precio de mercado. En síntesis:
1- División del trabajo
2- Intercambio en el mercado
3- Beneficio simultáneo (o cooperación social)
4- Competencia entre consumidores
5- Competencia entre productores
Es oportuno mencionar que no existe una clase social de consumidores y otra clase social de productores, por cuanto los intercambios en el mercado son establecidos esencialmente por productores de bienes y servicios (antes del intercambio) que pasan a ser consumidores (luego del intercambio).
Supongamos el caso del empresario Fulano que fabrica el artículo X a buen precio y de buena calidad. Tenderá a dominar el mercado local, luego el nacional y finalmente el mercado mundial. Es alguien exitoso que da trabajo a mucha gente y beneficia con su producto a muchos más. Es evidente que, al convertirse en un nuevo rico, no perjudicó a nadie, sino que se limitó a producir y a establecer intercambios en el mercado. Sin embargo, según la versión antiliberal y anticapitalista, se dirá que “está mal que haya concentración de riquezas de pocas manos”, o que “haya ricos habiendo también pobres”, o que la pobreza de muchos se debe “al egoísmo de tipos como el empresario Fulano”.
En forma semejante, supongamos que existe un país denominado Capitalandia, al cual lo integran muchos empresarios como el mencionado. Pronto dominará el mercado mundial y se dirá de ese país que “establece un imperialismo económico” y que “la pobreza de los países subdesarrollados” se debe a Capitalandia. De ahí que los detractores de la producción y distribución eficaz propongan limitar el accionar de empresarios como Fulano y derrumbar violentamente a países como el mencionado.
Puede apreciarse que una economía de mercado no presenta aspectos negativos como lo sugiere la Iglesia y el marxismo-leninismo. Nunca un sistema capitalista, como el esbozado sintéticamente, ha producido los encarcelamientos de tipo socialista, ni las hambrunas como en las épocas de Mao, ni los asesinatos masivos de las épocas de Stalin. De ahí que comparar al liberalismo con el socialismo, como dos males que deben superarse, supone una profunda ignorancia o una mala intención de quienes aducen ser “predicadores de Cristo”. Armando Ribas escribió: “Podría decirse que el liberalismo encuentra en el cristianismo su fuente más lejana, pues fue éste el primer movimiento histórico que rescató el valor de la persona individual como criatura de Dios frente al poder temporal”.
“La epopeya argentina fue quizás el milagro del siglo XIX y le permitió al país transitar un proyecto político que se adelantaba en más de cien años a la propia Europa continental y que desde luego implicaba lo que parecía la ruptura definitiva con el medioevo de la Contrarreforma española, que llegó casi hasta nuestros días”.
“Es indudable también que ese proyecto político, llevado a cabo por liberales católicos y no católicos, tropezó en distintas oportunidades con la jerarquía eclesiástica. Tanto, que tal vez olvidamos que durante la primera presidencia de Roca, la Argentina rompió relaciones con Roma y éstas no fueron reanudadas hasta entrado el siglo XX. Las razones de este desencuentro fueron siempre políticas, pues sólo cuando la Iglesia entra en este campo puede producirse alguna coalición con el liberalismo. Éste, lejos de desconocer los valores del espíritu, tuvo como gran aporte a la humanidad la sabiduría de apartar esos conceptos trascendentes de las contingencias humanas en su lucha por el poder político” (De “Entre la libertad y la servidumbre”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1992).
La imagen más representativa de la Iglesia Católica actual es, posiblemente, la escena en la que Jorge Bergoglio bendice a Nicolás Maduro, ya que el chavismo parece encarnar la visión antiliberal y socialista del actual Papa. Entre las creencias sostenidas por el catolicismo de Roma aparece aquella que sostiene que Dios ha otorgado las riquezas de la Tierra a todos los hombres, y que, si a algunos les falta, es porque otros les han robado la parte correspondiente. Se supone que no existe creación de riquezas y que la solución de la pobreza radica en una mejor distribución de las mismas. En realidad, las materias primas constituyen un 3 o 4% del PBI mundial; el resto es producción, y no robo. Armando Ribas escribe respecto de declaraciones de Juan Pablo II: “Esta pauta insiste en la doctrina de la redistribución que se sustenta en que los bienes y servicios habrían sido dados por Dios y no producto de la acción de los hombres. Y este supuesto lo manifiesta el Papa cuando dice: «Una paz que exige cada vez más el respeto riguroso de la Justicia y, por consiguiente, la distribución equitativa de los frutos del verdadero desarrollo», y más adelante señala: «La interdependencia debe convertirse en solidaridad, fundada en el principio de que los bienes de la Creación están destinados a todos»”.
“Pero he aquí donde reside a mi juicio el error más grave de la encíclica: su valoración de las causas que generan el desarrollo. En primer lugar, los bienes no son de la Creación, sino producto del ingenio humano, como lo demuestra la historia universal, en el que el subdesarrollo era el carácter mismo de la humanidad en su conjunto”.
“Y ese ingenio humano, que produce el conocimiento y la consecuente tecnología que ha puesto de manifiesto más que nunca la relativa posibilidad de sustituir los denominados recursos naturales, se lleva a niveles de excelencia entro de determinadas formas políticas que responden a estructuras culturales que implican la aceptación de una ética en la que prima la libertad individual como determinante y destinataria del bien común”.
Los sectores antiliberales critican el egoísmo de quienes “no comparten la cosecha”, mientras que casi nunca, por motivos demagógicos, critican el egoísmo de quienes se niegan a “compartir la siembra”, viviendo esperanzados en que el Estado redistribuidor les ha de permitir vivir a costa del trabajo ajeno, considerando este proceso como “justicia social”.
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