Al existir un vínculo de tipo causal entre ideas y acciones, o entre creencias y actitudes, una descripción completa del acontecer histórico no debe prescindir de las ideas dominantes ni tampoco de los hechos concretos. Incluso resulta bastante menos dificultoso seguir el desarrollo histórico de un pueblo, no tanto por la secuencia de los hechos, sino por la descripción de las ideas predominantes en cada época.
Teniendo presente las ideas imperantes en el medioevo europeo, es posible entender con poca dificultad el posterior surgimiento del capitalismo, de la Reforma religiosa y del Renacimiento cultural. La Edad Media europea estuvo ligada al dominio de la Iglesia Católica, que impone una especie de totalitarismo teocrático, similar, en algunos aspectos, a los totalitarismos vigentes en el siglo XX, especialmente en lo que respecta a su intromisión en aspectos inherentes al ámbito estrictamente personal, como es el de las ideas o creencias adoptadas a nivel individual. Jeremy Rifkin escribió: “La lucha entre la Iglesia medieval cristiana y la incipiente clase burguesa de comerciantes y artesanos era, en gran medida, una lucha sobre orientaciones temporales competitivas y, fundamentalmente, una lucha sobre distintas imágenes del futuro”.
“Con respecto a la Iglesia, el tiempo terrenal no tenía mayor importancia. Cuando mucho, el tiempo era concebido como un mal necesario, algo que debía soportarse. Para el cristiano devoto, esta existencia en el mundo debía servir para preparar la vida eterna que los esperaba después de la muerte. Nunca se mencionaba el hecho de usar el tiempo para mejorar su suerte o el bienestar de la sociedad. En verdad dichos pensamientos podrían haber sido considerados una herejía. Sostener la noción de que este mundo podía ser mejorado era, a los ojos de la Iglesia, un pecado de orgullo. Después de todo, Dios, en su infinita sabiduría concibió su creación terrenal tal como la había deseado”.
“Cualquier hombre o mujer que se atreviera a desafiar el talento artístico de Dios tratando de efectuar cambios, corría el riesgo de recibir el castigo de la Iglesia y del Poder Divino”.
“En la Europa medieval, la Iglesia había establecido un orden apropiado para el funcionamiento de todos los aspectos de la vida social, dejando poco espacio para cambios. Cada cosa tenía su lugar apropiado y su función adecuada en el esquema cristiano de las cosas y, tal como lo señala Frederick Polak, «rebelarse contra el lugar asignado por Dios al Hombre en este mundo equivalía a cometer un pecado mortal y a desafiar al mismo trono de Dios»”.
“Aunque el creyente cristiano se encontraba firmemente situado en el mundo de la carne, su corazón, su mente y su alma siempre se ubicaban en los cielos, donde lo esperaba la salvación. Dado que esta imagen del futuro se basaba tan poco en las fortunas mundanas de las existencias terrenales, el paso del tiempo nunca fue un tema de gran preocupación o de gran importancia. La Iglesia formalizó esta imagen espiritual del futuro elogiando todas las búsquedas divinas y denigrando cualquier esfuerzo secular, especialmente aquellos que amenazaban alterar el panorama económico, social o cultural”.
“La Iglesia publicó una lista de actividades prohibidas y deshonrosas. «Virtualmente todas las profesiones medievales» fueron consideradas, en un grado u otro, inadecuadas, deshonestas e inaceptables ya que todas estaban asociadas a «los caminos de la carne». Sólo la agricultura y unas pocas actividades selectas –que incluían al orfebre, el herrero y al fabricante de espadas y, por supuesto, al clero mismo- eran eximidas de la condena de la jerarquía de la Iglesia. Mientras los bañeros y taberneros eran condenados por alentar la vida licenciosa; los carniceros, bataneros, tintoreros y cocineros eran castigados por ser impuros, y los cirujanos y barberos eran evitados por derramar sangre, la Iglesia reservaba su mayor desprecio para la clase comerciante”.
“Se suponía que el trabajo del hombre debía ser a imagen de Dios, y como el trabajo de Dios es la creación, cualquier profesión que no creara algo tangible debía ser condenada. La Iglesia atacaba a la incipiente clase comerciante acusándola de fuerza parasitaria, un grupo de conspiradores que no creaban nada de valor y que solamente explotaban el trabajo de otros” (De “Las guerras del tiempo”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1989).
La primera etapa de una pesadilla totalitaria aparece con la consolidación de un sector que se considera “poseedor de la verdad”, pero no de una verdad parcial, sino de una verdad absoluta sobre todas las cosas. Mientras que los Evangelios sugieren una actitud a adoptar respecto de Dios y de los demás seres humanos, la Iglesia medieval los interpretó como que ella era la depositaria de una misión que excedió ampliamente la tarea de difusión de una propuesta ética para ser reemplazada por un gobierno terrenal despótico ejercido sobre toda la sociedad.
La segunda etapa implica actuar con la pretensión de imponer a toda costa la “verdad absoluta” poseída. Como siempre surgen disidencias, habrá de utilizarse la violencia necesaria para lograr consenso hasta, finalmente, imponer la unanimidad. Los totalitarismos del siglo XX repiten parcialmente el proceso mencionado, aunque lo llevan a una escala mucho mayor, ya que, tanto el nazismo como el marxismo-leninismo, produjeron niveles de violencia catastróficos. John Bagnell Bury escribió: “Los cristianos, durante los dos siglos en los que fueron una secta prohibida, reclamaban la tolerancia basándose en que la creencia religiosa es voluntaria y no puede ser impuesta. Cuando su fe llegó a ser el credo dominante y tuvieron el poder del Estado detrás, cambiaron de criterio. Se embarcaron en la empresa prometedora de llevar a cabo una uniformidad completa de opiniones de los hombres sobre los misterios del universo y comenzaron una política más o menos declarada en contra de la libertad del pensamiento”.
“Los Emperadores y los Gobiernos adoptaron en parte este sistema por razones políticas; las diferencias religiosas, tan enconadas, les parecían peligrosas para la unidad del Estado. Pero el principio fundamental descansaba en la doctrina de que la salvación se encontraba exclusivamente en la Iglesia cristiana. La convicción profunda de que aquellos que no creían en sus doctrinas se condenarían eternamente, y de que Dios castiga el error teológico como si fuese el más nefasto de los crímenes, condujo naturalmente a la persecución”.
“Se consideró un deber el imponer a los hombres la única doctrina verdadera, ya que sus propios intereses eternos estaban en juego, y el evitar que los errores se extendiesen. Los heréticos eran peores que criminales ordinarios, y las penas que el hombre podía inflingirles, no era nada en comparación con las torturas que les aguardaban en el infierno. Librar la tierra de hombres que, si bien virtuosos, eran por sus errores religiosos enemigos del Todopoderoso, fue simplemente un deber” (De “Historia de la Libertad de Pensamiento”-Ediciones Populares Argentinas-Buenos Aires 1957).
La Iglesia logra el máximo poder en el siglo XII y consigue que los diversos emperadores se sumen a la lucha contra los herejes. Bury agrega: “La Iglesia introdujo en el Derecho público de Europa, el principio nuevo de que un soberano conservaba su corona a condición de que extirpase la herejía. Si vacilaba en perseguirla desobedeciendo el mandato del Papa, debía ser forzado a ello, perdía sus tierras, y sus dominios quedaban expuestos a que se incautase de ellos cualquiera a quien la Iglesia pudiera inducir a que los atacase. Los Papas establecieron así un sistema teocrático en el que todos los intereses se subordinaban al gran deber del mantenimiento de la pureza de la fe”.
El sistema totalitario impuesto por la Iglesia medieval, comienza a desmoronarse con el surgimiento de los comerciantes (burgueses) que proliferaban por las ciudades. “Burguesía: originariamente designó al habitante del burgo o de la villa que rodeaba al burgo. Posteriormente se lo identifica con el estamento social y político denominado «tercer Estado», y se lo identifica con «ciudadanía»: el «citoyen» es el ciudadano políticamente emancipado, económicamente independiente por ser propietario y con voz y voto como miembro de la nación. En los siglos XVIII y XIX es el típico representante del pensamiento ilustrado y del liberalismo” (Del “Diccionario de Sociología” de E. del Acebo Ibáñez y R.J. Brie-Editorial Claridad SA-Buenos Aires 2006).
La Iglesia nunca perdonó a la burguesía y al liberalismo su acción desestabilizadora de la sociedad feudal; y no porque el liberalismo, con su democracia política y económica, haya sido negativa para la humanidad, sino porque fue el principal artífice de la caída del totalitarismo teocrático. Es oportuno destacar que incluso Santo Tomás de Aquino promovía la posibilidad de eliminar a los herejes, escribiendo al respecto: “Acerca de los herejes deben considerarse dos aspectos: uno por parte de ellos; otro por parte de la Iglesia. Por parte de ellos está el pecado, por el que no sólo merecieron ser separados de la Iglesia por la excomunión, sino aun ser excluidos del mundo por la muerte; pues mucho más grave es corromper la fe, vida del alma, que falsificar moneda, con que se sustenta la vida temporal. Y si tales falsificadores y otros malhechores justamente son entregados sin más a la muerte por los príncipes seglares, con más razón los herejes, al momento de ser convictos de herejía, podían no sólo ser excomulgados sino ser entregados a justa pena de muerte. Por parte de la Iglesia, está la misericordia para la conversión de los que yerran. Por eso no condena luego, sino ‘después de una primera y segunda corrección’, como enseña el Apóstol Pablo. Pero, si todavía alguno se mantiene pertinaz, la Iglesia, no esperando su conversión, lo separa de sí por la sentencia de excomunión, mirando por la salud de los demás. Y aún va más allá, legándolos al juicio seglar para su exterminio del mundo por la muerte” (Citado en “Crítica de la religión y la filosofía” de Walter Kaufmann-Fondo de Cultura Económica-México 1983).
Los humanistas, promotores del Renacimiento, vuelven a poner la atención en los antiguos filósofos griegos y romanos, como Lucio Anneo Séneca y Marco Tulio Cicerón, que fueron descalificados durante la Edad Media como simples paganos, aunque sus ideas morales eran compatibles con los Evangelios. La Reforma protestante, por otra parte, significó el reemplazo de un totalitarismo por otro distinto. Bury escribió: “La justificación intelectual del levantamiento protestante con la Iglesia, había sido el derecho a la libertad de conciencia, es decir, el principio de la libertad religiosa. Pero los Reformadores lo afirmaron sólo para sí mismos, y tan pronto como elaboraron sus propios artículos de fe lo repudiaron prácticamente. Esta fue la inconsistencia más notoria de la posición protestante; pero la aspiración que ellos abandonaron no podía quedar suprimida permanentemente”.
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