El paso de la Edad Media europea al Renacimiento y luego a la modernidad, puede describirse a partir de las ideas y creencias predominantes en cada época. En este caso, se asignarán (simbólicamente) porcentajes de importancia asociados a Dios y al hombre en cada época. Así, el totalitarismo teocrático medieval puede simbolizarse con un pensamiento dominante destinado en un 90% a Dios y un 10% al hombre. El Renacimiento mostrará cierto equilibrio, digamos 50% y 50%, mientras que los totalitarismos del siglo XX, continuadores en cierta forma de la modernidad (al menos en este aspecto), revierten el porcentaje medieval con un 10% destinado a Dios y un 90% al hombre. Giovanni Papini escribió: “Todos los elementos de la naturaleza humana están presentes en todos estos siglos, pero no del mismo modo ni con la misma intensidad. En ciertas épocas algunos de estos elementos son raros, están ocultos, reprimidos, casi en sordina, mientras que en otros periodos, esos mismos elementos están más difundidos, intensificados, son más evidentes, aparentes y predominantes”.
“Esto se aplica a las épocas históricas. Reconozcamos, pues, la común naturaleza, la fundamental afinidad y las parciales semejanzas, pero consideremos también la mayor o menor emersión de ciertos caracteres según las épocas; consideremos, pues, la distinta extensión e imponencia con que en ciertos periodos se manifiestan determinadas aspiraciones y pasiones del hombre en detrimento de otras que, a su vez, se robustecen antes o después de aquellas épocas”.
“Pero las civilizaciones, como los hombres, no pueden mantenerse largo tiempo sobre los vértices y las cumbres. El triunfo de la armonía, precisamente porque es arduo y prontamente amenazado, es breve. Los males, los errores, las imperfecciones son innumerables; el bien es uno, una la verdad, única la perfección. La naturaleza humana está hecha de suerte que se demora más cómoda y largamente en la escisión de la anarquía que en la cima de la unidad”.
“Una distinción fundamental se revela a quien separa observar lo esencial, más allá de los cortinados, las vestiduras, las colgaduras de las distintas dramatizaciones históricas: la distinción entre los periodos que tienden a la unidad y a la armonía y los que tienden a los divorcios y a las posiciones extremas. Existen, en suma, épocas unificadoras y épocas disociadoras, épocas que podrían llamarse concordantes e integralistas, y épocas que se podrían llamar separatistas y extremistas. Unificadoras son el Clasicismo y el Renacimiento; disociadoras la Edad Media y la época moderna o romántica” (De “Descubrimientos espirituales”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1961).
En cuanto al paso de la antigüedad a la Edad Media, Papini escribe: “Esta bella unidad espiritual es interrumpida y en gran parte destruida al sobrevenir la Edad Media. En la nueva edad Dios es todo y el hombre menos que nada, un gusano nacido de la putrefacción del pecado; existe solamente el alma, mientras que el cuerpo es un andrajo innoble, el enemigo que se debe combatir, martirizar y hasta destruir. El ascetismo oriental, introducido en Europa por el monarquismo de origen africano, tergiversa la bella armonía del Cristianismo auténtico, de aquel que podría llamarse clásico”.
“La razón queda sometida enteramente a la fe, la ciencia a la mística, la naturaleza a lo sobrenatural. El Medioevo no es, pues, como por lo general se piensa y se dice, el apogeo del Cristianismo, sino, en cierto sentido, una alteración del verdadero Cristianismo basado en el sereno espíritu del Evangelio, tal como se había ido formando en el clima helénico y romano en los primeros siglos de la Era Vulgar, en la plenitud de su roja primavera”.
En cuanto a la nueva etapa, el Renacimiento, se tiende a cierto equilibrio entre la importancia asignada a Dios y al hombre. “Con el Renacimiento no asistimos, como muchos creen, a la insurrección pagana contra la civilización cristiana, sino, por el contrario, a la restauración de aquella admirable unidad de elementos y de fuerzas que había constituido la grandeza de la civilización clásica y que había culminado en la divina síntesis cristiana”.
“En lo esencial dice verdad Burckhart cuando establece como esencia del Renacimiento el descubrimiento del hombre y de la naturaleza, pero siempre que se entienda ese descubrimiento como reintegración de la armonía antigua y no ya como revuelta o asalto contra el Cristianismo. Puede decirse, antes bien, que el Renacimiento es en cierto modo la restitución de aquella unidad cristiana que la Edad Media, por la prevalencia de influjos no europeos, había despedazado o por lo menos desfigurado”.
El posterior cambio de época, luego del Renacimiento, resulta ser una inversión respecto del medioevo: ”Mientras que en el Medioevo el hombre no era nada y Dios era todo, en la llamada Nueva Edad Dios no es nada y el hombre es todo, y el mismo género humano, para Comte, para Feuerbach y para muchísimos otros, es divino, es el único verdadero Dios. La ciencia, y sobre todo la ciencia de las cosas visibles y tangibles, posee todos los derechos; la fe es calumniada y escarnecida, la teología en bloque colocada entre las ciencias muertas, junto a la alquimia y la astrología”.
“Parece, y es, ésta una inversión de la posición medieval, pero si bien se mira se asemeja a ella como actitud mental, porque quiere sustituir la armónica dualidad colaborante, que se revela necesaria para toda gran obra humana, por un antagonismo extremista, rebajando desmesuradamente o negando injustamente el valor de uno de los términos. La tan soberbia Edad Moderna ha vuelto, sin advertirlo, a ciertos estados o vicios del espíritu de los primitivos y de los medievales. El segundo ciclo está completo. Creemos que sería hora de tomar a aquella justa y fecunda concordia que hizo grandes a las épocas constructivas de la cultura: es decir, en el orden religioso, a un acercamiento del hombre a su Dios”.
“Más tarde, a fines del siglo XIX y principios del XX, se precipitó en el exceso opuesto, y surgieron todas las diversas escuelas de irracionalismo, se asistió a un verdadero asalto convergente contra la primacía de la inteligencia y los derechos de la razón. Bastará recordar el dionisismo anti-metafísico de Nietzsche, la filosofía de la intuición de Bergson, el pragmatismo de James y de Schiller, las teorías fáusticas de Spengler, el psicoanálisis de Freud y hoy en día ese existencialismo que es el fruto póstumo y tardío de los amores de Kierkegaard con la desesperación. La Edad Moderna comenzó adorando a la diosa Razón y a la Idea eterna, pero después de haber atravesado un no glorioso estadio de bajo materialismo, termina en el extremo opuesto, con la adoración de todo lo que se contrapone al intelecto: la voluntad, el instinto, el inconsciente, el elán vital, la acción demiúrgica y descontada; se espera ahora la aparición de una nueva síntesis en la que estén luminosamente armonizados los derechos de la realidad y de la idea, de la intuición y de la dialéctica, de la tierra y el cielo”.
En cuanto al Romanticismo, Papini escribió: “También el Romanticismo, como todas las revoluciones, fue a su modo un Renacimiento. Retomó, en efecto, a ciertos caracteres de la edad primitiva, preclásica, y a ciertos temas y aspectos de la Edad Media. Fue, pues, retorno a lo excesivo, a la antitesis, a las desarmonías, a las disonancias, a las posiciones extremas. Lo único que vale es el ímpetu del estro, y échense al fuego todas las reglas; viva el desenfreno de la imaginación y abajo la imitación de la verdad; sólo cuentan las pasiones a despecho de todos los frenos de la ley y del raciocinio; lo que es salvaje, primitivo, rudo, popular, vale más que lo culto, lo refinado, lo perfecto; el sueño es superior a la realidad, el sentimiento a la lucidez, lo maravilloso y lo terrorífico a lo natural y lo sereno; el yo furibundo y soberano está por encima de las convenciones y de los vínculos de la humana sociedad”.
“El tiranismo, es decir, la insurrección del individuo contra todos y finalmente contra Dios, es fenómeno puramente romántico y no ya, como se creyó, del Renacimiento. Y son justamente los románticos, quienes por buscarse antecesores, aunque fuesen de la edad primitiva y de la Edad Media, dieron del Renacimiento esa interpretación egoárquica, deformadora, unilateral y falsificadora que aún hoy sigue dominando la cabeza de la mayoría. Y no hay que asombrarse de esto, porque vivimos aún, después de casi dos siglos, en la edad romántica, o mejor, para ser más precisos, en el coma o en la putrefacción de la edad romántica. Lo propio de las épocas clásicas es volverse áridas, osificarse; la decadencia de las épocas románticas, que son de distinta complexión, se manifiesta en la delicuescencia y la purulencia”.
Los periodos históricos descriptos se asemejan en cierta forma a la disputa entre astrónomos respecto del sistema planetario solar, cuando unos defendían el sistema heliocéntrico (el Sol al centro) y otros el sistema geocéntrico (la Tierra al centro). En el caso de las sociedades humanas, la disputa discurrió entre los partidarios de la sociedad “egocéntrica” (el hombre al centro) contra la sociedad “teocéntrica” (Dios al centro). M. Scott Peck escribió: “Esta materia de conexión es la esencia de la distinción de Michael Novak entre lo que llamó la mentalidad «secular» y la mentalidad «sagrada». La persona con una mentalidad secular siente que es el centro del universo. Sin embargo, es probable que sufra cierta falta de sentido y cierta insignificancia porque sabe que es sólo un ser humano entre otros cinco mil millones [más de 7.000 millones actualmente] –que también se sienten el centro de las cosas- que se las ingenian para existir en la superficie de un planeta de medianas dimensiones que da vueltas alrededor de una pequeña estrella entre innumerables estrellas en una galaxia perdida entre innumerables galaxias. La persona con una mentalidad sagrada, por otra parte, no siente que es el centro del universo. Considera que el Centro es otro y que está en otra parte. Sin embargo, es poco probable que se sienta perdida o insignificante, precisamente porque extrae su significado y su sentido de su relación, su conexión, con ese centro, ese Otro” (De “Un mundo por nacer”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1996).
En vista al futuro, nos encontramos con una naturaleza humana surgida de un proceso evolutivo que nos exige conocerla para una posterior adaptación al orden natural. No parece adecuada la hipótesis de un Dios que interviene en los acontecimientos humanos, como antes se pensaba, sino la imagen de un universo regido por leyes naturales invariantes que debemos conocer para luego responder mediante la adaptación cultural. Si antes fracasó la teocracia indirecta, que devengó en totalitarismo teocrático, ejercido por los supuestos representantes de Dios, y también fracasó el totalitarismo político y económico, ejercido por los seguidores de trastornados líderes que jugaron a reemplazar a Dios, queda para el futuro la opción de una teocracia directa; el gobierno directo de Dios a través de las leyes naturales que habrá de comenzar cuando el hombre mismo lo decida.
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