Las contradicciones entre la prédica socialista y las acciones concretas establecidas por sus seguidores se deben esencialmente a que la envidia es un defecto personal encubierto con muchos disfraces. De ahí que el combate ideológico contra el socialismo debería comenzar con el esclarecimiento de la envidia. Se mencionan a continuación fragmentos de un artículo esclarecedor de tal actitud predominante entre los adeptos al socialismo.
ENVIDIOSOS
Por Giovanni Papini
El que envidia es un venenoso que se envenena. Destila de su ser un licor maligno que después se bebe todo, gota o gota.
Se regocija en el dolor ajeno y siente dolor por la alegría de los demás –pero sus placeres están turbados y son breves en tanto que su sufrimiento es acerbo y constante. Sufre por el bien –o lo que a él le parece el bien- recaído en los otros; sufre por la ansiedad de ver que ese bien les sea quitado; sufre por el temor de que el envidiado obtenga un bien más; sufre cuando oye elogiar a alguien, fuera de sí mismo; sufre cuando alguien deplora el daño recaído en el envidiado y que a él lo reconfortó.
La extrema envidia lo lleva a veces al odio, tormento y peligro de los mayores; o lo condena a la amarga masticación de la misantropía segregadora; o lo impulsa, para superar a los envidiados, a una inquieta y tal vez fraudulenta conquista de riquezas y de fama. Pero el mal mayor le viene de su imaginación que de tal manera agiganta la fortuna de los demás y empequeñece la suya; y hasta tal punto que él no ve ni goza los bienes propios, ni los siente, aprisionado y tenso en la tarea de espiar y envidiar los de los prójimos. No puede soportar la riqueza ajena y mientras tanto se empobrece; no puede tolerar la grandeza de sus semejantes y pierde la poca que posee o que podría poseer.
La envidia, en suma, consiste en quitarse a sí mismo lo que se quisiera quitar a los otros, y en procurarse a sí mismo el desagrado y la indignidad que se desea a los demás. Y es tan dura la punición por sí misma que los envidiados, si tienen alma generosa, se compadecen de quienes los envidian. Estos atormentadores de sí mismos, en sus casos más graves amarillos como atacados de ictericia, con la boca torcida por las arrugas del desprecio perpetuo, sujetos a la melancolía persecutoria y al insomnio, desheredados de toda alegría dentro de sí y fuera, que sólo esperan de las desventuras ajenas un fugaz y amargo consuelo, mueven por cierto a piedad, aun pensando en la justicia inmanente de sus castigos.
La envidia despierta la caridad justamente porque es lo opuesto de la caridad, que se alegra por el bien de los demás y padece sus males más que los propios. Y es lo opuesto de los sentimientos más altos: del amor, que goza con la dicha del amado aun a costa del propio dolor; de la generosidad, que llega a sufrir ante el mal del enemigo mismo; del entusiasmo, que todo lo engrandece mientras que la envidia todo lo envilece. La magnificencia es de los grandes así como la mezquindad es de los pequeños.
Y es contrario también a la emulación que no detesta ni rebaja el bien ajeno pero quiere conquistarlo para sí sin quitárselo a quien ya lo posee; a los celos, que por lo menos tienen como disculpa el miedo de que alguien arrebate lo que se posee justicieramente; y hasta el odio, que reconoce el valor del adversario y lo combate a cara descubierta mientras que la envidia, avergonzada de sí misma, se oculta bajo centenas de máscaras y no tiene siquiera el coraje de la guerra franca. El hombre confiesa cualquier pecado menos el de la envidia, tan repugnante y humillante le parece a él mismo.
¿De dónde nace este pecado que aun siendo tortura para quien lo comete es tan común entre los hombres?
Muchos creen que su raíz está en el orgullo, pero se equivocan. El verdadero orgullo no envidia, no se siente inferior a nadie y si ve la grandeza ajena no sufre porque se propone superarla ya que se siente capaz de obtenerla en mayor grado. La envidia, por el contrario, viene de una especie de humildad involuntaria y acre que reconoce la superioridad de los otros y la propia incapacidad para alcanzarla. Más aún, casi siempre es una admiración acompañada por la tristeza de la impotencia. Al igual que el soberbio, el envidioso no tolera a quien está más elevado que él, y resignado a su miseria y pequeñez querría que todos fuesen pequeños y míseros como él y más que él; pero el soberbio se mide con los grandes y hasta desearía que lo fuesen más porque mayor sería su orgullo de sobrepasarlos.
La envidia es el efecto de una múltiple imbecilidad. Imbecilidad en el sentido originario de debilidad, o sea, en la confesión interior de ser inhábiles para conquistar lo que los más fuertes o afortunados poseen. Imbecilidad en el sentido de miopía porque las más de las veces se envidia a quien no merece ser envidiado, ya sea porque el bien aparente es un mal efectivo, ya sea porque en realidad goza y posee menos que nosotros. Imbecilidad porque se envidia inclusive el mal y el pecado o cosas que verdaderamente no querríamos tener, o ciertos bienes propicios a otros que para nosotros serían una carga y un daño. Imbecilidad porque por lo general se envidian los bienes materiales, es decir, los inferiores, y que por su naturaleza son limitados hasta tal punto que una parte dada a nosotros es sustraída a los otros; mientras que raramente se envidian los bienes espirituales, tanto más preciosos, y que a diferencia de los primeros más se acrecientan si son más sus poseedores.
Imbecilidad ciega, en fin, porque el envidioso ignora la comunión universal que hace que cada uno de nosotros sea partícipe de la felicidad o del padecimiento de los demás –y no recuerda, si es cristiano, que siendo todos nosotros miembros de un solo cuerpo viviente, cada alegría del hermano debería ser nuestra alegría, gracias al amor que nos hace tomar parte.
Pero el imbécil envidioso no conoce otro amor más que el amor a sí mismo, y como no encuentra en su mínima alma, casi desaparecida, ni en su pobreza, suficiente sustancia de amor, la ausente adoración del yo se convierte en detestación de los otros. Si hubiese descubierto en sí virtudes y riquezas se habría sentido por encima de todos, como un ídolo sobre la columna del orgullo, y hubiese gastado toda su fuerza en acrecentar su grandeza, pero se siente por debajo y emplea su poder para rebajar a quien tiene más. Yo soy feo, por lo tanto, no es verdad que tú seas bello. Yo soy pobre, pero tus riquezas son mal adquiridas y peor gastadas. Yo soy impotente pero tus obras valen menos que nada o son inferiores a las antiguas. Yo no sirvo pero tu fama está usurpada y tu renombre es injusto. Yo soy malo pero tu bondad es hipócrita, falaz e interesada. Yo soy cobarde pero tus arrojos están exagerados por tus aduladores y fueron cumplidos por amor a alabanzas y ganancias.
El envidioso, que con frecuencia es agudo, no es capaz de amor y, en consecuencia, de dicha, y no pudiendo gozar de sí, sufre por los júbilos y triunfos ajenos. Como el toro ante el rojo, se irrita ante el color de la alegría. Odia a quien ama, odia a quien es amado, y ama solamente a quien odia con él.
Pero no se puede odiar a los distantes y a los ignotos –por eso el envidioso está forzado a envidiar a aquéllos con quienes convive, los más próximos, sus propios hermanos.
Generada en una maligna y cobarde humildad, la envidia raramente obtiene lo que desea, es decir, el mal del envidiado.
A los envidiados los entristece el odio que sienten en torno: si son orgullosos, por temor de un daño, y si son generosos, por piedad hacia aquellos que envidian. Pero pronto se regocijan. Si me envidian quiere decir que tengo valor, méritos, dones; quiere decir que sienten y reconocen mi grandeza, mi triunfo. La envidia es la sombra obligada del genio y de la gloria, y los envidiosos no son sino, dentro del odio, los admiradores rebeldes y los testigos involuntarios. No cuesta mucho perdonarlos cuando se tiene el derecho de complacerse o despreciarlos.
Más aún, podemos estarles agradecidos porque con frecuencia el veneno de la envidia es para los perezosos un vino generoso que proporciona nuevo vigor para nuevas obras y nuevas conquistas. La mejor venganza contra aquéllos que nos quieren rebajar es emprender vuelo hacia una cima más alta. Y tal vez más de uno no hubiera ascendido tanto sin el aguijón de quien lo quería ver por tierra.
El verdadero sabio hace más: se sirve de la misma denigración para perfeccionar el propio retrato y quitar las sombras que mancillan la luz. El envidioso se vuelve, sin saberlo, el colaborador de su perfección.
Las almas malignas –frecuentes también entre los envidiados- se complacen tanto en ese homenaje indirecto y forzado que es la envidia, que se divierten al provocarla con la ostentación y la cultivan vanagloriándose de sus triunfos antes aquéllos que los sufren. Gozan al ver el padecimiento del envidioso y caen, por lo tanto, en su mismo pecado que es la anticaridad. Otros, en cambio, por prudencia o compasión, ocultan lo mejor que pueden lo mejor de ellos mismos y la ventura, si les llega, y terminan siendo simuladores por querer hacer el bien.
La envidia, por consiguiente, puede nutrir el orgullo, desarrollar la crueldad o constreñir al fingimiento, pero solamente cuando los envidiados ya son, en potencia, soberbios, crueles o capaces de fingir. Si el envidiado es de veras superior, el envidioso nada puede contra él: para ser contagiado, el grande debe descender hasta lo pequeño.
Pero cuando la envidia, en vez de ser un mal secreto de los solitarios, infecta a las multitudes, entonces es funesta en cuanto a lo universal. La envidia de la plebe hacia los oligarcas es el origen primero de la mediocracia. La envidia de las clases bajas, más numerosas, contra los poderosos, enciende el fuego de las revoluciones; la envidia de los pobres hacia los ricos es causa de saqueos y de todo hurto legal. La envidia de los pueblos contra los pueblos es una de las razones de las guerras de exterminio. Si individualmente es veneno que intoxica, destilado en las mayorías es bacilo de peste que destruye también a los inocentes.
(De “Informe sobre los hombres”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1979).
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