La Argentina padece un largo periodo de estancamiento e incluso, de retroceso. Los distintos diagnósticos de nuestra enfermedad social nos llevan a sugerir remedios políticos o bien económicos, mientras que, en realidad, debemos enfocar nuestra atención en las ideas dominantes, que son esencialmente las que determinan el accionar posterior de la sociedad.
Hace treinta años, Carlos Moyano Llerena insinuaba una especie de radiografía de nuestra mentalidad generalizada predominante, teniendo sus escritos plena vigencia y actualidad, lo que hace sospechar que en ese lapso no hemos mejorado en lo más mínimo.
COMPETENCIA, ELITISMO Y DEPENDENCIA
Por Carlos Moyano Llerena
Un gobierno que se proponga con seriedad impulsar el crecimiento económico debe dedicarse esencialmente a aplicar una política que promueva la competencia. Es decir, que premie el éxito de los mejores, de los más productivos, de los que al mismo tiempo que aumentan sus ganancias benefician a la comunidad.
Debe reconocerse, sin embargo, que es precisamente este punto del éxito de los mejores el que más grandes resistencias despierta en la sociedad argentina, tanto en lo que se refiere a los individuos como a las empresas. Porque en la ideología del populismo que prevalece hoy en más del 80% del electorado del país hay dos obsesiones fundamentales que se relacionan con este tema.
En primer término está la tendencia al igualitarismo, considerado como la esencia de la justicia social. Y en segundo lugar, la tendencia a la autarquía, considerada como la clave de la independencia económica.
Infortunadamente, para aumentar la competencia es ineludible aceptar la existencia de algunos mejores, que deben ser premiados, y aceptar también la apertura de la economía que obligue a la mayor eficacia de las actividades locales. Por lo tanto, quien se atreva a defender estos puntos de vista corre el riesgo de ser acusado de oponerse a los dos nobles objetivos sociales de la justicia y de la independencia. Y de estar promoviendo dos abominaciones intolerables como serían el elitismo y la dependencia.
En otras palabras, la opinión general considerará que se está frente a un conservador anacrónico, que quiere retornar a épocas pretéritas en las que había una pequeña elite del poder y del dinero, que creía tener el encargo divino de gobernar a las masas y, sobre todo, de enseñarles cuál era su lugar. Al mismo tiempo, esos dirigentes encontraban su posición íntimamente ligada al éxito del comercio internacional y de las inversiones extranjeras, lo que orientaba la línea de sus intereses.
Todo esto puede haber sido cierto, pero ahora se trata de una situación enteramente distinta. La cuestión no es retornar al siglo XIX, sino prepararse para entrar en el siglo XXI.
La promoción de la excelencia
El ideal de la igualdad entre los seres humanos es un espléndido objetivo que se ha planteado siempre en la historia. Las sociedades esclavistas o sometidas a un régimen de castas o de discriminaciones raciales muestran hasta qué punto nos resulta repugnante la noción de que se hagan diferenciaciones sustanciales entre los hombres. Su mera condición de tales determina una dignidad esencial que no admite desigualdades. El cristianismo lo proclamó como una extraña novedad hace ya dos mil años, y la Revolución Francesa quiso traducirlo al campo político hace doscientos años.
Pero una cosa es la igualdad de los hombres en lo esencial de su destino trascendente y de su condición de miembros de la sociedad, y otra muy distinta es la identidad de las características y de las posibilidades de cada sujeto individual. Éstas dependen de factores genéticos y de circunstancias ambientales que muestran una inevitable diversidad.
Frente a este hecho incontrovertible caben dos actitudes: o bien pretender que cada ser humano alcance el máximo desarrollo que le sea posible, su más alto nivel de excelencia con las desigualdades consiguientes, o bien procurar una general uniformidad que, por cierto, solamente podrá buscarse en un bajo nivel de calidades.
Hoy día es frecuente creer que el ideal de una sociedad justa es alcanzar una igualdad absoluta en todos los aspectos de la vida, y muy especialmente en el plano económico. Este sería un mérito propio de las sociedades comunistas, y en particular del maoísmo. Pero esta misma noción se ha difundido también en las naciones de Occidente.
En realidad, la justicia social puede reclamar que todos alcancen una condición económica mínima, que es exigida por la dignidad humana, y que variará según tiempo y lugar. Se debe reclamar también que se asegure una igualdad de oportunidades para que todos cumplan sus mayores posibilidades de desarrollo personal. Pero lo que no se puede pretender es que, en nombre de una confusa idea de la justicia, se implante un igualitarismo inhumano, en una forzada nivelación hacia lo inferior.
La opinión pública argentina acepta la competencia en el deporte, y premia a los triunfadores. También aprecia al médico más prestigioso, o al producto de más calidad y más barato. Pero, curiosamente, sostiene que competir para que los mejores ingresen en la Universidad es una retrógrada pretensión elitista. Y que retribuir mejor a los trabajadores más eficaces atenta contra la igualdad que exigiría la justicia. Lo cual explica la oposición sindical a los premios por productividad o por «presentismo» o a las calificaciones del personal, y su propósito de procurar que las diferencias de las retribuciones según capacidades sean lo más estrechas posibles. Todo lo cual conduce, lógicamente, a una defectuosa utilización de la fuerza laboral.
La Argentina aislada
En la medida en que se valora el principio de la soberanía nacional resulta evidente la necesidad de consolidar la autonomía en el campo económico. Pero las ideas en boga interpretan que cualquier intercambio con las grandes potencias ha de resultar fatalmente perjudicial para nuestros intereses, y nos someterá a una situación de dependencia, la cual se convierte en la causa básica de nuestra pobreza.
Los intelectuales marxistas son los principales difusores de esta tesis entre los países del Tercer Mundo. Aplican así las enseñanzas de Lenin, promoviendo las corrientes antioccidentales. Exaltan las bondades de una política que tiende a la autarquía, antes que ser víctimas de los imperialismos y de las empresas multinacionales.
La teoría de la dependencia no sabe explicar la prosperidad de Canadá, a pesar de su íntima vinculación con la economía de los Estados Unidos. Tampoco puede aclarar por qué países muy chicos, como Suiza o Suecia, de gran apertura al comercio exterior, han alcanzado los más altos niveles de vida y tienen el privilegio de una excepcional autonomía en su política internacional.
Resulta en verdad sorprendente que se nieguen con tanto desparpajo las obvias ventajas de las relaciones económicas con el exterior, y que ello pueda ser aceptado con tanta facilidad, sobre todo cuando no hay disposición para soportar la austeridad que todo aislamiento implica. Lo que sucede es que muchos países atrasados sienten la necesidad de echar la culpa a otros por su situación, y encuentran aquí un satisfactorio argumento para encubrir su incapacidad. A lo que cabe agregar que hay un infantil patriotismo que se manifiesta en el orgullo de consumir manufacturas nacionales, suprimiendo la competencia de las importaciones. El orgullo debería ser mucho más legítimo si viéramos que otros países demandan con interés nuestra producción industrial.
El fracaso de los planes
Si queremos salir del estancamiento hay que procurar que la competencia interna y externa obliguen a elevar la productividad. Pero ningún programa de gobierno que persiga este propósito podrá tener éxito mientras la gran mayoría de la opinión pública rechace la competencia por considerarla contraria a la justicia social y a la independencia económica.
En este rechazo convergen también, extrañamente juntos, los ideólogos de extrema izquierda y los defensores de los intereses empresarios, cobijados bajo el pseudo-patriotismo de la protección ilimitada de la producción nacional. Todo lo cual pone de relieve la magnitud de las fuerzas coaligadas que habrá que vencer si se quiere cambiar el orden existente.
Nada podrá intentarse mientras no se avance en la gran tarea de difundir la verdad y de poner en evidencia la irracionalidad de las supersticiones populistas. Esto requerirá una labor de reeducación muy prolongada. Por eso, lo mejor será comenzarla cuanto antes.
(Del Diario La Nación-Buenos Aires 27 de Julio de 1987).
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