Mientras que la educación y el ejemplo brindados por el filósofo emperador Marco Aurelio a su hijo Cómodo, no pudieron predominar sobre la retorcida personalidad de éste (que según los historiadores no era hijo natural), tampoco la herencia genética, la educación y el mal ejemplo brindados por la retorcida personalidad de Stalin pudieron desviar los normales atributos de su hija Svetlana. Ni la influencia familiar ni la herencia genética parcial resultan determinantes en las personalidades individuales, ya que dependen de alguna extraña mezcla de ambos componentes.
Svetlana Alliluyeva, quien adopta el apellido materno, escribió: “Tenía cuarenta años. Había pasado veintisiete de ellos bajo un yugo extremadamente pesado. Había pasado los trece siguientes concentrada en la tarea de liberarme, poco a poco. En la URSS esos veintisiete años -1926-1953- han sido denominados por los historiadores «el periodo del estalinismo»: la época del despotismo absoluto, del terror sangriento, de los desastres económicos, de la más cruel de las guerras, de la reacción ideológica”.
“Después de 1953, todo el país volvía sobre sí mismo, comenzaba lentamente a vivir. Juzgábase que el terror se había desvanecido. Pero ese gran aparato económico, social, político que se había construido piedra sobre piedra, pacientemente al correr de los años, estaba implantado con toda potencia, no solamente en el Partido, sino en la conciencia de millones de hombres a los que aquella máquina había convertido en esclavos cuando no los cegara”.
“Dentro de la familia en que nací, en cuyo seno me crié, nada era normal, todo resultaba opresivo, y el suicidio de mi madre prueba lo desesperada de nuestra situación. Me rodeaban los muros del Kremlin. La policía secreta se encontraba en el vestíbulo, en la cocina, en la escuela. Por encima de todo esto había un hombre vacío, endurecido, solitario, que se había apartado, voluntariamente, de sus amigos de otro tiempo, de todos aquellos que habían vivido cerca de él, del mundo entero, logrando, con la colaboración de algunos cómplices, convertir el país en una gigantesca cárcel, en la cual todo ser viviente, sólo con que fuese capaz de pensar un poco, era asesinado. Hablo de un hombre que suscitaba personalmente el terror, que despertaba el odio de millones y millones de hombres: mi padre”.
“A lo largo de veintisiete años fui testigo de la progresiva deterioración del espíritu de mi padre, observando día tras día cómo perdía hasta el último de sus rasgos humanos, viendo cómo se transformaba, poco a poco, en un siniestro monumento que él erigía a su propia persona. Pero mi generación fue enseñada a pensar que ese monumento encarnaba lo más bello de los ideales comunistas, que era su personificación viviente”.
“Nos metían el comunismo en la cabeza desde el colegio primario. No éramos recién nacidos, sino «pequeños octubres»; no éramos niños de las escuelas, sino «pioneros»; no éramos estudiantes, sino «komsomols». Cuando habíamos asimilado bien aquellas enseñanzas, éramos admitidos en el Partido. Lo mismo daba que no hiciese nada por el Partido –el caso de muchos-, siempre y cuando no dejara de pagar, como todo el mundo, la mensualidad o aportación periódica fijada. Tenía que votar a favor de todas las decisiones de los hombres del Partido, aun cuando se me antojasen injustas. Lenin era nuestro dios; Marx y Engels nuestros apóstoles. Cada una de sus frases eran palabras de aquél. Y la menor idea de mi padre, hablada o escrita, era aceptada como una revelación procedente de las misteriosas alturas” (De “Vivir como un ser libre”-Aymá SA Editora-Barcelona 1970).
Cada fracaso del comunismo generaba opiniones tales como que “estaba mal aplicado”, por cuanto los resultados diferían de todo lo que habían pronosticado Marx y Engels. Pero no se trataba sólo de una mala aplicación, sino de un plan que no podía llevar a otra cosa que al fracaso. Los teóricos marxistas estaban muy seguros de que, con sólo abolir la propiedad privada de los medios de producción, conseguirían crear al “hombre nuevo” en el “paraíso socialista”. Era una idea tan absurda como la de quienes creen que la impresión y la masiva distribución de dinero podrán generar la felicidad de todos. Svetlana agrega: “Estudié historia y sociología. Estudiamos seriamente la doctrina marxista; analizamos a Marx, a Engels, a Lenin, y, naturalmente, a Stalin. Llegué a una conclusión: el marxismo y el comunismo teóricos que teníamos que aprender no se hallaban relacionados en ningún aspecto con la situación práctica de la Unión Soviética. Económicamente, nuestro socialismo era más bien un capitalismo estatal. Desde el punto de vista social disponíamos de un extraño híbrido de cuartel y burocracia, recordando la policía secreta a la Gestapo alemana. Por lo que respecta a nuestra agricultura, cabía decir que los campos del siglo XIX nada tenían que envidiar a los de nuestro tiempo. Marx no había pensado en nada semejante. El progreso había quedado olvidado. La Rusia soviética había enterrado todo lo «revolucionario» de su historia; seguía derroteros anticuados; había vuelto al imperialismo totalitario, suprimiendo el liberalismo del siglo XX en sus comienzos, para reinstalar en su lugar los horrores de Iván el Terrible”.
Luego de la muerte de Stalin, surgió la esperanza de lograr la libertad anhelada por todos. Sin embargo, el Partido Comunista mantuvo el poder a toda costa. “Lo principal, lo primordial era que el pueblo no tuviera conciencia del hecho de que había llegado el momento de que él gobernara el país. Y si surgían poetas y algunos intelectuales que le susurrasen eso al oído, era preciso hacer lo posible para que los mismos se tragasen sus palabras. Había que recordarles de una vez para siempre que dentro de la URSS sólo el Kremlin tenía derecho a pensar, a expresarse, a decidir la suerte de millones de seres. El Kremlin y el Partido, que a pesar de su sangriento pasado seguía siendo sabio, inmaculado, puro como una paloma…”.
“Kruschev no podía anunciar que había sido el mismo Partido quien había celebrado el culto de Stalin, quien había puesto en sus manos todo el poder, transformándose en ejecutante benévolo de su voluntad absoluta. Espantado ante la idea de admitir la culpabilidad colectiva del Partido, Kruschev cargó con aquel muerto formidable, con lo que no sólo se desacreditó él mismo, sino que también hizo que el Partido perdiera prestigio formalmente. Éste no podía perdonarle tal cosa. Se puso bien en claro ante todo el mundo que un régimen totalitario no podía acusarse ni transformarse a sí mismo: el suicidio no entraba en su contexto. Lo único que podía hacer era matar a otros”.
“Entonces, una vez más, el sistema bien aceitado de la Revolución de Palacio funcionó con éxito. El nuevo «Premier», Kosyguin, flanqueado por un nuevo «líder», Brezhnev, prestó juramento de fidelidad a la vieja tradición despótica: el pueblo calla; sólo el Kremlin habla y decide”.
La mentira, como han señalado varios autores, entre ellos Alexander Solyenitsin, imperaba en la sociedad soviética en todos los niveles. “El hecho más espantoso de la vida soviética es que la hipocresía y el disimulo han sido inoculados en los seres desde el primer día de colegio, hasta el punto de que constituyen una segunda naturaleza. Los que no pertenecen al Partido no son escuchados jamás. Nadie les pide su opinión. Quienes son del Partido, o de los Komsomols, tienen la obligación de levantarse y hablar, para decir exactamente lo contrario de lo que piensan. Y treinta minutos después, entre amigos, por los pasillos, se murmura la verdad”.
Los ideólogos socialistas, aprovechando el reconocimiento oficial, dentro de la URSS, de los crímenes de Stalin, lo culparon por todos los males del comunismo con la intención de dejar limpia la imagen de Lenin y así seguir intentando la expansión del socialismo por el resto del mundo. Svetlana escribió al respecto: “Son los regimenes totalitarios los que engendran las ideologías totalitarias, y en este sentido el comunismo no se diferencia en nada del fascismo”.
“Fueron fuerzas de esa naturaleza las que conquistaron el poder en 1917. Mi padre fue el instrumento de una ideología. Pero los fundamentos del sistema de partido único, del terror, de la prohibición de albergar otras opiniones, son obras de Lenin. Él es el verdadero padre de todo lo que Stalin, más tarde, desarrolló hasta los máximos límites. Todas las tentativas de blanquear a Lenin, de hacer de él un santo, son inútiles: han quedado cincuenta años de historia atrás para probarnos lo contrario. Stalin no descubrió nada, ni siquiera «combinó». Recibió de Lenin, como herencia, un régimen comunista totalitario, del cual él fue la encarnación ideal: personificación completa de un poder sin control del pueblo, basado en la supresión de millones de seres humanos. Y aquellos que habían tenido fuerzas suficientes para sobrevivir físicamente fueron reducidos a la esclavitud, fueron privados del derecho de crear, de pensar. Y en este país encadenado, casi asfixiado, él inventó su versión del pseudo-socialismo”.
“El chiste de los años veinte se tornó verdad encarnada: «Se puede levantar una sociedad socialista; es imposible, sin embargo, vivir en ella». Los «inmensos méritos históricos» de mi padre se cifran en el objetivo de sus objetivos: la invención de un mundo mitad prisión y mitad cuartel”.
La “trinidad del mal”, formada por Marx-Lenin-Stalin, encuentra en el primero a su ideólogo, en el segundo a quien lo lleva a la práctica y en el tercero a quien lo consolidó por bastantes años. Aún en la actualidad tal trinidad tiene muchos adeptos, ya que gran parte de la izquierda política piensa exactamente igual que ellos, si bien descarta la violencia y el terror como métodos para alcanzar y mantener el poder.
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