No hay indicios, por el momento, de que pueda encontrarse un camino cierto para la unidad latinoamericana, ya que la mayor parte de los países que la integran ni siquiera han podido resolver sus propios conflictos internos.
La unidad entre países, incluso la unidad interna de cada uno, no implica encontrar coincidencias totales, sino vislumbrar una dirección a seguir respecto de la cual estemos todos de acuerdo. Luego, las divergencias de opiniones surgirán de las diversas propuestas para seguir por ese camino, en lugar de seguir discutiendo cuál ha de ser el camino a seguir; ¿optar por un criterio pro-occidental o anti-occidental? ¿Optar por el capitalismo o por el socialismo? Mario Vargas Llosa escribió: “Quienes más se han empeñado en alejar a América Latina de Occidente, han sido aquellos escritores, pensadores o artistas occidentales que, decepcionados de su propia cultura, salen en busca de otras que puedan satisfacer mejor sus apetitos de exotismo, primitivismo, magia, irracionalidad y de la inocencia del buen salvaje rousseauniano, y han hecho de América Latina la meta de sus utopías”.
“Esto ha dado excelentes frutos literarios, pero ha frenado nuestro desarrollo, retrasándonos respecto de otras regiones del mundo. Debemos rechazar aquellos amantes de cataclismos para los que América Latina no parece tener otra razón de ser que servir de escenario a las fantasías románticas que el espacio europeo, con sus aburridas democracias, ya no tolera en su seno”.
“Y, sobre todo, dejar de esforzarnos por representar aquellas ficciones que inventan para nosotros ciertos europeos y norteamericanos desencantados de la mediocre democracia e impacientes por vivir aquellas emociones fuertes de la aventura revolucionaria, que, creen, América Latina todavía puede ofrecerles. Que la utopía se confine en nuestra literatura y nuestras artes o en nuestras vidas privadas, donde es siempre estimulante y provechosa. La vocación utópica ha impregnado el arte americano y ha hecho de él, un arte ambicioso, audaz, libre y sin orejeras, que ha dejado una huella importante en la cultura de nuestro tiempo. Pero no debe salir de ese ámbito y precipitarse en lo político y social donde sólo la visión realista, el pragmatismo de lo posible en un marco de coexistencia, legalidad y libertad, trae progreso y prosperidad” (De “América Latina: ¿Integración o fragmentación?” de Ricardo Lagos (compilador)-Edhasa-Buenos Aires 2008).
El ser humano es esencialmente el mismo en todo el planeta. De ahí que su reconstrucción moral no ha debiera ser demasiado diferente de un pueblo a otro. Sin embargo, así como el médico debe indicar un tratamiento algo diferente para una enfermedad similar, según cada paciente, las recetas políticas y económicas eficaces han de diferir según a qué pueblo se han de aplicar.
La creencia en que la “identidad latinoamericana” debe exaltarse y resguardarse de la globalización económica, desconoce que somos esencialmente individuos y ciudadanos del mundo. El citado autor escribe al respecto: “Una de las manías recurrentes de la cultura latinoamericana ha sido la de definir su identidad. A mi juicio, se trata de una pretensión inútil, peligrosa e imposible, pues la identidad es algo que tienen los individuos, no las colectividades una vez que superan los condicionamientos tribales”.
“Únicamente en las comunidades más primitivas, donde el individuo sólo existe como parte de la tribu, tiene razón de ser la idea de una identidad colectiva. Allí, sí, porque el individuo aislado no podría sobrevivir en un mundo del que lo ignora todo y donde se halla inerme, desvalido, frente a la fiera, el trueno y la miríada de misterios y enemigos que lo rodean. Pero, justamente, lo que llamamos civilización es ese largo proceso, que la gran mayoría de latinoamericanos ya ha vivido, en que, a medida que progresa y va dominando la naturaleza y emancipándose de los incubos y súcubos de la ignorancia, el prejuicio y la irracionalidad mágica, y conquistando la racionalidad, el individuo va naciendo, separándose de la placenta tribal y adquiriendo soberanía, una personalidad propia, eligiéndose cada vez con mayor libertad, es decir, distinguiéndose de los otros, como una criatura soberana”.
“Ser parte de una comunidad es un dato fundamental en los destinos individuales, desde luego. Pero, precisamente, la civilización permite al individuo serlo al mismo tiempo de muchas a la vez, de acuerdo a su propia tradición, circunstancia, vocación y libre albedrío: la nación es sólo una de ellas, y, para muchos, menos decisiva que otras, como la lengua, la religión, la familia, el grupo étnico, la profesión, la ideología política o la orientación sexual”.
“Una sociedad moderna está compuesta de ciudadanos libres, es decir, diferentes entre sí, que pueden manifestar y enorgullecerse de sus diferencias y singularidades frente a los otros, sin que ello adelgace o suprima la solidaridad del conjunto. Por el contrario, este espíritu solidario es tanto más profundo cuando nace de una libre elección, de una valoración racional del privilegio que significa ser parte de una comunidad donde, a diferencia de la tribu, se puede ser diferente sin ser excluido o discriminado, donde cada cual puede inventarse a sí mismo creando su propia identidad, una identidad libremente decidida mediante elecciones cotidianas, no impuestas como una camisa de fuerza por la colectividad”.
La colectivización de la sociedad, opuesta a la democracia y promovida por los sectores socialistas, busca la uniformidad del hombre y la renuncia a su individualidad; incluso el atributo de “individualista” lo consideran equivalente a “egoísta”. Vargas Llosa agrega: “En América Latina quedan todavía algunas comunidades tribales, sumidas en lo gregario y en esa realidad mágico-religiosa cara a Carpentier, pero la gran mayoría de las sociedades latinoamericanas dejó ya atrás ese estadio primitivo y arcaico. Pese a ello, la mentalidad tribal y la tentación colectivista de desaparecer al individuo dentro de una colectividad supuestamente homogénea e idéntica están lejos de haber sido superadas. Ellas retornan, de manera cíclica, como amenazas constantes a nuestra modernización y a que América Latina asuma, con todas sus consecuencias, la cultura de la libertad”.
La división entre quienes están a favor del individualismo y de Occidente, y quienes están a favor del colectivismo y en oposición a todo lo occidental, tiene su origen en la disputa previa entre “europeístas” e “indigenistas”, conflicto que debería haberse superado desde hace bastante tiempo, si es que pretendemos alguna vez lograr cierto éxito como región. “Al igual que en otras partes del mundo, este afán por determinar la especificidad histórico-social o metafísica de un conjunto gregario ha hecho correr océanos de tinta en América Latina y generado feroces diatribas e interminables polémicas. La más célebre y prolongada de todas enfrentó a hispanistas, para quienes la verdadera historia de América Latina comenzó con la llegada de españoles y portugueses y el engranaje del continente con el mundo occidental, e indigenistas, para quienes la genuina realidad de América está en las civilizaciones prehispánicas y en sus descendientes, los pueblos indígenas, y no en los herederos contemporáneos, que todavía hoy marginan y explotan a aquellos”.
“Aunque apagada por largos periodos, esta visión esquizofrénica y racista de lo que es América Latina nunca ha desaparecido del todo. De tiempo en tiempo, reflota, en el campo político, porque, como todas las simplificaciones maniqueas, permite a los demagogos agitar las pasiones colectivas y dar respuestas superficiales y esquemáticas a problemas complejos. Lo hemos visto recientemente con la subida al poder, en Bolivia, del presidente Evo Morales”.
Vargas Llosa comenta que hubo otros gobernantes bolivianos de origen aymara y quechua….”Pero a diferencia de Evo Morales, claro está, no eran revolucionarios ni utilizaban la retórica de la guerra de clases y la todavía más peligrosa de la guerra de razas que, en la actualidad, cierta progresía irresponsable utiliza con fines de agitación y propaganda”.
Mientras que los valores de la civilización occidental están ligados al cristianismo y a la democracia plena, los colectivismos totalitarios buscan destruirlos. Los anti-valores son la discriminación racial promovida por los nazis y la discriminación social (o de clases) promovida por el marxismo-leninismo. Pues bien, en varios países latinoamericanos “se ha puesto de moda” un peligroso cóctel discriminatorio que implica ambos tipos de discriminación, similar al caso mencionado de Bolivia.
Allí donde se vea una grieta social, los marxistas tratan de agrandarla más aún, con la siempre presente esperanza de ver finalmente la caída definitiva de la civilización occidental y del tan denostado sistema capitalista. Un “valuarte” de la discriminación racial y social es Nicolás Maduro, con su doble prédica anti-gringos y anti-burgueses. La destrucción de Venezuela no es sólo económica o material, sino que afecta también a la integridad personal. “Cualquier empeño por fijar una identidad única a América Latina practica una cirugía discriminatoria que excluye y abole a millones de latinoamericanos y a muchas formas y manifestaciones de su frondosa variedad cultural y étnica”.
Puede decirse que los ideales asociados a Occidente, como el cristianismo y la democracia, se van imponiendo paulatinamente en el mundo. Tal es así que la economía de mercado (democracia económica) se aplica en la mayor parte de los países del mundo, con pocas excepciones. Por otra parte, la ética cristiana, que promueve un espíritu cooperativo, resulta compatible con otras religiones y filosofías que apuntan a una similar actitud moral. Si Latinoamérica reniega de Occidente y trata de orientarse por los “valores” promovidos alguna vez por Hitler y por Lenin, el futuro ha de ser nefasto. Mario Vargas Llosa agrega: “¿Forma parte América Latina de Occidente, culturalmente hablando, o es algo esencialmente distinto, como lo serían China, la India o el Japón? En mi opinión, América Latina es una prolongación ultramarina de Occidente, que, desde la colonia, ha adquirido perfiles propios, los que, sin desgajarla del tronco común, le dan una personalidad diferenciada. Ahora bien: ésta es una opinión lejos de ser compartida por todos los latinoamericanos. A menudo es rebatida con el argumento de que, si lo fuere, América Latina sería apenas, en su cultura y en su arte, un epígono, una derivación ancilar de Europa”.
“Quienes piensan así son, a veces sin advertirlo, nacionalistas convencidos de que cada pueblo o nación tiene una configuración anímica y metafísica única, de la que la cultura es expresión. No es así. Culturalmente hablando, América Latina es tantas cosas disímiles que sólo fragmentándola y excluyendo buena parte de esos fragmentos que componen su realidad, se podría determinar un rasgo específico válido para todo el continente que, desde la llegada a sus playas de las tres carabelas de Colón, articuló su historia con la del resto del mundo”.
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