La interacción entre individuo y sociedad se asemeja a un camino de doble vía, ya que todo individuo influye en el grupo social y el grupo social influye sobre el individuo. Debido a que existen diferencias entre la moral individual y la moral social adoptada por cada uno, puede decirse que la moral generalizada de la sociedad ha de ser distinta al promedio de las morales individuales de sus integrantes, siendo generalmente algo peor, ya que todo individuo tiende a lograr una mejor actitud en el medio familiar que en el medio social, compensando a veces, con hipocresía, la diferencia existente.
Esto se advierte en la actitud adoptada frente al Estado; mientras que alguien nunca cometería un robo a un individuo en particular, no tiene el menor inconveniente en robarle de alguna manera al conjunto de la sociedad. Incluso en los últimos tiempos se advierten casos como el de quien consume en su domicilio gran cantidad de luz y gas, y protesta cuando le llegan abultadas facturas por esos servicios. Pretende que el Estado se los subsidie, es decir, en lugar de tratar de gastar menos energía, pretende seguir gastando lo mismo, o más todavía, con la condición de que el resto de la sociedad se haga cargo de esos gastos adicionales.
No todas las personas son influyentes ni todas influenciables, de ahí que hay quienes imponen en la sociedad ciertos valores morales, positivos o negativos, mientras que hay quienes los acatan y quienes los rechazan. Sin embargo, el proceso de masificación social, al basarse en lo que la mayoría piensa y hace, constituye un fenómeno social caracterizado por una influencia total del medio sobre el individuo, haciendo que la masa social actúe precisamente como una “masa inercial” que permite que perduren en el tiempo las creencias y actitudes predominantes.
Cuando una sociedad entra en decadencia, se advierte que, tanto la economía, como la política, la educación, la justicia, y todo lo demás, funcionan mal. Ello indica que lo que falla esencialmente es la escala de valores morales adoptada colectivamente. Como, por lo general, cada uno rechaza sentirse culpable, procede a culpar a algún sector determinado de la sociedad, al impersonal “sistema”, o bien a algún país extranjero, implicando tal actitud una renuncia definitiva a intentar una mejora en los aspectos antes mencionados.
La tendencia autodestructiva de la sociedad se advierte cuando, quienes pretenden destruirla material y espiritualmente, son considerados como héroes sociales (en lugar de delincuentes antisociales), tal el caso de los terroristas de diversas tendencias. Ello se advierte cuando sectores de la sociedad no tienen ningún inconveniente en emitir un voto favorable a un partido político que los incluye y que reivindica la ideología y las prácticas violentas aunque hipócritamente adopte un disfraz democrático.
Hay quienes van más allá y culpan a la naturaleza humana, o al Dios Creador, por habernos hecho definitivamente imperfectos y con muy pocas posibilidades de escapar a esa situación. John Lewis y Bernard Towers escribieron: “Quien crea que exponiendo opiniones pesimistas e insultantes sobre el hombre –por cierto, un hábito popularizado actualmente- contribuye a sacarle de su complaciente letargo e impide la desintegración psicológica que suscitan, sin duda, esas mismas opiniones, sufre un extraño desvarío. El cultivo de tal desvarío figura entre los aspectos más inquietantes del ascendiente que está ganando con rapidez cierto estilo periodístico sobre los medios de comunicación masiva. Tal vez pase por un «éxito» ante los ojos del mundo, pero…¿cómo conceptuar el éxito que termina en desesperación?”.
“Desmond Morris intenta justificarse alegando su preocupación por el destino del hombre. Pero en realidad destruye toda fe auténtica en tal destino haciendo constar sin rodeos, como hacen casi todos los promotores de ese criterio demoledor, que el Hombre no tiene futuro alguno”.
“El hombre debe encontrar algún medio que le permita eludir las peligrosas situaciones planteadas por ese culto moderno a la denigración humana”. “Posiblemente las armas nucleares sean menos destructivas que esa insidiosa creencia en la futilidad de todo lo existente”.
“Cada día nos asedia una multitud de periodistas e informadores, ora amenazantes, ora imploradores, en los medios de comunicación masiva, y académicos inexpertos incapaces de comprender que se les está explotando con premeditación. Todos ellos afirman o insinúan ininterrumpidamente que el hombre es algo absurdo, un engendro cuyas fuerzas ciegas e irresponsables han erigido «por casualidad» un sistema que se cree capaz de practicar el autoanálisis cuando en realidad tergiversa por completo el significado de los propios procesos mentales”.
“Se nos alienta sin cesar a creernos exentos de culpa en relación con todo lo reprensible, y se alega que estamos respondiendo simplemente «a las llamadas de nuestra naturaleza», y esto es bestial. Para definir nuestra «naturaleza» se hace pasar al Hombre por un juguete de cualesquiera elementos violentos que puedan manifestarse en algunas fases del proceso evolutivo. Con este singular respaldo, los individuos masculinos y femeninos suelen engañarse a sí mismos pensando que están facultados para ceder ante cualquier pasión violenta, e incluso creer en la justificación y virtud de tal conducta” (De “¿Mono desnudo u Homo sapiens?”-Plaza & Janés S.A. Editores-Barcelona 1970).
Incluso desde posiciones científicas, o consideradas científicas, surgen opiniones que avalan las posturas nihilistas que tienden a separar al hombre del proceso de adaptación cultural que el orden natural nos impone como un precio que debemos pagar por nuestra supervivencia. Otros, asocian al hombre actitudes violentas y las consideran como una forma natural para lograr tal supervivencia, dejando de lado el hecho innegable de que los seres humanos respondemos tanto a la competencia como a la cooperación. Sigmund Freud escribió: “En todo cuanto sigue, adopto el criterio de que la tendencia a la agresión es una disposición innata, independiente e instintiva del hombre, y ahora me remito a la aseveración de que constituye el obstáculo más difícil opuesto a la cultura”.
“Lo cierto es que los hombres no son criaturas amigables, sedientas de amor, que sólo se defienden cuando se les ataca; más bien se ha de contar con una tremenda medida de agresividad como parte de sus inclinaciones instintivas” (Citado en “¿Mono desnudo u Homo sapiens?”).
Konrad Lorenz, por otra parte, establece analogías entre algunos animales, por él estudiados, y el hombre. “¿Cuáles son los fundamentos de esos teorizantes para establecer conclusiones tan perturbadoras? La historia se remonta a Konrad Lorenz….con su última obra, «Sobre la agresión», al aplicar ciertas teorías derivadas de la combatividad evidenciada por peces y gansos ante el hombre –sin duda, una extrapolación bastante discutible- ofrece, sin duda, una base a las proposiciones de Ardrey y Desmond Morris. De reducirlo a los términos más simples, Lorenz pretende demostrar, fundándose principalmente en sus observaciones del ganso «Greylag», que la agresión es un instinto básico en todos los animales que tienen gran capacidad para la supervivencia”.
“Consecuencia: «La agresión, lejos de ser un principio destructivo, se nos muestra como una norma que preside las funciones preservadoras de los instintos básicos». Lorenz pone de relieve la importancia del principio de autoridad para el hombre: establece la autoridad permanente de los machos viejos y fomenta la lucha por la existencia donde sobreviven los más aptos. Nosotros practicamos y mantenemos la agresión del mismo modo para obtener dichos beneficios y asegurar nuestra supervivencia”.
“¿Significa esto que la agresión subsiste dentro del grupo? No, responde Lorenz, pues el fuerte aprende a respetar la vida del débil y no lo destruye. El proceso evolutivo no genera sólo agresividad, sino también, por fuerza, normas hereditarias de continencia, pues de otro modo la especie se destruiría a sí misma. Tales normas se exteriorizan con la sumisión de los más débiles a los más fuertes mediante ademanes apaciguadores. Las luchas intestinas específicas se resuelven siempre con la huída o el acatamiento del débil, y entonces la derrota no se transforma en matanza. Ello demuestra que es posible corregir el instinto de dominación y destrucción cuando los inferiores aprenden a humillarse y someterse”.
La visión de Lorenz en cierta forma abre las puertas a los totalitarismos para darles cierta legitimidad. Si el hombre es naturalmente agresivo y dominador, en algunos los casos, y pasivo en otros, ello hace necesaria la intervención del Estado para regular tales comportamientos. Incluso el marxismo interpreta al cristianismo como una ideología que justifica a los débiles para ser explotados con mayor facilidad por los fuertes.
En realidad, teniendo en cuenta que el ser humano responde a dos tendencias generales, como la competencia y la cooperación, puede decirse que el cristianismo promueve la cooperación a través del predominio del amor sobre el egoísmo, el odio y la indiferencia. Incluso Lorenz, de una manera bastante artificiosa e irreal, trata de compatibilizar aspectos tan contradictorios como el amor y el odio. “Igualmente se proyecta este comportamiento desde el ganso «Greylag» al hombre para demostrar que todo amor arranca y depende de la agresión, y que se mantiene así entre los hombres: «En cada caso de amor genuino hay siempre una medida considerable de agresividad latente»”.
“Lorenz se esfuerza por demostrar que el comportamiento humano del tipo cooperativo o plácido no se origina a través de la razón ni la camaradería, ni la simpatía, ni el amor, ni los códigos éticos. Las reacciones que nos preservan del mutuo exterminio suelen tomar la apariencia de amistad o instinto moral, pero se fundan realmente en respuestas mecánicas y desencadenadas por las oportunas señales, es decir, no en un reconocimiento del bien y el mal o una apreciación razonada de las consecuencias. Se siente automáticamente la obligación porque es innata y la originan «mecanismos instintivos de comportamiento muy anteriores a la razón y que no difieren esencialmente del instinto animal»”.
Mientras que Freud describe al hombre como un animal sexual, Lorenz lo describe como un animal instintivo, por lo que debemos tener presente la existencia de las cuatro componentes afectivas de nuestra actitud característica (amor, odio, egoísmo e indiferencia) para que la primera predomine sobre las restantes. Las mutilaciones grotescas de Freud y de Lorenz sólo promueven un nihilismo que tiende a anular toda esperanza e impiden adoptar el sentido de la vida que nos propone el orden natural existente. Lewis y Towers agregan: “A veces sentimos un placer masoquista al denigrar lo sublime; negar lo obvio; afirmar que lo blanco es realmente negro y el amor realmente odio; que el mundo material no existe; que la materia es sólo pensamiento o el pensamiento sólo materia; que el hombre no es más que un mono desnudo. ¿Qué es esto, sofisticación o sofistería? ¿Talento o estupidez? ¡Cierto aplicado al ganso, erróneo aplicado al hombre!”.
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