A partir de la generalizada y antiquísima creencia en la inmortalidad del hombre, se ha supuesto la existencia de un alma, contenida en el cuerpo, capaz de persistir incluso después de la muerte. En cierta forma, esta visión puede compararse a la de la “caja negra” de un avión, capaz de sobrevivirlo luego de un accidente. Un problema filosófico corriente fue el de establecer los vínculos existentes entre cuerpo y alma, buscando la concordancia entre lo sobrenatural y lo natural. Henri Bergson escribió: “Al versar sobre el alma y el cuerpo, es decir, sobre el espíritu y la materia, esta conferencia versa «ipso facto» sobre todo lo que existe, y hasta, si hubiésemos de creer a cierta filosofía, también sobre algo que no existe. Mi intención no es profundizar la naturaleza de la materia ni la del espíritu. Cabe distinguir dos cosas una de otra y determinar hasta cierto punto sus relaciones, sin por esto conocer la naturaleza de cada una de ellas” (De “Espíritu y materia”-Editorial Renacimiento-Buenos Aires 1947).
Acerca de la historia de la dualidad alma-cuerpo, Mario Bunge escribió: “Todo empezó por lo menos hace treinta mil años. Lo cierto es que nada sabemos con seguridad acerca de la filosofía de la mente que tuviera el hombre primitivo. Sin embargo, lo que sí sabemos es algo sobre las creencias de los primitivos contemporáneos: los aborígenes australianos, los indios amazónicos y los esquimales: todos creen en espíritus de seres humanos y de animales, que los habitan mientras viven, y que deambulan descarnados después de la muerte. También existe alguna evidencia, procedente sobre todo de tumbas, de que hombres primitivos de mucho antes de la revolución neolítica ya creían en un alma independiente del cuerpo. Esta creencia permaneció firmemente asentada en las religiones que se mantuvieron al comienzo de la civilización, unos cinco mil años atrás. Efectivamente, la religión y la creencia en un alma inmaterial (quizás eterna) van emparejadas. Resumiendo, el dualismo psicofísico parece ser la filosofía de la mente más antigua que se recuerda”.
“El monismo psicofísico viene mucho después, al lado de los primeros intentos de la ciencia. Fue concebido por los filósofos-científicos jónicos, sobre todo por Epicuro, y por el padre de la medicina, Hipócrates. Estos pensadores rechazaron el sobrenaturalismo y adoptaron una concepción del mundo estrictamente materialista, que no necesitaba para nada de espíritus carentes de cuerpos. Sin embargo, a pesar de que la escuela hipocrática consiguió asentarse firmemente durante un tiempo entre los médicos, el materialismo cayó rápidamente ante el fuego de Platón y de sus sucesores y, con excepción de Lucrecio, no consiguió ningún defensor entre los eruditos”.
“El oponente más brillante, vigoroso e influyente del monismo psicofísico y, en general, de la antigua concepción materialista y atomista del mundo, fue Platón. El suyo fue el primer sistema filosófico coherente que incluyó el dualismo psicofísico. Platón hace a su maestro Sócrates exponer en los diálogos Crátilo y Fedón una versión refinada de la obscura doctrina órfica, según la cual a) el hombre es un compuesto de cuerpo y alma, b) el alma es inmaterial y eterna, c) el alma anima el cuerpo, d) el alma es superior al cuerpo, e) el alma se encuentra prisionera del cuerpo y se libra de él con la muerte, y f) el alma puede saber la verdad absoluta y disfrutar de la belleza absoluta sólo después de conseguir librarse del cuerpo. Esta doctrina la adoptaron, oscureciéndola notablemente, los neoplatónicos, y la hicieron oficial los cristianos bastante después de San Pablo. Con excepción de alguna herejía ocasional, ha dominado a la Cristiandad durante quince siglos” (De “El problema mente-cerebro”-Ediciones Altaya SA-Barcelona 1999).
Posteriormente, René Descartes adopta el dualismo como base de su filosofía, escribiendo al respecto: “Porque me sabía una sustancia, cuya esencia y naturaleza es pensar, para cuya existencia no es necesario ningún lugar, ni depende de nada material, de manera que este «yo», es decir, el alma por la cual soy lo que soy, es totalmente distinto del cuerpo y más fácil de conocer que este último; y aun si el cuerpo no fuera, no cesaría el alma de ser lo que es”.
Al respecto, Antonio R. Damasio escribió: “Este es el error de Descartes: la separación abismal entre cuerpo y mente, entre la sustancia medible, dimensionada, mecánicamente operada e infinitamente divisible del cuerpo, por una parte, y la sustancia sin dimensiones, no mecánica e indivisible de la mente; la sugerencia de que razonamiento, juicio moral y sufrimiento derivado del dolor físico o alteración emocional pueden existir separados del cuerpo. Específicamente, la separación de las operaciones más refinadas de la mente de la estructura y operación de un organismo biológico” (De “El error de Descartes”-Editorial Andrés Bello-Santiago de Chile 1996).
Los avances de la neurociencia han permitido describir varios aspectos del comportamiento humano sin necesidad de acudir a lo sobrenatural (de lo contrario no constituiría una rama de la ciencia experimental). Incluso se acepta que los aspectos éticos de nuestro comportamiento involucran a determinadas zonas del cerebro. Si bien todavía existen varios interrogantes, la tendencia predominante es la asociada al monismo psicofísico.
Ello no implica un rechazo definitivo a la inmortalidad sostenida por las religiones, siendo ésta una cuestión que posiblemente quedará sin respuesta aún cuando la neurociencia alcance el éxito que todavía no ha logrado. La existencia de transmisiones telepáticas es un indicio de que nuestra mente puede influir en el medio circundante, por lo cual son posibles fenómenos mentales de complejidad insospechada. Lo que sorprende, en este caso, no es la existencia de tales transmisiones, sino que lo sorprendente sería su ausencia, dada la complejidad de nuestro cerebro. John Locke expresó: “Dios puede, si lo desea, añadir a la materia la facultad de pensar”.
El rechazo a un mundo constituido por una sustancia única, es decir, sin lo sobrenatural, implica un factor de incredulidad religiosa y pérdida de la fe. Sin embargo, la validez de la religión moral no ha de perderse aun cuando los componentes básicos de nuestra mente y de nuestro cuerpo estén constituidos por la materia descripta por la física y por la química. Incluso la unión definitiva de ciencia y religión ha de constituir un gran acontecimiento por cuanto facilitará la unidad religiosa, el rechazo de la religión incompatible con la ley natural y el debilitamiento del terrorismo religioso.
Lo sobrenatural está ligado a vinculaciones entre Dios y algunos elegidos, que son los encargados de difundir entre los hombres la voluntad de Dios. Sin embargo, como no existen pruebas fehacientes de tal elección, hay quienes se autodesignan para esa misión e interpretan, como voluntad del Creador, el deber de exterminar a quienes se opongan a esa voluntad, que en realidad es la voluntad de fanáticos y asesinos seriales.
Lo espiritual, que se interpretaba antiguamente como el conjunto de fenómenos por los cuales las almas individuales están vinculadas en forma directa a Dios y que vuelan hacia alguna parte luego de la muerte, queda definido, a partir de las investigaciones de la neurociencia, como los fenómenos mentales asociados a los afectos y al intelecto. Es decir, espiritual no es la persona que creen en “espíritus” sino alguien que busca mejorar su nivel moral e intelectual. E. W. Sinnott escribió: “Si la mente del hombre tiene una base biológica, su espíritu ha de tenerla también. El «espíritu» se define como esos anhelos y deseos espontáneos, fundamento de las emociones, que son la más alta expresión de la persecución biológica de metas. Esta idea parecerá inapropiada a los hombres de fe y desesperadamente mística a los materialistas, pero ofrece una interpretación científica a lo que, de otro modo, resulta un concepto nebuloso”.
“El hecho de que las metas que llevamos dentro nos induzcan a desear unas cosas más que otras, conduce a los valores. Estos son primordialmente emocionales, pero el intelecto puede enriquecerlos mucho”.
“Si la sociedad ha de prosperar, hay que adaptar la conducta a los valores morales. Existen diversos raseros para medir el bien y el mal, pero el bien, como la belleza, no parece ser una cualidad meramente relativa, sino referirse a la vida misma. La conducta que contribuye a alcanzar las metas normales y propias de un organismo es recta; la que lo impide es mala. La sanción de la mala conducta biológica es el dolor. No conseguir las metas morales y espirituales que la experiencia de la especie considera más elevadas, acarrea formas más sutiles de pesadumbre y dolor. En este plano moral, es bueno cuanto ayuda a realizar más plenamente las posibilidades de la vida, y malo cuanto lo estorba” (De “La biología del espíritu”-Fondo de Cultura Económica-México 1967).
A partir de lo anterior, puede decirse que el sufrimiento es una medida del grado de desadaptación respecto del orden natural, mientras que la felicidad lo es respecto de su grado de adaptación. Además, lo que se conoce como justicia divina y se interpreta como la existencia de premios y castigos que vienen de Dios como respuesta a nuestras acciones, puede interpretarse también como una justicia natural en la cual los hombres decidimos, mediante nuestra conducta, los premios y castigos que hemos elegido.
Si Dios responde de igual manera en iguales circunstancias, puede decirse que está provisto de una actitud característica, igual que cada uno de nosotros. De ahí aquello de que somos hechos “a imagen y semejanza” del Creador. Si consideramos un mundo regido por leyes naturales invariantes, también veremos que “responden de igual manera en iguales circunstancias”, de donde podemos advertir que la religión natural (deísmo) resulta compatible con la religión teísta, con la ventaja de que no existe la posibilidad de adular a Dios ni repetir todos los errores del paganismo. E. W. Sinnott agrega: “Si la más alta expresión de finalismo biológico es el espíritu humano, ¿qué relación habrá entre éste y un Espíritu superior existente en el universo? Con la evolución la vida ha ido alcanzando metas y planos más eminentes de organización y se ha opuesto siempre a la tendencia descendente y desorganizadora de la materia inanimada. Esto sugiere que la naturaleza contiene un Principio de Organización que, a través de la vida, ordena el caos, saca el espíritu de la materia, y la personalidad de la estofa impersonal. Podemos identificar este principio como un atributo de Dios”.
“El concepto de que la vida persigue metas y de que el espíritu es su máxima expresión, puede servir de base a una filosofía personal esencialmente religiosa para aquellos que valoran la integridad intelectual pero están convencidos de que el universo sólo tiene sentido si se interpreta en términos espirituales. La vida, manifiesta en los organismos, es integradora, finalista y creativa. No podemos todavía explicar estas cualidades, pero sí obtener, a través de ellas, una visión espiritual más clara de la naturaleza del hombre y su relación con el universo que a través, simplemente, del intelecto. Si el hombre procura incesantemente elevar sus metas, éstas lo elevarán a alturas insospechadas. Si las degrada, se aniquilará a sí mismo”.
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