Puede decirse que el objetivo de todos los seres humanos es el logro de la felicidad, aunque no nos pongamos de acuerdo acerca de cuál es el mejor camino para ese logro. Una vez que hemos elegido, individualmente, ese camino, descubrimos que existen causas que permiten alcanzarlo, y a ellas las denominamos el bien. También habrá causas que impiden llegar a nuestro objetivo, y a esas causas las denominamos el mal. De ahí que, asociada a cada meta, aparece vinculada una ética particular; luego, habrá tantas éticas posibles como distintos caminos hacia la felicidad existan.
Lo que distingue a la sociedad humana de un simple agrupamiento de seres humanos, es la existencia de metas comunes y, sobre todo, de metas que contemplen la felicidad de todos los integrantes del grupo social. Esta igualdad de derechos a la vida y a la felicidad restringe la existencia de varias de las metas particulares tanto como las éticas respectivas, por cuanto, por lo general, éstas excluyen a muchos integrantes de la sociedad. Resulta bastante evidente que ha de existir un camino mejor que otro, un grado de felicidad mayor que otros, una ética mejor que otras, y por ello, un objetivo de la vida mejor que otros. El descubrimiento de una ética de validez y aceptación general, provendrá de una selección previa, lo que implica una optimización entre todas las éticas posibles.
Debido a la influencia de las distintas religiones, a la búsqueda de la felicidad se le agrega el de la inmortalidad, que muchas veces “compite” con aquella. Puede decirse que tal inmortalidad es un estado de felicidad posterior a la muerte física de un individuo, supuestamente de mayor calidad o intensidad, y de una duración ilimitada. José Ortega y Gasset escribió en alguna parte que algunos individuos no saben qué hacer con su vida y con su tiempo y, aun así, pretenden lograr una vida eterna.
De la misma manera en que el ahorrista sacrifica parte de su bienestar presente pensando en su bienestar futuro, se supone que para lograr la inmortalidad debemos necesariamente sacrificar parte de la felicidad actual. Aparece de esa forma cierta oposición entre felicidad e inmortalidad, ya que, pareciera, para lograr una de ellas hay que sacrificar algo de la otra. Daisaku Ikeda escribió: “Muchas religiones rechazan la idea de que la vida individual termina con la muerte del individuo; esto es, rehúsan creer que la vida es un suceso efímero y único. El budismo, por ejemplo, enseña la doctrina de la transmigración; y el cristianismo, la de la vida eterna. La teoría budista es que una corriente de relaciones de causa y efecto se manifiesta en el ser sensible (incluyendo por supuesto a los seres humanos), y esta corriente vincula la vida presente con vidas del pasado y con otras que se tendrán en el futuro. Un desempeño pobre en la vida presente es el resultado de acciones en existencias anteriores. Actos perpetrados ahora afectarán las existencias futuras o adversamente, dependiendo de su calidad. Las implicaciones éticas de tal sistema derivan puramente de la practicidad: es sabio actuar ahora de modo que no haga desgraciada una vida futura. El enfoque cristiano es el personal de la recompensa divina en el cielo por las buenas obras actuales y el castigo del infierno para la maldad presente”.
“Resumiendo, considerar que la vida continúa, de algún modo, hasta la eternidad puede tener implicaciones éticas para el modo en que la gente utiliza su tiempo asignado a la Tierra. Pensar que la vida es cosa de una sola vez puede tener también implicaciones éticas. Por ejemplo, el hombre que rechaza tanto la recompensa futura como el castigo puede vivir la vida hedonista que quiera. ¿Qué diferencia puede haber si no hay nada después de la muerte?” (De “Los valores humanos en un mundo cambiante” de D. Ikeda y B. Wilson-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1993).
En la Edad Media europea se advierte una notable oposición entre la búsqueda de la felicidad y la de la inmortalidad, ya que se pensaba que el hombre estaba de paso por la vida y que el único objetivo valioso era el logro de la vida eterna, prometida por el cristianismo. Incluso se desdeñaba al mundo real y cotidiano acentuando la búsqueda del más allá posterior a la muerte. Sin embargo, si uno tiene presente los mandamientos de Cristo, se advierte que en realidad no existe ninguna oposición entre la búsqueda de la felicidad y de la inmortalidad. Si uno ama al prójimo como a si mismo, logrará un elevado grado de felicidad como también le permitirá la vida eterna, en caso de que ella exista.
Desde el punto de vista del cristianismo, no tiene sentido establecer elaborados y rigurosos razonamientos acerca de una vida posterior, por cuanto lo importante, lo que resulta accesible a nuestras decisiones, es encontrar el camino para acceder a esa vida. El amor al prójimo produce en el individuo un elevado grado de felicidad, aun cuando nuestros antepasados medievales no lo advirtieran. Mediante tal actitud cooperativa, al compartir las penas y las alegrías de los demás, advertimos que la felicidad óptima es la que involucra a las personas que nos rodean. De ahí que la verdadera felicidad es la que “puede contagiarse” a los demás.
Tanto la búsqueda de la felicidad como de la inmortalidad responden a la tendencia del hombre a “perseverar en su ser con duración indefinida”, como lo manifestaba Baruch de Spinoza. De ahí la diversidad de opiniones respecto de la inmortalidad. José Ferrater Mora estableció una síntesis de las diversas formas en que el hombre supone el paso a la vida ultraterrena:
1- Al sobrevenir la muerte, el alma del hombre emigra a otro cuerpo, esto es, se reencarna. La serie de transmigraciones y reencarnaciones constituye a su vez una recompensa o un castigo; cuando hay castigo, las almas emigran a cuerpos inferiores; cuando hay recompensa, a cuerpos superiores hasta quedar, finalmente, incorporadas a un astro. (Culturas primitivas, refinada por los pitagóricos).
2- Las almas de los hombres pueden transmigrar, pero toda transmigración constituye un castigo. Para evitarlo hay que llevar una vida pura, única que puede suprimir la pesadilla de los continuos renacimientos y sumergir la existencia en el nirvana. (Concepción budista).
3- Las almas de los hombres –entendidas como sus «alientos» o sus «sombras»- van a parar a un reino –el de los muertos-, que es el reino de lo sombrío. A veces salen de este reino para intervenir en el mundo de los vivos. (Pueblos primitivos y religión popular griega).
4- La sobrevivencia de los espíritus después de la muerte depende de la situación social de los hombres correspondientes: solamente ciertos individuos de la comunidad sobreviven. (Vigente en Egipto hasta que se generalizó a toda la comunidad).
5- Hay sobrevivencia, pero no es individual, al morir las almas se incorporan a un alma única (Interpretaciones dadas a la teoría aristotélica).
6- Al morir, los hombres son devueltos al lugar de donde proceden, al depósito indiferenciado de la Naturaleza, que es el principio de la realidad. (Concepción estoica).
7- No hay sobrevivencia de ninguna especie: la vida del hombre se reduce a su cuerpo, y al sobrevenir la muerte tiene lugar la completa disolución de la existencia humana individual. (Concepción naturalista, que niega toda inmortalidad).
8- Hay sobrevivencia individual, y es la de las almas. (Cristianismo, Platón y otros filósofos).
9- Hay sobrevivencia individual de las almas, acompañada luego por la resurrección de los cuerpos. (Concepción católica).
10- Sobrevive la psique humana por lo menos durante algún tiempo. (Metapsíquicos y algunos espiritistas) (Del “Diccionario de Filosofía”-Editorial Ariel SA-Barcelona 1994).
Acerca del vínculo entre felicidad e inmortalidad, Julián Marías escribió: “Yo creo que la capacidad amorosa presenta enormes diferencias, tanto individuales como históricas. El hombre es intrínsecamente amoroso, es una realidad amorosa; sí, pero ¿cómo y cuánto? Sería apasionante estudiar a esta luz la historia de la pretensión de inmortalidad, pero la primera dificultad es que nunca se ha estudiado histórica o socialmente la condición amorosa…La condición amorosa se realiza de muy diversas formas, con enormes diferencias de intensidad y contenido, que habría que descubrir en las manifestaciones, reales o imaginativas, literarias, de la vida personal”.
“Sería interesante poner esto en relación con la actitud frente a la inmortalidad. ¿No ocurrirá que haya épocas en que el hombre siente fuertemente la pretensión de inmortalidad, tiene vivo interés por ella, por seguir viviendo siempre, precisamente porque tiene una realidad intensamente amorosa? ¿No sucederá, por el contrario, que en épocas en que la capacidad amorosa decae, en que el nivel amoroso es bajo, se produce automáticamente un descenso del deseo de inmortalidad, de la pretensión de perdurar? Parece sumamente probable, y sería iluminador considerar atentamente las cosas desde esta perspectiva”.
“En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte para seguir amando. Recuérdese la famosa y espléndida expresión de San Agustín: «Mi peso es mi amor, soy llevado por él adondequiera que voy»: es el peso de la vida humana, el amor, que nos lleva de una parte a otra”.
“Esto es capital: las épocas de crisis del amor, aquellas en que desciende o se enfría, experimentan al mismo tiempo un descenso paralelo del deseo de inmortalidad. Si se compara el final del mundo antiguo, en los siglos inmediatamente anteriores al cristianismo, con la actitud de gran parte de la Edad Media; si se compara el Renacimiento con el siglo XVIII, o con el Romanticismo, o con nuestra época, se ve cómo hay enormes desniveles en dos cosas: en la capacidad, intensidad y viveza de la condición amorosa, por una parte, y en el grado de pretensión viva y auténtica de inmortalidad, por la otra”.
“Puede darse una extraña actitud inercial, pasiva, indiferente. Llevo muchos años asombrándome de la normalidad con que grandes masas de hombres de nuestra época, en el mundo occidental (acaso todavía más en otros que conozco peor), aceptan la idea de que el hombre es mortal, de que la muerte significa la aniquilación, la desaparición total. ¿Cómo se explica esto? Pienso que la clave es el inmoderado afán de seguridad del hombre contemporáneo, y que lo único que podría darla es la aniquilación, la nada, la cesación de todo acontecer y de todo proyecto. El horizonte de la inmortalidad es siempre inseguro, problemático, y aunque hubiera una certeza absoluta, quedaría la incertidumbre respecto a sus formas y contenido. No solo muchos hombres actuales no se angustian ante la perspectiva de la aniquilación, sino que la posibilidad o esperanza de la inmoralidad les estorba, los perturba como una enojosa amenaza a su seguridad” (De “La felicidad humana”-Alianza Editorial SA-Madrid 1994).
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