Mientras que en la ciencia experimental resulta irrelevante la personalidad del autor de una teoría, para el historiador de la filosofía adquiere gran importancia conocer la personalidad del filósofo, ya que el carácter esencialmente subjetivo de la filosofía hace interdependientes la obra y su autor. Teresita Díaz Pumará escribió: “Nietzsche es uno de los casos más evidentes en los que vida y obra constituyen una unidad inescindible: él lo sabía y así lo quiso…¿Cómo separar, entonces, un fragmento de esta unidad en la cual el autor se encuentra plasmado en carácter y pensamiento en cada palabra y en cada silencio?”.
“En cierto sentido este pensador alemán («de nacimiento pero no de costumbre»…) hace de su vida la materia de toda su obra, de su obra la expresión de toda su vida, de su enfermedad su voluntad de vivir…pero aquí lo hace directamente y a gritos (o a martillazos)” (De “Confesiones filosóficas” de José González Ríos-Editorial Quadrata-Buenos Aires 2006).
Puede compararse la labor del filósofo a la función que tiene un espejo, tal la de reflejar la realidad tal cual es. Sin embargo, al no existir un espejo perfecto, la realidad es deformada bajo las imperfecciones de cada pensador. Si a ello se le agrega la propia complejidad de la realidad, resulta una errónea visión brindada al lector. Si en lugar de facilitar la comprensión del mundo real, se la dificulta, se pierden las ventajas que debería ofrecer la filosofía. Incluso en muchos casos el mundo real parece ser suplantando por mundos imaginarios de la misma forma en que un rostro real resulta totalmente distorsionado por un espejo deforme. José González Ríos escribió: “Sir Francis Bacon advierte que nuestras propias mentes son irremediablemente como espejos que reflejan la realidad que desean o anhelan conocer bajo formas espectrales que deforman en su percepción aquello que buscan. Como si nosotros mismos fuésemos una suerte de espejos cóncavos o convexos que devolvemos las cosas de un modo variado y distinto de cómo ellas son. Como si, en definitiva, la regularidad de nuestra gramática, de nuestras reglas y leyes del pensamiento no resistiesen en su constitutiva inmovilidad o, si se prefiere, lentísima o levísima movilidad, la particularidad, la irregularidad y el continuo movimiento y transformación de lo real”.
Existen varias motivaciones en cuanto a la labor del pensador. Hay quienes piensan y escriben para solucionar sus problemas personales, o para solucionar problemas de los demás. También hay quienes buscan popularidad o bien inmortalizarse a través de su obra. Otros tratan de hacer triunfar la verdad, aunque sea parcial, una vez que están seguros de poseerla. Finalmente los pensadores religiosos buscan la difusión masiva de sus creencias, dando de esa forma sentido a sus vidas.
Muchos filósofos han ayudado a comprender sus obras relatando, mediante autobiografías, confesiones o meditaciones, las motivaciones que permitieron su realización. El citado autor agrega: “El relato autobiográfico también encuentra su origen en el esfuerzo que hace un pensador por brindar una justificación religiosa, moral o bien racional del camino de pensamiento que ha practicado, como se desprende de los relatos de Marco Aurelio y René Descartes. En el «Discours de la méthode» Descartes señala no en último término la personalidad y singularidad de su propuesta, la cual aunque de pretensión universal encuentra su origen en la indivisa experiencia del «yo»: «Pero me agradaría mucho mostrar, en este discurso, cuáles son los caminos que he seguido, y de representar aquí mi vida como en un cuadro, a fin de que cada cual pueda juzgarla; de manera que, conociendo por el rumor público las opiniones que ella merezca, esto sea un nuevo medio de instruirme, que agregaré a aquellos de los que acostumbro a servirme. Mi propósito no es, pues, enseñar aquí el método que cada cual deba seguir para dirigir bien su razón; sino solamente mostrar el modo como traté de conducir la mía»”.
Existieron también vidas complejas que adoptaron posturas difíciles de encuadrar. Así, si alguien nace con una salud muy débil, no resulta difícil aceptar que ha de orientar su vida hacia el logro de valores morales e intelectuales, como ha sido el caso de Blaise Pascal, mientras que, por el contrario, en Friedrich Nietzsche, tal inconveniente lo condujo a promover actitudes adversas a la moral y a las costumbres predominantes, incluso atacando severamente al cristianismo. El caso de Nietzsche, posiblemente, pueda entenderse considerando que el complejo de superioridad que se vislumbra en sus escritos, proviene de la necesidad de compensar un previo complejo de inferioridad.
Giovanni Papini escribe respecto a Nietzsche: “Frente a los cristianos que buscan la vida del espíritu, cantó al cuerpo; frente a los moralistas que buscan el bien, cantó al mal; frente a los pesimistas que reniegan de la vida, cantó a la vida. Dijo no a los que decían sí, y sí a los que decían no. Era un eco al revés, pero era un eco”.
“Él, que prefería las empresas difíciles a las palabras, siguió las vías «más fáciles» y menos fatigosas de la originalidad. No supo dar una nueva respuesta a las viejas preguntas ni hacer a los hombres una nueva interrogación. Su filosofía es, desde el principio hasta el fin, la confesión y la proyección de la debilidad de su vida” (De “El crepúsculo de los filósofos”-Editorial Tor-Buenos Aires 1936).
Un caso algo más complicado es el de Sören Kierkegaard, quien imagina un Dios vengativo que descarga su ira en los hijos de un padre que ha blasfemado en su contra. Por ello el filósofo interpreta que sus hermanos mueren jóvenes, lo mismo que le sucederá a él, por el error de su padre. Harald Höffding escribió: “En 1768, un pastor de doce años guardaba sus ovejas. Padecía hambre y frío; la soledad y el desamparo oprimían su alma dolorosamente. Entonces, en su desesperación, subió a una colina y blasfemó del Dios que le había concedido una vida miserable. Este muchacho era el padre de Kierkegaard”.
“En la historia de la familia de Kierkegaard, aquel suceso desempeñó un gran papel, tanto como efecto que como causa. Es una demostración del poder de la melancolía que todo lo siente más intensa y profundamente, de la pasión que lleva todo sentimiento y toda idea a su cima y culminación. Pero también se presenta como símbolo amenazador, que impele de continuo a la taciturnidad a un nuevo movimiento y mantiene despierta la idea en un Dios, que castiga en los hijos los pecados de los padres” (De “Kierkegaard”-Revista de Occidente-Madrid 1949).
El filósofo medieval Agustín de Hipona (San Agustín) relata en sus “Confesiones” los detalles de su vida; inicialmente un pecador, luego un arrepentido y posteriormente convertido al cristianismo. Agustín escribió: “Ciertamente, Señor, que tu ley castiga el hurto, ley de tal modo escrita en el corazón de los hombres, que ni la misma iniquidad puede borrar. ¿Qué ladrón hay que sufra con paciencia a otro ladrón? Ni aun el rico tolera esto al forzado por la indigencia. También yo quise cometer un hurto y lo cometí, no forzado por la necesidad, sino por penuria y fastidio de justicia y abundancia de iniquidad, pues robé aquello que tenía en abundancia y mucho mejor. Ni era el gozar de aquello lo que yo apetecía en el hurto, sino el mismo hurto y pecado”.
Goodfried W. Leibniz tenía la predisposición a buscar armonía y conciliación donde antes había discordia, de ahí sus intentos de reunificación religiosa entre católicos y protestantes, si bien no tuvo éxito. En cierta forma se sentía un reconciliador que buscaba mejorar la obra del Creador. Al respecto escribió: “Yo estaba contento de lo que era entre los hombres, pero no de la naturaleza humana. Con frecuencia me apenaba considerar los males a que estamos expuestos, la escasa duración de nuestra vida, la vanidad de la gloria, los inconvenientes que derivan del placer, las enfermedades, que llegan a abrumar a nuestro espíritu; por último, el anonadamiento de todas nuestras grandezas y de todas nuestras perfecciones en el momento de la muerte, que parece reducir a nada el fruto de nuestro trabajo”.
“Estas meditaciones me ponían melancólico. Yo amaba por naturaleza hacer el bien y conocer la verdad. Sin embargo, me parecía que me tomaba un trabajo inútil, que un delito afortunado vale más que la virtud oprimida y que es preferible una locura agradable a la penosa razón. Resistía, empero, a esas objeciones y sentía en mi espíritu que la consideración de la divinidad arrastraba a mi razón a la buena causa, divinidad que debía haber puesto buen orden en todo y que alimentaba mis esperanzas con la expectativa de un futuro capaz de enderezarlo todo” (Citado en “Confesiones filosóficas”).
La búsqueda de fama e inmortalidad también ha sido una motivación de los intelectuales. Girolamo Cardano escribió al respecto: “Habiendo jurado perpetuar mi nombre, tracé un plan con este propósito tan pronto como me fue posible orientarme en esta vida dado que comprendí, sin lugar a duda, que la vida posee dos vertientes: la existencia material común a las bestias y a las plantas y aquella existencia que es peculiar del hombre sediento de gloria y grandes logros”.
“No tenía un amplio conocimiento de la lengua latina, ni amigos, ni nada proveniente de mis padres, excepto una herencia de miseria y menosprecio. Después de algunos años, fui inspirado por un sueño a abrigar la esperanza de lograr este segundo tipo de vida: el de la fama. Sin embargo, no veía claramente cómo habría de lograrlo excepto en la medida en que fuese ayudado, de algún modo, por un milagro que me permitiese entender la lengua latina”.
“Pero en verdad fui disuadido por mi recto razonar de albergar tal aspiración a la fama, dándome cuenta que nada era más vacío que dicha esperanza, por no mencionar la simple decisión”.
“De todos modos, he vivido mi vida lo mejor que he podido y, debido a alguna esperanza en el futuro, he menospreciado el presente. Si debo excusarme por mi modo de vida presente, dejadme decir que ahora continúo existiendo tan bien como me es posible. Y si este curso de mi vida parece honorable, y aunque toda la esperanza que albergo de alcanzar la fama fracase, mi ambición es digna de encomio, en la medida en que aspirar al renombre es algo natural” (Citado en “Confesiones filosóficas”).
En la actualidad, la filosofía debe pegar el salto desde el subjetivismo al objetivismo, adoptando como ideal el “espejo plano” de la ciencia experimental, dejando a la literatura el ideal del “espejo cóncavo o convexo”. La filosofía actual debe ser compatible con la ciencia experimental, lo que significa que debe ser compatible con el mundo real.
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