Desde el punto de vista de la economía existe, en un extremo, la sociedad en la que el Estado planifica qué se ha de producir y en qué cantidad, mientras que en el otro extremo existe la sociedad en la que cada individuo determina qué ha de consumir y en qué cantidad. Cuando esta última se distorsiona, se transforma en la “sociedad de consumo”, que es aquella en la que el hombre relega tiempo y actividad mental, que podría dedicar al logro de valores culturales o morales, al objetivo final de obtener dinero para poder adquirir la mayor cantidad posible de bienes materiales.
Cuando el hombre pierde de vista su esencia humana, tanto intelectual como social, no busca incrementar su nivel de conocimientos ni sus vínculos afectivos, sino que trata de obtener todo lo que le procure placeres y comodidades a su cuerpo. Trata de satisfacer su esencia biológica antes que su esencia cultural. Para contrarrestar esta tendencia deberíamos intentar lograr una masiva difusión del conocimiento. Mahatma Gandhi escribió: “La característica distintiva de la sociedad moderna es esa multiplicidad indefinida de las necesidades humanas. La característica de la civilización antigua es la restricción imperativa y la regulación estricta de aquellas necesidades”.
Al aceptarse que el triunfador en la sociedad consumista es el que posee mayor disponibilidad de dinero, muchos encuentran en el lujo y la ostentación la manera de despertar la envidia de los demás. Quien así actúa, muestra una actitud agresiva hacia el medio social; ya que muchos desean vengarse de la sociedad que poco los valoró con anterioridad al logro de cierta notoriedad. Se ha dicho al respecto: “Si quieres conocer a alguien, dadle poder”.
Debe distinguirse entre las actividades laborales orientadas a la normal búsqueda de seguridad económica de la excesiva búsqueda de lo superfluo. Podemos adoptar un criterio para determinar la tendencia consumista teniendo presente si, en una sociedad, predomina el ahorro, por lo cual se sacrifica algo del presente en beneficio del futuro, o bien predomina el crédito, por lo cual se sacrifica algo del futuro en beneficio del presente. De ahí que ha de ser la época posterior a la Segunda Guerra Mundial cuando en Europa, ante la incertidumbre del futuro, la gente prefería asegurar cierta felicidad en el presente ante un futuro incierto. Eduardo H. Tecglen escribió:
“El ahorro del pasado, es decir, la pequeña o gran fortuna acumulada moneda a moneda en espera de conseguir la adquisición del objeto duradero o la serie de objetos perdurables que podrían garantizar la seguridad para el resto de la vida, se convierte en el ahorro sobre el futuro: el crédito o la venta a plazos. La financiación, junto con la publicidad, es el invento más formidable de la sociedad de consumo: permite adelantar la idea de la felicidad en este mundo –idea típica de la mentalidad surgida a partir de la fase industrial- sin esperar a la hipotética vejez. Únicamente requiere vender el futuro. Resulta una forma modesta de la antigua venta del alma al diablo, que llenó también de ilusión parte de los siglos anteriores con la misma idea: hipotecar el futuro, que no es propio, a cambio del presente, que puede serlo gracias a una simple firma, rodeada, eso sí, de todas las garantías. Así, la sociedad burguesa del siglo XX altera, por inversión radical de los tiempos, el sentido del ahorro con respecto a las sociedades de los siglos precedentes. Cabría fijar la fecha en que la sociedad de consumo se realiza plenamente en el momento en que termina la II Guerra Mundial” (De “La sociedad de consumo”-Salvat Editores SA-Barcelona 1973).
Los principales países occidentales tienen acumuladas deudas privadas y públicas dos o tres veces mayores al PBI anual, de donde resulta una situación inestable para el futuro de la economía mundial, dadas las dependencias recíprocas existentes. Ello indica que las decisiones poco aconsejables para el individuo llevan a situaciones poco aconsejables para la sociedad.
Como siempre ocurre en situaciones de crisis, nunca faltan quienes “generosamente” se ofrecen para dirigir personalmente las sociedades desde el Estado, ya que aducen conocer a la perfección lo que debe consumir cada hombre y lo que resulta superfluo. Sin embargo, tales correcciones han llevado a empeorar las cosas, ya que toda alternativa viable depende de la suficiente madurez del individuo que, actuando en libertad, elige lo mejor para él y para la sociedad. Salvador F. Busacca escribió: “¿Cuál es, pues, el desafío que nos plantea la sociedad consumista? Me parece obvio. Si el mal y el desajuste residen en propender hacia el ascenso en una escalera sin término en la adquisición de bienes materiales, para exhibirlos primordialmente ante seres que no amamos, destruyendo los vínculos de la solidaridad, usando irracionalmente los recursos básicos, y todo ello en una sociedad donde hay sectores realmente marginados, lo coherente es limitar la producción de bienes no esenciales para la felicidad, consumidos normalmente por los ricos y poderosos y ansiados por los demás, gracias al incesante machacar de la publicidad” (De “Hacia un nuevo proyecto histórico”-Editorial Plus Ultra-Buenos Aires 1975).
La cuestión no es tan sencilla por cuanto, según estudios realizados por algunos sociólogos en EEUU, los millonarios en dólares son, por lo general, personas ahorrativas que prefieren las buenas inversiones al “buen consumo”, mientras que los que tienen poco dinero son quienes se esfuerzan por aparentar, mediante el consumo excesivo, un nivel económico superior al real. Las inversiones productivas, como la generación de empleos, dependen del ahorro de las personas de mayores ingresos. De ahí que poco efectivos han resultado los intentos por mejorar las cosas atacando a tales individuos. Debe distinguirse siempre entre el rico que accedió a esa posición por méritos productivos del que lo hizo por “méritos” especulativos o ilegales.
El liberalismo propone a la economía de mercado, o capitalista, en la cual la formación de capital se ve favorecida por el ahorro, por lo que se opone a la mentalidad prevaleciente en las sociedades de consumo. Wilhelm Röpke escribió: “La compra a plazos, como hábito de masas practicado con creciente despreocupación, es contraria a las normas del mundo burgués en el que debe arraigar la economía de mercado, e incluso pone en peligro su misma existencia”.
“Su existencia está vacía, y buscan la manera de darle contenido. Una de las vías de escape de esta paralizante vacuidad consiste en intoxicarse con ideologías, pasiones y mitos políticos y sociales, y en ese trance es donde el comunismo encuentra su mejor oportunidad. Otra forma de evasión es la búsqueda incesante de satisfacciones materiales; entonces, el lugar de las ideologías es ocupado por las motocicletas, por los aparatos de televisión, por vestidos que se compran de prisa y quedan impagos…en otras palabras, por una fuga precipitada hacia el placer inmediato, sin moderación ni pudor”.
“En la medida en que estos goces materiales estén compensados, no sólo por el correspondiente esfuerzo en el trabajo sino también por un razonable plan de vida, que contemple el ahorro y las reservas para el futuro, y por los valores, hábitos y actitudes no materiales que trasciendan el placer momentáneo, en esa medida, la sensación de vacío será realmente dominada, y con ella se disipará el malestar «antiburgués». Sin tales compensaciones, el goce no pasará de ser un método engañoso de colmar el vacío, que nada habrá de curar”.
“La incomprensión, cuando no la hostilidad, con que esta clase de reflexiones son generalmente recibidas, es otra prueba más del predominio del racionalismo social y de la implícita amenaza que representa para los fundamentos mismos de la economía de mercado. Una de tales variantes es la que propone como ideal el de ganar la mayor cantidad posible de dinero en el menor tiempo posible de trabajo, para luego buscar una válvula de escape en el mayor consumo posible de los artículos «standard» que ofrece la moderna producción en masa, aprovechando las facilidades del pago en cuotas mensuales. El «homo sapiens consumens» pierde de vista todo aquello que contribuye a crear la felicidad humana, fuera de sus ingresos monetarios y la transformación de éstos en bienes. Dos de los factores que tienen importancia en este contexto, son el modo de trabajar de las personas y su modo de vivir durante las horas en que no trabajan. ¿Consideran que la parte de su vida dedicada al trabajo es totalmente una carga obligatoria, o son capaces de extraer de ella alguna satisfacción? ¿Cómo viven fuera de su trabajo, qué hacen, qué piensan, en qué medida participan de la natural existencia humana? Una antropología que nos deja ciegos ante el peligro de que la prosperidad material, en vez de elevar el nivel de sencilla felicidad humana lo haga descender por el estado no satisfactorio de los dos factores vitales arriba mencionados, es una falsa antropología, que carece de sabiduría, yerra en la comprensión del hombre y deforma el concepto de humanidad. Semejante visión antropológica, por otra parte, nos impide discernir la verdadera naturaleza del proceso de proletarización y de la política social y sus resultados” (Citado en “Enfoques económicos del mundo actual” de L. S. Stepelevich-Ediciones Troquel SA-Buenos Aires 1978).
Las evidentes falencias de las sociedades de consumo son utilizadas como argumento para atacar la economía de mercado, ya que, como supone el marxismo, las acciones humanas dependen del sistema de producción vigente. Por ello, los marxistas no desaprovechan la ocasión para culpar al “enemigo”. Sin embargo, se ha comprobado que la economía de mercado es el medio más eficaz de traducir las demandas de los consumidores en producción que las satisfaga, es decir, es el medio más eficaz para satisfacer la demanda tanto de lo superfluo como de lo esencial, dejando para la religión y las humanidades la orientación del individuo hacia mejores elecciones tanto de consumo como de vida.
De ahí que la absurda crítica que surge desde sectores católicos hacia el liberalismo, en cuanto al predominio del materialismo consumista, no tiene en cuenta que en realidad el consumismo se debe a que la gente no recibió una orientación ética adecuada, y no porque exista un proceso económico que favorece la producción de lo que la gente requiere. La opinión de Wilhelm Röpke es la de una de las figuras representativas del liberalismo, quien, como puede observarse, se opone a las prácticas y a la mentalidad que favorece la proliferación de las sociedades de consumo, en evidente negación de las distintas campañas difamatorias que frecuentemente recaen en el liberalismo promovidas por quienes pretenden destruirlo. Ludwig von Mises escribió respecto del surgimiento del capitalismo: “Tal progreso social no fue sino fruto de la acumulación de capitales, acumulación engendrada por el ahorro, por el hecho de que las gentes procuran, cuando pueden, no consumir cuanto producen, dedicando una parte de sus ingresos a la inversión lucrativa” (De “Seis lecciones sobre el capitalismo”-Unión Editorial SA-Madrid 1981).
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