Una vez que la mayor parte de los países ha abandonado la intención de establecer el socialismo, se orienta a reemplazarlo por el Estado de Bienestar, que es el objetivo de las socialdemocracias. Ello ocurre porque poco se confía en la propuesta liberal, ya que la economía de mercado deja “desamparado” al ciudadano poco apto para un aceptable desempeño laboral. Podemos sintetizar ambas posturas:
a) Liberalismo amplio = Economía de Mercado + Cooperación espontánea
b) Socialdemocracia = Estado de bienestar
En el primer caso se busca, a través de la libertad de la producción y de los intercambios, la optimización de las potencialidades económicas de la sociedad. Como no todos tienen aptitudes suficientes para la producción, como es el caso de ancianos, niños o desvalidos sin protección familiar, queda a cargo del Estado la cobertura de lo que no puede amparar el mercado. Además, el liberalismo considera necesaria la espontánea colaboración entre grupos e individuos promovida principalmente por las buenas costumbres y la ética proveniente de la religión. Sin embargo, cuando del individualismo se pasa al egoísmo, se pierde parte de la colaboración necesaria. Wilhelm Röpke escribió:
“Debe concederse que el individualismo extremo del pasado ha tenido no poca parte de culpa en este cambio de péndulo hacia el extremo opuesto del moderno Estado de bienestar. Es indudable que la característica de una sociedad sana es mantener dentro de lo posible el centro de gravedad de la responsabilidad y de la planificación de la vida en el punto equidistante de los dos extremos del individuo y del Estado en el seno de la auténtica comunidad reducida, de la que la más original, indispensable y natural es la familia. Esto nos enfrenta con la tarea de fomentar con todas nuestras fuerzas la expansión de estas pequeñas y medianas sociedades de todo tipo y, a una con ello, la de favorecer las ayudas entre grupos en aquellos círculos que todavía pueden permitirse voluntariedad, sentido de la responsabilidad y contacto humano, evitando así la fría despersonalización de la moderna maquinaria de la previsión masificada”.
Como resultado de la poca confianza que el hombre tiene respecto del resto de la sociedad, se ha implantado el Estado de bienestar desplazando todo tipo de cooperación espontánea para ser cubierta mediante la “redistribución de la riqueza”. Ello conlleva varios problemas adicionales; ya que la administración de tal redistribución tiene un bajo rendimiento, del orden del 30% en países con corrupción moderada (porcentaje del total asignado que llega efectivamente al pobre). Además, anula en el individuo el sentido de responsabilidad social ya que relega en el Estado todo lo que en otros casos se consideraba obligación moral. Al promover la confiscación de riquezas del sector productivo para cederla al improductivo, desalienta la producción y promueve la vagancia. Para colmo de males, el Estado de bienestar no sólo protege al individuo que carece de los elementales medios de subsistencia, sino que trata de protegerlo de la desigualdad económica previendo la envidia que de ella surge.
“La verdad es que este moderno Estado benefactor o Estado-providencia, que a la luz de estas reflexiones se nos presenta como un anacronismo, resultaría incomprensible si no tuviéramos en cuenta el hecho de que en la actualidad tiene otro sentido. Su meta auténtica ya no es ayudar a los débiles y necesitados de ayuda, a aquellos cuyos hombros son demasiado débiles para soportar la carga de la vida y las vicisitudes del destino. Estos problemas le ocupan cada vez menos. La realidad es que con suma frecuencia son los necesitados de todo los que menos reciben de él. El Estado benefactor no es hoy la expansión de las antiguas instituciones de la seguridad y la previsión social tal como las creó por ejemplo, en Alemania, Bismarck. Mientras tanto, se ha ido convirtiendo en un número creciente de países en un instrumento de la revolución social, cuya meta consiste en lograr la más perfecta igualdad posible de ingresos y bienes, con lo que la envidia ha desplazado a la compasión como motivo predominante”.
"Así pues, el quitar se ha convertido en algo tan importante al menos como dar, y si llegara a ocurrir que no hubiera ya un número suficiente de gentes auténticamente necesitadas de ayuda, habría que inventárselas, para justificar la tendencia a rebajar a los más ricos hasta el nivel medio, en nombre de altisonantes frases morales, para dar satisfacción al resentimiento social. Se sigue hablando aún el viejo lenguaje de la antigua previsión social, se sigue pensando con aquellas viejas categorías, pero esto no es sino el telón que encubre la nueva campaña que se extiende a todo cuanto supera el nivel medio de ingresos, bienes y rendimiento. Y dado que no se conseguirán los nuevos objetivos de esta revolución social hasta que todo haya quedado nivelado; dado que las pequeñas diferencias que aún subsisten seguirán despertando el resentimiento social; dado que, por otra parte, es inimaginable una situación que no ofrezca ya pábulo al resentimiento social, la conclusión final es que no cabe esperar que se detenga esta evolución mientras no se acierte a ver la perversa filosofía social en que se apoya el moderno Estado de bienestar y se la rechace en consecuencia como uno de los más funestos errores de nuestra época”.
Tanto quienes creen que sólo con la económica de mercado, o sólo con el Estado de bienestar, se resolverán todos los problemas sociales, suponen prioritaria la economía a la ética, lo que constituye el economismo, como distorsión del rol que ha de cumplir la economía en la sociedad. Por otra parte, quienes proponen el Estado de bienestar suponen que todo hombre es egoísta y siempre lo será, y también que todo hombre “desigual” es envidioso y siempre lo será. Se advierte que no existe solución factible dentro del ámbito exclusivo de la economía, ya que ignora la conducta individual del hombre.
Mientras que el éxito de la sociedad libre implica la existencia de ciudadanos que pueden valerse por ellos mismos, sin ayuda de nadie, el éxito del Estado de bienestar viene asociado a las personas que para vivir requieren de su ayuda. “Si tomamos en serio el respeto a la dignidad humana, lo razonable sería proceder a la inversa y medir el progreso por la capacidad que podemos atribuir a amplias masas populares de solucionar el problema de su seguridad existencial con sus propias fuerzas, bajo su propia responsabilidad, mediante el ahorro, los seguros y otras numerosas formas de ayuda voluntaria entre grupos. Sólo esto es, en definitiva, digno de un hombre libre y adulto, y no estar mirando siempre al Estado en espera de una ayuda que, en definitiva, sale de los bolsillos de los contribuyentes o de las limitaciones impuestas a los afectados por el proceso de deterioro del valor de la moneda”.
“¿O es que se considera progreso ampliar cada vez más el círculo de los que tienen que ser tratados como menores de edad económicos y deben ser alimentados por el Estado convertido en colosal tutor? ¿No debe verse más bien el progreso en que sean cada vez más amplias las masas populares que, gracias a unos ingresos en aumento, pueden llegar a ser adultos y estén capacitados para asumir la responsabilidad de sus propios destinos, de modo que se pueda ir desmontando en igual proporción el Estado-providencia, en vez de ampliarlo cada vez más? Si la seguridad social organizada por el Estado es la prótesis de una sociedad contrahecha por el proletarismo y deformada por la masificación, todos nuestros esfuerzos deben encaminarse a conseguir que se pueda prescindir de tal remedio. En esto consiste, desde cualquier punto de vista, el auténtico progreso. Sus avances se miden por la capacidad de ampliar constantemente el círculo de la autoprevisión individual y de la previsión solidaria de los grupos, y de la paralela reducción de una seguridad social impuesta por el Estado. En la medida en que lo consigamos, se superará al mismo tiempo la proletarización y la masificación y, sobre todo, el peligro, más temible que cualquier otra cosa, de degradación del hombre, hasta rebajarlo a la condición de obediente animal doméstico del gran establo estatal, en el que se nos encierra a todos, para ser mejor o peor alimentados” (De “Más allá de la oferta y la demanda”-Unión Editorial SA-Madrid 1979).
El reemplazo de la responsabilidad individual se advierte cuando, ante una situación de carencia de medios básicos, en lugar de iniciar la búsqueda del culpable en la propia persona, o en sus familiares, o en el grupo social, se culpa directamente al Estado. “Si, no hace mucho tiempo, una diputada inglesa describía con acento conmovido, en la Cámara de los Comunes, el destino de su padre, para demostrar que el Estado de bienestar seguía siendo todavía muy insuficiente, esto no constituye ninguna prueba de que sea acuciante la necesidad de ayuda del Estado, sino una estremecedora señal de hasta qué punto en el moderno Estado de bienestar se pierde el sentido de lo natural. De hecho, recibió de otro diputado la adecuada respuesta, cuando le replicó que de lo que debería avergonzarse era de que aquel padre no pudiera contar con suficiente ayuda de su propia hija”.
En épocas pasadas, la persona de bien trataba de evitar toda ayuda del Estado pensando que todo recurso dejado de percibir podría ser de mayor utilidad al ser asignado a quien lo necesitara con mayor apremio. En situaciones de crisis, por el contrario, se advierte la tendencia generalizada a tratar de aprovecharse del Estado, considerando que no es de nadie (en lugar de ser de todos), ya se trate del empleado estatal que trabaja lo menos posible, del empresario que evade impuestos o del político que busca enriquecerse a través de la corrupción. Mientras mayores exigencias recaigan sobre el Estado, mayor ha de ser el deterioro económico general, ya sea porque el elevado porcentaje de impuestos quita recursos a la inversión productiva o bien por requerir de la impresión monetaria que provoca inflación.
“Cuanto más se extienda este principio del Estado de bienestar, tanto más cercano se halla el instante en que esta gigantesca máquina aspirante desembocará en engaño de todos, en un fin de sí mismo que propiamente ya no estará al servicio de nadie, salvo de los maquinistas que viven de ella, de la burocracia social que, por supuesto, está interesada en mantener oculta esta situación. Para comprender mejor cómo es posible que este engaño pueda mantenerse durante tanto tiempo, debemos tener en cuenta que ha habido muy pocas cosas que tanto hayan fomentado la reciente evolución del Estado benefactor como la idea, surgida de la «Gran Depresión», de la inmensa riqueza de la sociedad que, debido a la defectuosa circulación de dinero, había quedado reducida a mera riqueza potencial, que debía actualizarse aumentando al máximo posible una «demanda efectiva». Esta riqueza, así despertada de su sueño, debía ser luego justamente distribuida por el Estado de bienestar. Pero al mismo tiempo –y ésta fue una conclusión especialmente popular que se creyó poder extraer de las doctrinas keynesianas- esta redistribución de los ingresos conseguida gracias al aumento del consumo masivo y la disminución del ahorro, pareció convertirse en el medio óptimo para asegurar el pleno empleo y mantener, por consiguiente, siempre fluyente la fuente del Estado de bienestar. Esta creencia, muy difundida entre los años treinta, en una especie de autofinanciación del Estado benefactor radical –es decir, en una especie de «cuarta dimensión»- explica por sí sola la despreocupación con que durante largo tiempo se ha venido tratando el problema de los gastos que ocasiona”.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario