Mediante premios se tiende a promover lo deseado, o lo que previamente se ha considerado bueno, mientras que, mediante castigos, se trata de desalentar lo indeseado, o lo que se ha considerado malo. Esta es la forma natural que el hombre dispone para buscar el predominio del bien sobre el mal, siendo la Biblia un libro cuyo contenido describe justamente la lucha histórica entre los contendientes de ambos extremos éticos con una esperanzadora victoria final del primero. Premios y castigos justos; adecuados al mérito o a la culpa, han sido empleados también por otros pueblos, por lo que se trata de una práctica universal; incluso excesivos y desmesurados han formado parte de la historia de los pueblos.
Las desigualdades son aceptadas cuando existen méritos, o valores, que las justifican; así, quien más produce y más colabora con la sociedad, tiene méritos para tener más. Rubén H. Zorrilla escribió: “Allí donde el reclamo de igualdad ha sido masivo, no ha tenido como meta la desaparición de todas las desigualdades, sino ha comprendido algunos o varios de estos aspectos específicos. No ha sido, salvo en intelectuales, una aspiración a la igualdad total”. “Esta resignación, tácita o expresa, frente a la desigualdad, ha sido acompañada con la propuesta de que ella debe ser el resultado del mérito” (De “Principios y leyes de la Sociología”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1992).
La existencia de premios y castigos autoinfligidos son parte de nuestra propia naturaleza humana; los que se advierten al sentir felicidad como recompensa a la actitud cooperativa y sufrimiento ante la actitud competitiva y la envidia. De ahí la ventaja de la actitud promovida por el cristianismo al sugerir el amor al prójimo, ya que hace innecesarios premios y castigos adicionales ante la libre acción individual. Como el mencionado mandamiento bíblico pocas veces se cumple estrictamente, será siempre necesario corregir las conductas estimulando lo bueno y desalentando lo malo. El sentimiento de igualdad entre los hombres surge de compartir como propia la tristeza y la alegría que a otro afecta.
En los últimos tiempos, sin embargo, se ha dejado un tanto de lado la búsqueda de la igualdad en el sentido indicado, derivada de lo afectivo y lo emocional, para ser reemplazada por la búsqueda de la igualdad social y económica (igualitarismo). Así, lo deseado, el bien, ha sido desplazado por la “igualdad” y lo no deseado, el mal, por la “desigualdad”, con un significado nuevo para antiguas palabras. Con el igualitarismo se trata de anular la posibilidad de sentir envidia, por lo cual la nueva búsqueda puede considerarse como una tendencia hacia el logro de la felicidad negativa, ya que no se busca tanto lograr la felicidad como evitar el sufrimiento.
La ética del bien y del mal va cediendo terreno a la ética de la igualdad y la desigualdad, siendo la primera compatible con la naturaleza humana y la segunda con el marxismo. Las expresiones del lenguaje corriente van induciendo y reflejando un cambio lento, pero sostenido. Octavio Paz escribió: “En el libro XIII de los Anales, Tzu-Lu pregunta a Confucio: «Si el Duque de Wei te llamase para administrar su país, ¿cuál sería tu primera medida? El maestro dijo: La reforma del lenguaje». No sabemos en donde empieza el mal, si en las palabras o en las cosas, pero cuando las palabras se corrompen y los significados se vuelven inciertos, el sentido de nuestros actos y de nuestras obras también es inseguro. Las cosas se apoyan en sus nombres y viceversa” (De “Solo a dos voces” de Octavio Paz y Julián Ríos-Fondo de Cultura Económica-México 1999).
Puede hacerse una síntesis de las posturas mencionadas para introducir el exceso posterior:
a) Igualdad afectiva o emocional: se busca compartir las penas y las alegrías de los demás como propias. Se corrigen las actitudes mediante estímulos para acentuar el bien y castigos para desalentar el mal.
b) Igualitarismo: como los premios elevan y los castigos rebajan, tienden a producir desigualdades. De ahí que se suprimen los premios que antes se otorgaban a los buenos y los castigos a los malos.
c) Hiperigualitarismo: acentuando la tendencia igualitarista, se llega al extremo de premiar a los malos y castigar a los buenos.
Como se entiende por justicia “dar lo justo a cada uno”, es decir, el premio o el castigo merecido, al desaparecer premios y castigos, desaparece la justicia, al menos en la forma en que antes se la entendía. De ahí que se la reemplace por la “justicia social”, que es aquella situación que implica igualdad social y económica. Gonzalo Fernández de la Mora escribió: “Los demagogos apelan a la envidia porque su universalidad hace que todos los hombres sean víctimas potenciales y porque la invencible desigualdad de las capacidades personales y la irremediable limitación de muchos bienes sociales hacen que, necesariamente, la mayoría sea inferior a ciertas minorías. El cultivo de ese sentimiento de inferioridad envidiosa es la táctica política dominante, por lo menos, en la edad contemporánea. El demagógico fomento de la envidia, como cuanto se refiere a ese sentimiento inconfesable, no se realiza de modo franco, sino encubierto. Un enmascaramiento muy actual de la envidia colectiva es la llamada «justicia social»” (De “La envidia igualitaria”-Sudamericana-Planeta-Barcelona 1984).
Sin premios se debilita el bien, sin castigos se fortalece el mal. Aplíqueselo a la educación, a la seguridad pública o a la economía nacional, y se verá de inmediato cómo se deterioran tales sistemas. Es la fórmula infalible para la decadencia de las instituciones y de la nación.
Hace algunas décadas, el alumno secundario que cometía alguna falta severa, era expulsado de la escuela. De ahí que era poco común enterarse que habían echado a algún alumno por cuanto todos sabían lo que les esperaba. En la actualidad, al abolir sanciones disciplinarias y expulsiones, el deterioro escolar resulta alarmante. Tal es así que muchos buenos alumnos dejan la escuela pública para irse a una privada. Puede decirse que la escuela pública acepta al mal alumno y expulsa al bueno, siendo una inversión total respecto de la justicia tradicional, es decir, la que premiaba al bueno y castigaba al malo, para llegar al hiperigualitarismo educativo, que premia al malo y castiga al bueno.
Recientemente, las autoridades educativas de la provincia de Mendoza emitieron una norma por la cual se habría de admitir, en los establecimientos primarios, la posibilidad de ser abanderado de la escuela a alumnos que hubiesen repetido de curso o hubiesen tenido fallas de conducta, siendo un ejemplo de hiperigualitarismo explícito. La medida fue pronto revocada por el Poder Ejecutivo provincial.
El garantismo y el abolicionismo, en el derecho penal, apuntan a reducir y a eximir de penas a peligrosos delincuentes, lo que implica una segura pena de muerte aplicada a varios inocentes que deberán soportar los efectos del experimento hiperigualitarista; premio a los malos, castigo a los buenos.
En el ámbito de la política y de la economía, mediante el Estado de bienestar, se trata de combatir, no tanto la pobreza, como la desigualdad económica. Para ello el Estado confisca gran parte de las riquezas a quienes las producen para otorgarlas a quienes no; se castiga al que se debe alentar y se premia al que se debe desalentar.
Bajo los sistemas populistas, el periodista que dice la verdad puede ser castigado con la pérdida de su trabajo, mientras que el pseudoperiodista que miente a favor de los gobernantes, ha de ser premiado y halagado. El intelectual que dice la verdad será calumniado y difamado públicamente, mientras que el pseudointelectual que repite palabras del líder populista, será recompensado de varias maneras.
Se considera que la desigualdad social (o económica) es la culpable de todos los males de la sociedad; del bajo rendimiento escolar, de la violencia urbana, de la poca efectividad de la economía, etc. De ahí que la solución obvia vendría por el lado del Estado de bienestar y de las distintas formas de abolicionismo. En realidad, los problemas humanos dependen de las fallas éticas individuales, como vagancia, desinterés, egoísmo, maldad, etc., que se mejoran con una educación adecuada y con la firme voluntad mayoritaria de reincorporar a nuestra mentalidad generalizada los antiguos valores éticos fortalecidos con el estímulo positivo de los premios, desalentando los antivalores con los castigos correspondientes. De ahí la conveniencia de dejar de lado el hiperigualitarismo, que no es otra cosa que la promoción del mal y el desaliento del bien utilizando el antiguo mecanismo de premios y castigos.
Según el criterio vigente, el síntoma de la desigualdad social se observa en el reducido porcentaje de la población que posee el mayor porcentaje de riquezas. Bajo esta estadística no se hace distingo entre el empresario exitoso, que obtuvo su capital productivo trabajando, del político que, mediante robos legales, y sin producir nada, llegó a poseer niveles similares de capital. Sin embargo, la gente pide que se distribuya la riqueza del empresario productivo y no la del político redistribuidor. Incluso se propone como solución la expropiación estatal de los medios de producción para concentrarlos en manos de un tirano como Fidel Castro.
Que el capital productivo esté en pocas manos no significa que un Bill Gates consuma alimentos y vestimenta en cantidades equivalentes al consumo de millones de personas. No debería pensarse que toda persona productiva ha de ser necesariamente un “bicho maligno, devorador de riquezas”. Deberíamos preocuparnos por la gran cantidad de individuos que no tratan de aprender a ganarse la vida por sus propios medios por cuanto están esperanzados de que el Estado de bienestar se encargará de quitarle parte de la producción a las empresas para mantenerlos juntos a sus familias.
Se acepta que ya no deberíamos preocuparnos por acentuar nuestras virtudes morales ni por atenuar nuestros defectos, por cuanto la causa aparente de todos los males de la sociedad es la desigualdad social. Para que exista mayor igualdad social sólo debemos tomarnos el trabajo de elegir en sucesivas elecciones al líder populista que “mejor sepa” redistribuir lo que produce el reducido sector productivo. Se acepta que debemos ignorar todo lo que dice la Biblia o, mejor aun, debemos hacer exactamente todo lo contrario de lo que nos sugiere, ya que se opone totalmente al hiperigualitarismo.
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