Por Mariano Grondona
El siglo XVIII es el de la irrupción victoriosa de la idea de la libertad. En el siglo XIX avanzan las ideas sociales; la idea de la libertad empieza a estar a la defensiva contra movimientos de raíz democrática y finalmente socialista. El liberalismo, que empezó como una avanzada contra el corporativismo medieval, se encontró en este siglo con que lo cuestionaban otras formas de colectivismo. Estuvieron contra él, primero, los grupos conservadores ligados a los estamentos establecidos. De ahí que los estamentos del clero y de la nobleza estuvieran juntos en la Asamblea de los Estados Generales Francesa. La Iglesia seguiría después contra el liberalismo, pero en nombre de los estamentos populares. Primero por reaccionaria, después por progresista, tanto en el siglo XVIII como en el siglo XX la Iglesia ha sido antiliberal.
Ante la actitud hostil que acosa al liberalismo, Tocqueville representa un pensador egregio y típico del “liberalismo a la defensiva”. La esperanza de Tocqueville es salvar la idea de la libertad frente al predominio inminente de la igualdad, que es el nuevo ideal de su tiempo. También Stuart Mill reacciona frente al movimiento igualitario que viene avanzando, pero de una manera diferente. Tocqueville reacciona preguntándose cómo se puede salvar la libertad ante la inevitable igualdad.
Mill reacciona profundizando los principios de la libertad frente al creciente poder estatal. Lo suyo es más una contraofensiva que una defensa. Lo cual se explica en parte porque Mill vive en Inglaterra y Tocqueville en Francia. En Inglaterra la reacción contra el liberalismo fue más tenue; provino del utilitarismo social de Bentham, quien reflejó la posición rousseauniana en su país. Bentham y el padre de John Stuart, James Mill, educaron deliberadamente a John Stuart, quien sólo aceptó parcialmente sus ideas, escogiendo finalmente disentir. Por su parte, Tocqueville es un liberal resignado.
Tocqueville vive de 1805 a 1859. Entre 1835 y 1840 publica La democracia en América; en 1856 publica la primera parte de El antiguo régimen y la revolución. Forma parte de una corriente política, los “liberales doctrinarios”, que trata de reproducir en Francia y en el continente el fenómeno de la Revolución Inglesa de 1688. Es decir, la conciliación entre la monarquía histórica y las nuevas ideas liberales.
Raymond Aron, en sus Etapas del pensamiento sociológico, señala que, en el fondo, los pensadores de los siglos XVIII y XIX –incluyendo a Marx- están haciendo una lectura distinta del mismo hecho: la Revolución Industrial. Así, para Smith, lo que está ocurriendo es una revolución comercial; están disipándose los esquemas que entorpecían el libre comercio. Para Auguste Comte, el nuevo espíritu industrial viene a reemplazar al antiguo espíritu religioso o metafísico. Para Marx, acontece la revolución capitalista, que abrirá el campo al socialismo. Lo que ve Tocqueville es la revolución democrática. Un mismo fenómeno, el extraordinario crecimiento económico y demográfico de la Edad Contemporánea, es observado de diferentes maneras y hoy podemos advertir que ni Smith ni Comte, ni Tocqueville ni Marx, se equivocaron totalmente.
Cuando Tocqueville habla de “democracia” no se refiere a una forma de gobierno sino a la “creciente igualación de las condiciones”. La democracia es un proceso social. Lo que ve en 1835, es el comienzo del movimiento que llevará a la homogeneización. Por supuesto, detrás de esta gradual y creciente igualación de las condiciones está la idea rectora de la igualdad, valor-eje de la democracia.
Lo que ocurre en tiempos de Tocqueville es que el liberalismo, que había anulado a la monarquía absoluta, es amenazado por un nuevo movimiento que no tiene a la libertad como valor-eje. La burguesía tenía en mente la idea de la libertad, que implica la idea de la competencia. Si hay libertad, cada uno llega hasta donde puede. Si uno dice esto hoy, parece oligarca. Pero en su momento la idea de la libertad fue revolucionaria: que cada uno llegara hasta donde pudiera y no hasta donde su nacimiento lo había predestinado, era una proposición innovadora, audaz, en el siglo XVIII. Pero el liberalismo, después de haber dado ese salto hacia la libertad, se encontró en el siglo XIX con que los perdedores de la competencia también entraban en el sistema político. Nacen así dos actitudes básicas que perduran en nuestros días:
1- La opción por una sociedad de libre competencia donde a unos les va a ir mejor que a otros. La moral de los “ganadores” es que el que gana, gana y el que pierde, pierde. Los “ganadores” prefieren la libertad. Pueden estar arriba o abajo en la escala social, pero no es cuestión de la situación objetiva en que hoy están sino de cuánta fe se tienen en dirección al horizonte.
2- La actitud de los “perdedores”, que no tienen fe en sí mismos aunque objetivamente sean riquísimos (gracias a privilegios estatales, por ejemplo). Los “perdedores” compensan su frustración individual agremiándose o requiriendo la protección del Estado.
El liberalismo, en un primer momento, se ajustó a la moral de los ganadores. Combatió a los privilegiados. Anunciaba ser, de tal modo, un movimiento grávido de futuro. Pero luego entró en el sistema político una oleada de “perdedores” cuyo método principal no fue competir individualmente sino colectivamente para aunar sus respectivas debilidades. Este, según Tocqueville, es el principio democrático. Yo no me tengo fe pero unido a mis compañeros vamos a contrarrestar la derrota de cada uno de nosotros, de los perdedores.
Este movimiento de incorporación de la sociedad entera dentro del sistema político, Tocqueville lo considera inevitable; no opina sobre la igualdad como un ideólogo sino como un sociólogo. Ella no es un ideal sino un hecho. El inexorable movimiento hacia la igualación de las condiciones, piensa Tocqueville, podrá respetar la subsistencia de la libertad o no. La democracia es irresistible, pero se la puede orientar hacia una democracia despótica o hacia una democracia liberal. La libertad, en el límite, puede ser salvada.
Esta es su posición no ya sociológica sino ideológica: frente al movimiento incontenible hacia la igualdad, hay que salvar la libertad. Así como Montesquieu, un siglo antes, había racionalizado la Constitución inglesa, Tocqueville fue a los EEUU para racionalizar la Constitución norteamericana. En 1835, EEUU es una sociedad que está combinando con éxito la inevitable democracia con la deseable libertad. En cambio, Tocqueville ve en Europa una notable dificultad para combinarlas. En el tomo I de su análisis de La democracia en América se pregunta cómo hacen los americanos para salvar la libertad en medio de la democracia. En los tomos II y III, se pregunta por las democracias del futuro.
Lo que descubre Tocqueville en EEUU como nuevos apoyos de la libertad, como “prótesis” institucionales que allí reimplantan la diversidad salvadora de la libertad –que alguna vez existió en estado natural, antes que los reyes absolutos la eliminaran-, es el federalismo, la proliferación de asociaciones voluntarias y la libertad de prensa. Estas son las instituciones en las que más insiste Tocqueville. Algo que también le llama poderosamente la atención es cómo se han asociado en los norteamericanos el espíritu religioso y el espíritu de la libertad. América es una sociedad donde los grupos religiosos han ido a ejercer la libertad, a competir unos con otros. En cambio, en Europa la Iglesia ha resistido la revolución liberal. Aquí ser religioso significó ser antiliberal; ha habido una colisión entre el principio religioso y el principio liberal.
He aquí, rápidamente, las notas características de las democracias del futuro que Tocqueville enuncia en los tomos II y III de La democracia en América: la creencia en el progreso indefinido, que es una proyección al conjunto social de la confianza en el progreso individual; el énfasis en las ciencias aplicadas más que en las ciencias puras; un disgusto instintivo por el pasado –por la convicción de que en ese pasado cada cual estaba peor-; el amor por la igualdad y la libertad pero con preferencia (en caso extremo) por la igualdad; la convicción de que todo trabajo honesto es honorable; el individuo va a sentirse aislado y en soledad por más que viva en medio de la multitud; el trato entre los ciudadanos es llano; la democracia esa una sociedad insatisfecha pero conservadora (la gente rezonga pero nadie haría demasiado para cambiarla).
Dice Tocqueville algo interesante sobre la estabilidad: que las revoluciones erosionan el sentido del derecho y se termina sin saber qué es el derecho porque la voluntad del revolucionario triunfante, y no la Constitución, es la ley. Otras notas características de las sociedades democráticas es que son pacíficas a menos que se las amenace y entonces van a la guerra total. El poder político es amplio pero débil; abarca mucho pero sin vigor. Basta recorrer esta lista para advertir hasta qué punto Tocqueville adivinó, en el siglo XIX, los rasgos más salientes de la sociedad del siglo XX.
En su libro El antiguo régimen y la revolución, Tocqueville conecta el antiguo régimen con la Revolución Francesa. Sostiene que el espíritu “democrático-despótico” –aquel por el cual la mayoría cree tener el derecho a hacer lo que quiera porque la mitad más uno representa al todo- empezó con la monarquía. Pues la monarquía gobernaba en un espíritu de uniformidad. La libertad sólo puede darse en la diversidad –de condiciones, de situaciones, de capacidades….-. En la sociedad liberal se recrean las diferencias; se reimplanta una flora de la libertad. Toda una red de canales, posiciones, personas, grupos, en donde al Estado se le hace difícil avanzar. La monarquía, dice Tocqueville, aplanó a la sociedad francesa; la Revolución tomaría de ella una sociedad igualitaria y masificada. Por eso, tras derrocar al rey, los franceses recibieron a Napoleón; es que estaban listos para el despotismo.
Habían sido criados por el despotismo y estaban listos para reiterarlo. La idea es que la monarquía preparó la revolución, porque eliminó los cuerpos intermedios. La diversidad habría sido un freno contra los excesos de la revolución. El viejo despotismo preparó al nuevo. Señala Tocqueville, por otra parte, que las revoluciones no ocurren cuando las cosas van mal sino cuando van bien. En definitiva, la revolución responde a un incremento en la velocidad del crecimiento demográfico y económico que resulta incompatible con el arcaísmo, la rigidez del régimen que lo ha producido.
Cuando hay un gran progreso económico, surgen grupos universitarios, gente cultivada que exige ascenso social y se encuentran con un régimen antiguo que la está taponando. El “milagro brasileño”, por ejemplo, trajo todo el movimiento político de reclamos y democratización que vino después. Lo que pasa es que a la inversa del sha de Persia –víctima de un proceso similar-, los militares brasileños supieron evolucionar a tiempo hacia la democracia.
El antiguo régimen modernizante trae progreso económico a la sociedad pero sigue igual a sí mismo. Se expande pero no cambia, y luego sobreviene la caída. Generalmente, el momento más peligroso para una sociedad ocurre cuando después de crecer, se para. Eso es lo que estudió José Luis de Imaz para el caso de Córdoba. El “cordobazo” estalló en una sociedad que había crecido mucho con la industrialización y después se había parado. Como las expectativas se adelantan a las posibilidades, cuando la expansión se detiene en seco, la gente se siente despojada imprevistamente no ya de lo que había obtenido sino, sobre todo, de aquello otro inmensamente más importante en que había soñado.
Algunas citas de Tocqueville son dignas de ser tenidas en cuenta. “Cuando se quiere hablar de las leyes políticas en EEUU –escribe en su libro La democracia en América- siempre hay que comenzar por el dogma de la soberanía del pueblo. La sociedad actúa por sí misma”. He aquí un sentido profundo de la soberanía del pueblo: el pueblo no es soberano porque vote, sino porque, como sociedad, “actúa por sí mismo”. Para nosotros, el pueblo es soberano porque vota a sus gobernantes. En esta cita es soberano porque no ha delegado sus poderes en los gobernantes y sigue actuando por su cuenta.
Observemos cómo describe Tocqueville lo que hoy llamamos el “Estado Providencia”:
“Quiero imaginar bajo qué nuevos rasgos podría producirse el despotismo en el mundo. Veo una multitud de hombres iguales o semejantes, que giran constantemente sobre sí mismos para procurarse placeres vulgares con los que llenan su alma. Cada uno de ellos, retirado aparte y como extraño al destino de los demás. Sus hijos y amigos particulares forman, para él, toda la especie humana. Por encima de ellos, se levanta un poder inmenso y tutelar que es el único encargado de procurar sus goces y de velar por su suerte. Ese poder es absoluto, detallado, previsor y suave. Se parecería al poder paterno si, como éste, tuviera por fin preparar a los hombres para la edad viril. Pero, por el contrario, no persigue más que fijarlos irrevocablemente en la infancia. Le gusta que los ciudadanos gocen, con tal de que no piensen más que en gozar. Trabaja gustosamente para su felicidad, provee y asegura sus necesidades, conduce sus negocios, dirige su industria, regula sus sucesiones. ¡Qué lástima que no pueda quitarles enteramente la molestia de pensar y el trabajo de vivir!”.
Sería difícil igualar a Tocqueville hoy, un siglo y medio más tarde, en esta descripción de una sociedad democrática que, sin embargo, ha ido delegando en el Estado casi enteramente su libertad. He aquí otro pasaje significativo:
“Hay ciertas naciones de Europa en las que el ciudadano se considera como una especie de colono indiferente al destino del lugar que habita. Los mayores cambios sobrevienen en su país sin su concurso. Ni siquiera sabe lo que ha pasado, tiene barruntos….Más aun, la fortuna de su pueblo, la policía de su calle, la suerte de su Iglesia o su presbiterio, no lo afectan. Piensa que todas estas cosas no le pertenecen a él de manera alguna; que pertenecen a un extraño poder que se llama gobierno. Por otra parte, este hombre, aunque hecho un sacrificio tan completo de su libre arbitrio, no ama la obediencia más que cualquiera. Se somete, es verdad, al capricho de un empleado; pero se complace en desafiar la ley como un enemigo vencido en cuanto la fuerza se retira. Así se le ve oscilar constantemente, entre la servidumbre y la licencia”.
Leamos ahora la más famosa de sus profecías:
“Hay hoy en la Tierra dos grandes pueblos que, habiendo partido de puntos diferentes, parecen avanzar sobre un mismo fin. Son los rusos y los angloamericanos. Los dos han crecido en la oscuridad y mientras las miradas de los hombres estaban ocupadas en otra parte, se colocaron de golpe en la primera fila de las naciones, y el mundo conoció al mismo tiempo su crecimiento y su grandeza. Todos los demás pueblos parecen haber llegado, poco más o menos, a los límites que fijó la Naturaleza, y no tener ahora otra cosa que conservar. Aquéllas, en cambio, están en crecimiento. Rusia es, de todas las naciones europeas, aquella cuya población aumenta proporcionalmente de modo más rápido. Para alcanzar su fin, el norteamericano descansa en el interés personal y deja obrar, sin dirigirlas, la fuerza y la razón de los individuos. El ruso concentra de alguna manera en un hombre todo el poder de la sociedad. El uno tiene como principal medio de acción la libertad; el otro la servidumbre. Su punto de partida es diferente, sus caminos son diversos; sin embargo, los dos parecen llamados por un secreto designio de la Providencia, a tener en sus manos los destinos de la mitad del mundo”.
Esto fue escrito en 1834. Cuando Ortega lo comentó dijo que la profecía es posible para un pensador que sepa distinguir las variables más profundas que operan en una sociedad. Tocqueville hablaba de la Rusia de los zares, pero su predicción es perfectamente aplicable a la Rusia del Kremlin. Es que, en un nivel de suficiente profundidad, Europa o América, China o Rusia, son fieles a sí mismas más allá de los cambios, superficiales, de sus regímenes políticos.
(Extractos de “Los pensadores de la libertad” de Mariano Grondona – Editorial Sudamericana SA – Buenos Aires 1986)
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1 comentario:
La profecía de Tocqueville sobre Rusia se ha demostrado errada: no es en absoluto el país donde la población crece más rápido, pues está prácticamente estancada, y los destinos del mundo no están en sus manos y en la de los EEUU sino en las de éstos y en los de su intranquilizante vecina asiática, China. En lo que no se equivocó es en el establecimiento en los países de vanguardia, sea cual sea su ideario teórico, del estado Providencia, recurso lógico para unas élites que quieren afianzar su poder de forma indefinida en el tiempo.
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