sábado, 4 de noviembre de 2023

El intelectual de izquierda

De la misma manera en que, tanto Marx como Engels, pertenecían a la burguesía, los revolucionarios rusos que formaron el Imperio Soviético, como los terroristas que mancharon de sangre a la Argentina de los años 70, pertenecían a dicha clase, mientras que el proletariado imaginado por Marx pocas veces ha tenido iniciativas revolucionarias.

En realidad, como no existe una mentalidad típica de cada clase social, como lo afirma el marxismo, tiene poco sentido establecer una descripción en base a tales grupos, por lo que no resulta extraña la pobre vinculación de la teoría marxista con la realidad histórica. De todas formas, las clases sociales, desde el punto de vista económico, tienen una realidad concreta, aunque no se les pueda asociar mentalidades definidas.

El ideólogo marxista ha sido el punto de partida de la violencia terrorista de los años 70, envenenando las mentes y las vidas de jóvenes con poca capacidad para el rechazo de influencias perniciosas. El ideólogo actual mantiene las principales ideas del pasado, sólo que esta vez ha encontrado en la democracia el camino más fácil para la destrucción de la misma.

A continuación se transcribe un artículo al respecto, redactado en la época antes mencionada, aunque mantiene su vigencia en la actualidad:

LA TRAICIÓN DE LOS INTELECTUALES

Por James Neilson

Si la civilización occidental sucumbe un día ante los innumerables peligros que la amenazan, buena parte de la culpa de su muerte deberá recaer sobre sus intelectuales. No hay nadie que pueda perder más con el advenimiento del totalitarismo que quienes toman en serio las ideas y necesitan una absoluta libertad de opinión para satisfacer sus aspiraciones. Sin embargo, ningún grupo humano se apresura tanto a abrazar credos irracionales o tan autoritarios que procuran moldear el propio espíritu humano.

Los intelectuales (quiero decir, escritores, artistas, pensadores sociales, economistas y, en un plano más humilde, los periodistas serios) hicieron tanto para lograr la derrota de Francia en 1940 como los ejércitos nazis. Socavaron la fe en la democracia ofreciendo al mismo tiempo para reemplazarla un enjambre de sistemas contradictorios. Pero mientras que los nazis fueron finalmente expulsados, las ideas extrañas y nocivas de algunos de los principales culpables aún perduran. El traidor francés Charles Maurras, por ejemplo, que contribuyó tanto como cualquiera a la caída de su país, tiene todavía admiradores aquí, en la Argentina. Cosa sorprendente, algunos de los discípulos de este absolutista hombre de la derecha y venenoso antisemita están vinculados al Partido Peronista.

Los intelectuales en general presentan al parecer dos características principales. Hay desde luego muchas honrosas excepciones, hombres que ponen su pensar por encima de sus instintos y que defienden ferozmente los derechos civiles cada vez que éstos son amenazados. Pero la mayoría de ellos detestan a la clase media y políticamente se sitúan en la extrema izquierda o, con menos frecuencia, en la extrema derecha del espectro ideológico. Su aversión por la burguesía es bastante fácil de explicar ya que casi todos tienen un origen burgués y viven vidas burguesas. Deben dar a su existencia un sentido superior y, con toda razón, no lo hallan en la acumulación de bienes de consumo o en formar una familia sana.

Esta necesidad de situarse en oposición a su propia clase es estimulada por uno de los mitos marxistas más patéticos, según el cual los intelectuales están destinados por la historia para guiar a los obreros a la tierra prometida. Son bien contados los obreros que comparten esta particular ilusión pero siempre puede atribuirse su retraimiento a su "alienación" o a la hábil opresión de las clases dominantes.

La atracción que ejercen los extremos políticos es igualmente fácil de explicar. A los intelectuales les gustan los sistemas, las filosofías coherentes que resumen datos con frecuencia contradictorios y confusos. El infortunado hecho de que la aplicación de esos sistemas haya sido un fracaso y haya costado millones de vidas, y de que probablemente los propios intelectuales figuren entre sus primeras víctimas, no tiene ninguna importancia. Son preferibles las hipótesis coherentes pero equivocadas a las actitudes más agnósticas aunque las justifique la situación.

En la Argentina este cuadro se ve complicado por la presencia del peronismo que es incoherente y con frecuencia irracional y sin embargo atrae aún a muchos intelectuales. Esto sólo puede explicarse si se comprende, como debió hacerse tiempo ha, que el marxismo se ha vuelto anticuado, que siempre fue inadecuado, y que es más importante para el intelectual sumergirse en el "pueblo" que preservar su independencia. Tenemos así el espectáculo de miles de hombres que metafóricamente lamen las botas de Juan Domingo Perón, aceptan complacientes la "verticalidad" (esto es, obedece al jefe o lárgate) del movimiento, y admiten, con diversos grados de abandono, el culto de Evita.

En un mundo mejor, el intelectual podría dedicarse a desmitificar los movimientos populares, despojar a las consignas de su contenido retórico y señalar los errores de los sistemas omnicomprensivos. Sólo sería leal a su intelecto y hallaría intolerable aun la más leve disciplina partidaria. Pero no ha sido así. En cambio, si la abrumadora mayoría de los intelectuales comparten ciertas ideas, el hombre que se preocupa por los derechos humanos debe mirarles con sospecha, Al hombre corriente le resulta bastante fácil ver la cruda estupidez de una dictadura militar; es más difícil discernir las falsas pretensiones de los movimientos de masas. Y sin embargo, los intelectuales en vez de iluminar el camino a seguir prefieren crear cortinas de humo verbales. Al obrar así traicionan al pueblo que dicen amar.

(De "La vorágine argentina"-Marymar Ediciones SA-Buenos Aires 1979)

1 comentario:

agente t dijo...

La teoría según la cual la historia es el resultado de la lucha de clases es mucho menos fiel a la realidad que una que afirmara que es fruto de la lucha entre estados.

Generalmente los intelectuales se adhieren a una causa más por motivos personales de carácter emocional que por análisis y coherencia lógica y factual.