El mandato bíblico del “Amarás al prójimo como a ti mismo”, nos sugiere que junto al amor al prójimo ha de existir el amor a uno mismo. Más aún, pareciera decirnos que ambos “amores” se darán juntos, simultáneamente, o bien no se dará ninguno de los dos.
De ahí que convendría definir a cada uno de esos “amores”. El más sencillo de definir es el amor al prójimo, entendido como el proceso de la empatía emocional, por el cual hemos de adoptar la predisposición a compartir las penas y las alegrías ajenas como propias.
Por lo general, además de nuestros familiares cercanos, el interés por lo que a los demás les suceda tiende a decaer, por lo que la moral social tiende a distanciarse de la moral familiar, en oposición al ideal cristiano en el que el “prójimo” es cualquier persona, o cualquier habitante del planeta, al menos en cuanto a la predisposición que habremos de adoptar.
Para llegar a tal ideal hemos de partir de una actitud que sea favorable a cada uno de nosotros mismos, en oposición a aquella opción que considera meritorio “ayudar al prójimo hasta que duela”. Debe aclararse que si “duele” ayudar a alguien, implica que el amor hacia esa persona es muy limitado. En este caso la predisposición a la ayuda tiende a limitarse bastante. Por el contrario, lo ideal es que cada uno se sienta feliz adoptando y manteniendo vigente su empatía personal.
Una solución inmediata proviene de asociar el amor propio a nuestra naturaleza humana. De esa forma, al tratar de ser auténticos seres humanos, en respuesta a lo que nos impone el orden natural, admitiremos que uno de nuestros principales atributos es el de poseer empatía emocional suficiente. Y así, el amor propio implica el deseo de ser auténticos, de tal manera que el “amor al prójimo” se dará como una consecuencia inmediata de buscar tal autenticidad. El bien que cada uno hace a los demás lo hace por uno mismo; de esa manera el ideal cristiano de la ética social no resulta tan impracticable como parece a primera vista.
El ser humano auténtico es el que desarrolla todas sus potencialidades, es decir, es el que intenta el desarrollo físico junto al intelectual y al emocional. Por el contrario, cuando se deja de lado alguno o algunos de ellos, como ocurre en la actualidad con los valores intelectuales y emocionales (morales), surge una decadencia social de magnitud considerable.
Una medida de cuánto de amor propio disponemos debe contabilizarse a partir de cuánto esfuerzo y dedicación concedemos a los tres aspectos antes considerados. Mientras el principio de la vida inteligente radica en la tendencia a "perseverar en nuestro ser", tal perseverancia se materializa en lo que hacemos para mantener y acrecentar los tres valores mencionados.
Al intensificar nuestros valores personales, nos vinculamos intelectual y emocionalmente con los demás, por lo que el verdadero amor propio se distingue del egoísmo por el hecho de establecerse simultáneamente con el amor al prójimo.
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1 comentario:
Difícil vincularse a los demás en un mundo donde los jóvenes ya casi no se relacionan entre sí más que por medios informáticos y donde los valores que destila la sociedad son de carácter individualista y consumista. Todo podría encauzarse en una escuela cuidadosa del desarrollo personal pleno, pero ya sabemos que está rendida a los intereses de la gran industria trasnacional que han colonizado al estado.
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