La incompatibilidad entre socialismo y liberalismo parte de dos visiones completamente distintas de la sociedad, llegándose al extremo de que lo que es virtud para el socialista es un defecto para el liberal, y viceversa. Con un ejemplo se podrá advertir la diferencia: se dice que, en cierta oportunidad, Ettore Lamborghini, poseedor de un auto Ferrari, le comenta al propio Enzo Ferrari haber detectado una falla de diseño. Ferrari le contesta de mala manera aduciendo que Lamborghini, como fabricante de tractores, no tenía los conocimientos necesarios para criticar autos deportivos.
En una situación como ésta, surgen dos respuestas posibles y extremas. Si se trata de un socialista, de inmediato iniciará una campaña de difamación para desprestigiar la marca Ferrari, al propio Enzo Ferrari, a los fabricantes de automotores, hasta llegar al sistema capitalista. Si se trata de un liberal (como posiblemente haya sido Lamborghini, al menos lo fue en sus actos) procedió a iniciar la fabricación de autos deportivos para competir con Ferrari, para demostrarle lo equivocado que estuvo en aquella ocasión.
A la mentalidad socialista se le asocia la búsqueda prioritaria de la igualdad. Sin embargo, no es una igualdad en lo alto, sino en lo bajo. Mientras el socialista trata de rebajar a empresarios como Ferrari, el liberal trata de ascender hasta esa posición superior. Socialista y liberal buscan la igualdad, pero de distinta manera; el primero busca la igualdad en la pobreza, el segundo en la riqueza. Alberto Rodríguez Varela escribió: “Para Tocqueville los EEUU tienden a una mixtura en la que junto a las libertades políticas y civiles adquiere una función preponderante la igualdad: «La libertad –escribe en La democracia en América- no es el estado principal y continuado que desean los pueblos cuyo estado social es democrático. Lo que ellos aman con amor eterno es la igualdad». Acorde con tales reflexiones, algunos años después Tocqueville sostendrá que la democracia es la libertad combinada con la igualdad” (De “Historia de las Ideas Políticas”-A-Z Editora SA-Buenos Aires 1995).
La igualdad promovida por el cristianismo, por otra parte, dista bastante de la igualdad económica buscada por socialistas y liberales, ya que sugiere compartir las penas y las alegrías ajenas como propias, de tal manera que lo que le sucede al prójimo ha de afectarnos casi como si nos sucediera a nosotros mismos. Si no se parte de esa igualdad básica, poco sentido habrá de tener la igualdad económica.
En cuanto a los socialistas, puede decirse que existen dos formas extremas. En el primer caso tenemos al dirigente que, promoviendo la igualdad social, sólo aspira a lograr el poder absoluto a través del Estado. Desde esa postura superior ha de combatir al empresario y al capitalista, como representantes de la burguesía (la clase social “perversa”). El segundo tipo de socialista es el que pretende la expropiación de los bienes de todos aquellos por quienes siente envidia, para liberarse de su incómoda situación personal.
Mientras el socialista sólo sabe destruir y difamar a todo el que lo supera, el liberal trata de construir su propio patrimonio para no depender de los demás, logrando de esa forma la ansiada libertad. Su medio es el mercado competitivo en donde debería reinar la cooperación, lo que muchas veces no se logra. Mientras que el socialista persigue una utopía, el liberal busca la optimización de las sociedades reales. El socialista descree de las potencialidades individuales en cuanto a la posibilidad de arribar a metas económicas satisfactorias, ya que supone una natural desigualdad de los hombres que debería ser corregida por el Estado, mientras el liberal adopta una postura optimista suponiendo una natural igualdad de las potencialidades individuales.
El socialista sostiene creencias de tipo paranoico, como las que poseen los partidarios de otras formas de totalitarismo. Raymond Ruyer escribió: “La paranoia, esa enfermedad de la creencia, que se acompaña de un violento sentimiento de «haber comprendido», provee en gran número peligrosos médicos voluntarios de la inconsciencia del prójimo, tan sanguinarios como «El médico de su honra», de Calderón, quien sangra a muerte a su mujer por creerla infiel”.
“Los grandes mitos paranoicos que denuncian las grandes conspiraciones de los trusts, de los imperialitas capitalistas, de los jesuitas, de los judíos, de los saboteadores, de los acaparadores, de los tecnócratas, etc., en parte son sin duda el efecto psíquico de inconscientes enfermos, pero mucho más todavía el efecto de la ignorancia, de la no-consciencia de los hecho sociales” (De “Elogio de la sociedad de consumo”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1970).
Entre las críticas socialistas al capitalismo aparece la de las ganancias empresariales. El citado autor escribe al respecto: “El industrial Sylvain Floirat (el presidente de Europa I y de Matra), habiendo declarado a sus ex-alumnos del E.N.A. que «el provecho es el eje de toda economía», que «no se debe perder dinero», que el peligro de toda industria es la «acumulación de estudios no productivos», que todo «pasa por la comprensión de los gastos generales, la disminución de los metros cuadrados de oficina», y el esfuerzo por transformar a los directores en capitalistas que «paguen de su bolsillo» y que cercan a los tecnócratas impidiéndoles preferir la bella técnica a la rentabilidad –estas afirmaciones de simple sentido común excitan la ironía de un redactor del «Monde», que se burla de lo que es «el alfa y el omega de M. Floirat», el provecho”.
“Si la preocupación por el provecho es mezquina y ridícula, se debe pues concluir que es noble e inteligente buscar el anti-provecho, es decir, montar un negocio para perder plata”.
“La condena antigua y medieval de la búsqueda de provecho, si no favorecía el progreso económico, no era un absurdo a base de inconsciencia, en el sentido que aquel que renunciaba al provecho trabajaba para su subsistencia y no pedía nada a nadie (a menos que, por ascetismo, no se hiciera monje mendicante y tendiera la mano)”.
“Pero hoy en día, en una sociedad industrial, el desprecio del provecho y de la rentabilidad, por parte de funcionarios empleados en una empresa del Estado o de intelectuales aspirantes a convertirse en animadores subvencionados de la economía como de la cultura, ese desprecio es evidentemente insensato, porque es como olvidar, con o sin excusa psicoanalítica, que todo provecho negativo debe ser compensado por un provecho positivo, y que renunciar al provecho o aceptar un déficit, recurriendo a subvenciones, es, por definición, vivir sobre el provecho, es decir, del rendimiento del trabajo de los otros. Y las manos tendidas hacia las subvenciones del Estado no se contentan, en general, con un pedazo de pan o un puñado de arroz”.
Marx, como sus seguidores, tienden a confundir capitalista con empresario. El capitalista es el que aporta uno de los factores de la producción, aunque no pueda o no sepa cumplir con la función del empresario, que es quien reúne y organiza los distintos factores de la producción para hacerla una realidad. Marx llega al extremo de sostener que no es el empresario la persona indicada para dirigir la producción, sino el proletario, debido a las penurias pasadas. “Marx, como se sabe, confundía capitalista y empresario. Más exactamente, hacía como si el empresario fuera esencialmente un capitalista, puesto que a sus ojos su función principal era la de recibir una renta, el provecho. Así pues, ve en el empresario un hombre extraño a la producción social. Toda su actividad se limita a acaparar beneficios”.
“Marx tenía, por un lado, una hostilidad a priori contra los capitalistas y un prejuicio favorable a los obreros y, por otro lado, adoptaba el postulado: -que los que sufren de una situación son aparentemente más aptos para comprender esa situación que los que aprovechan de ella”. “Es absurdo pretender que un obrero inmigrante, conociendo apenas el idioma de su país de adopción, o que el peón de una fábrica de automóviles, sea el portador de la verdadera conciencia social y económica, por el solo hecho de que sufre socialmente más que los empresarios y sus auxiliares”.
“La verdadera cura psicológica de la inconciencia económica, o social, o familiar, se opera de un modo instantáneo cuando un funcionario deja de ser funcionario para tomar una empresa por su cuenta, o cuando un joven estudiante, romántico o anarquista, que se ha casado por capricho, se encuentra con una mujer, un hijo para alimentar, o cuando un marxista, en el poder (pero la conversión es más lenta porque la responsabilidad está mucho más diluida), se da cuenta que las empresas del Estado no pueden elevarse todas a la vez al nivel sublime del desdén de la rentabilidad y de la buena gestión”.
Cuando los socialistas llegan al poder, reemplazan empresarios por proletarios quienes desprecian las “pecaminosas ganancias”, generando desastres económicos como el de la Venezuela chavista. Sin embargo, las adhesiones al socialismo del siglo XXI siguen indemnes en su mayor parte. No es la realidad la referencia que adopta el marxista para establecer sus pensamientos, sino la ideología surgida en el siglo XIX.
El marxista no sólo considera ilegítimas las ganancias empresariales, sino que también se opone a la existencia del dinero y el comercio, volviendo en cierta forma a las ideas predominantes en la Edad Media europea. Sostiene que, en lugar de existir gran cantidad de comercios “que nada producen”, deberían sólo existir los centros de distribución estatales, que son los que generan las largas filas de espera socialistas, que absorben gran parte del tiempo útil de la población. Tampoco aceptan el cobro de intereses por los préstamos de dinero, a los que consideran pecaminosos. Santo Tomás de Aquino escribió: “Hay dos clases de intercambios. Una de ellas puede denominarse natural y necesaria, y por su intermedio se cambia una cosa por otra, o cosas por dinero, no para satisfacer las necesidades de la vida, sino para obtener un beneficio…La primera clase de intercambio es loable, por servir a las necesidades naturales, mientras que la segunda es justamente condenada” (Citado en “Historia de la Economía” de John K. Galbraith-Editorial Ariel SA-Buenos Aires 1993).
El cristianismo corrigió su postura a la luz de los hechos, mientras que el marxismo sigue esencialmente admitiendo en el presente las ideas medievales (con la pretensión de imponerlas en el futuro). Por ser el comercio (o los intercambios en general) la etapa que sigue a la división o especialización del trabajo, la negación del comercio es la negación de la división del trabajo, lo que implicaría retroceder varios siglos en el pensamiento económico y social. John K. Galbraith escribió: “Es forzoso imaginar que durante los cien años transcurridos entre la época de santo Tomás y la de Nicolás de Oresme deben de haberse producido cambios de actitudes muy considerables. Así como el comercio (o sea, el capitalismo mercantil) era sospechoso a los ojos del primero, resultó en cambio de primordial importancia en opinión del segundo. Lo que debían hacer los príncipes era fomentar el comercio y crear para ello las condiciones favorables”.
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