Por Manuel Fernández López
¿Qué catedrático no se sube a un pedestal y contempla desde allí a sus discípulos? Los retratos que nos llegan de Carl Menger lo muestran desde abajo, tal como ve un niño a sus mayores. Su mayor difusor, el premio Nobel Friedrich Hayek, así lo describía: “La cabeza masiva, bien modelada, con la frente colosal y las fuertes pero claras líneas allí delineadas no son fáciles de olvidar. Alto, con una profusa cabeza y una barba plena, en sus mejor años Menger debe haber sido un hombre de apariencia extraordinariamente impresionante”.
Pero de la imagen marmórea que se imprimió en la retina de sus discípulos, no se sigue frialdad de corazón. Menger tenía ocho años recién cumplidos cuando desde su lugar natal, Galizia, se prometió la abolición de tributos y obligaciones anexos a la condición servil, que degradaban la condición humana y que perduró en Austria-Hungría más que en los demás países europeos, con excepción de Rusia. En octubre de 1867, a dos meses de imprimirse El Capital de Marx, en notas al libro de Rau, que acaso reflejaban su subconsciente en materia de temas sociales, de un modo que no aparece en su obra de 1871, escribió: “Aunque provengo de la pequeña nobleza, no soy partidario de los privilegios. He criticado con ardor las bases feudales de la monarquía de los Habsburgo. Colaboré con el príncipe Rudolf a redactar un escrito sobre la alta aristocracia austriaca, que criticaba su lujo, su vida sin responsabilidad y sus diversiones fatuas. Mi ideal en economía es la libertad. Los hombres son libres si son el fin de la economía y no medios, objetos como los esclavos de la antigüedad. La mujer casada y los miembros de las clases bajas son todavía semiesclavos. Una muchacha pobre no suele tener otra opción que ser modistilla o prostituta. La mejoría en la situación de los pobres depende del progreso económico. El lujo del rico impide la elevación del pobre. Cuanto más consume el rico, más feliz es su presente, y se olvida el desarrollo futuro. Si el rico no viviera una vida de placer, todos los trabajadores podrían tener buenas habitaciones; habría albañiles y carpinteros en lugar de peinadoras”.
Desde luego, los popes de la economía de Austria y Alemania no aguardaban la llegada de un Menger, que viniera a decirles que hasta ese momento habían vivido en el error. Como tampoco en filosofía se esperaba a un Cohen, en religión a un Tolstoi, en poesía a un Rimbaud o en pintura a un Van Gogh. Lo que se venía haciendo en cada uno de esos campos era muy distinto. “La magnitud de su logro puede visualizarse sólo recordando en qué desierto plantó sus árboles. En Viena por mucho tiempo no hubo signo de vida en nuestra disciplina. Para hallar una obra medianamente buena, uno debe remontarse tan lejos como 1848, a Sonnenfels, cuyo libro fue el primer texto oficial. Todo lo presentable se importaba de Alemania. Los hombres que Menger topó al empezar en la universidad apenas tenían comprensión de sus ideas o del campo íntegro que él haría fructificar” (J. A. Schumpeter).
Juguemos al diccionario
Buscamos palabras en el diccionario, y no morimos en el intento, porque el idioma nos da una clave para el orden de las letras: nos indica que la “a” está antes que la “b”; la “b” antes que la “c”, y así sucesivamente. Cada palabra es una combinación de 28 letras, tomadas en cualquier número y con posibilidad de repetirse. Si se ordenan según la primera letra, la segunda, etc., no hay posibilidad de errar su clasificación. Ejemplo: “maquinista”, “máquina”, “maquinismo”. Hasta la sexta letra son iguales. En la séptima posición aparecen “i”, “a”, “i”, respectivamente. Como la regla es a < i (el signo < indica: antes que) “máquina” va antes que las otras dos. Las dos restantes son iguales hasta el séptimo lugar. Vamos al octavo, y aparece “s” en ambas. Vamos al noveno, y aparece una “t” y en otra “m”. La regla es m < t, entonces el orden es: máquina < maquinismo < maquinista. En ese orden las clasifican los lexicógrafos, por lo que el ejercicio ha consistido en fijar un orden lexicográfico.
En la teoría de Menger es esencial distinguir la valoración distinta de diferentes alternativas, dadas por distintas necesidades generales y distintas dosis de bienes capaces de satisfacerlas. ¿Cómo expresar que la necesidad de comer es más apremiante que la de fumar? ¿O que el segundo vaso de agua es menos apremiante que el primero? Menger, que nació y se doctoró en Polonia, estudió en Checoslovaquia y enseñó en Austria, debe haber usado mucho el diccionario, y encontró que expresar “antes que” o “mejor que” a la manera de los diccionarios le era más inteligible que ninguna otra manera matemática.
En la tabla correspondiente llama I, II, III,…a distintas necesidades generales, como comer, beber, fumar, etc., y con 1, 2, 3,….a la importancia relativa de las necesidades concretas sucesivas de cada necesidad general. Esto equivale al orden I > II > III…..y 1 > 2 > 3….donde el signo > abrevia mayor importancia relativa. En general, y antes de comenzar a satisfacer ninguna necesidad, será más importante comenzar por la I que por la II, etc. Pero a medida que la I se comienza a satisfacer, su importancia decrece de 10 a 9, a 8, etc., y comienza a adquirir importancia la necesidad siguiente. Y así sucesivamente.
La lógica de esta construcción fue reconstruida por Nicholas Georgescu-Roegen, como basada en los siguientes tres axiomas:
Axioma A: El individuo tiene varias necesidades generales, cada una de ellas consistente en una sucesión de necesidades concretas que pueden satisfacerse sólo sucesivamente.
Axioma B: Todas las necesidades concretas de un individuo se hallan ordenadas según una escala de importancia, mostrando un orden decreciente de importancia las sucesivas necesidades concretas de la misma necesidad general.
Axioma C: Las necesidades concretas son tales que cada una de ellas se satisface a lo largo de un periodo de tiempo mediante una dosis parcial de uno o varios bienes.
Aunque Menger compartió con Jevons y Walras el mérito de descubrir el principio de la utilidad marginal decreciente, tal como lo explicó en la tabla anterior, tenía más afinidad con las concepciones ordinalistas de Pareto y otros y, en todo caso, su concepción de la interrelación de bienes y necesidades era más parecida a la función general de utilidad de Edgeworth, que a las funciones de tipo “aditivo”, explícita o implícitamente consideradas por Gossen, Jevons y Walras.
La utilidad es una propiedad de los bienes: son útiles “aquellas cosas que pueden ponerse en conexión causal con la satisfacción de necesidades humanas”. Si reconocemos que esta conexión causal es reconocida por quien experimenta necesidad de ella y “tenemos el poder concreto de disponer de las cosas útiles para satisfacción de nuestras necesidades, les llamamos bienes”. Tanto los bienes que satisfacen necesidades como los insumos e instrumentos utilizados para producirlos son bienes, pero su papel en el proceso económico es muy distinto. Para distinguirlos, a “los bienes que sirven directamente a nuestras necesidades” llama “bienes de primer orden”. A aquellas otras cosas que “no poseen capacidades de satisfacer directamente necesidades humanas, pero que sin embargo son utilizadas para la producción de bienes de primer orden” las llama Menger bienes de orden superior: segundo orden, tercero, etc.
Como producir es reunir, complementar recursos, la existencia misma como bienes de orden superior depende de “nuestra disponibilidad de cantidades complementarias de los bienes de orden superior correspondientes”. Cuando “la necesidad es mayor que la cantidad disponible” de un bien, habla de “bienes económicos”. La teoría de los bienes económicos le permite definir su valor, o “importancia que los bienes concretos o cantidades de bienes adquieren para nosotros en virtud de nuestra conciencia de depender del dominio de ellos para la satisfacción de nuestras necesidades”.
Pero los bienes de orden superior no pueden compararse directamente con las necesidades. ¿Cuál es pues su valor? Varios bienes de determinado orden permiten obtener, reunidos, una producción de cierto valor en el mercado. Ese valor, atribuible a los bienes de orden superior, no puede exceder el de los bienes de orden inferior que produjeron: “el valor de los bienes de orden superior…está condicionado por el valor probable de los bienes de orden inferior a cuya creación contribuyen”. ¿Qué proporción de ese valor debe asignarse a cada uno de los bienes intervinientes? Menger usa el principio de la pérdida: restar cierta cantidad a la disponible de un bien de orden superior, aun cuando todos los bienes restantes se utilicen eficientemente, reduce en cierta medida el valor de la producción. Esa merma es el valor imputable a dicha cantidad: “la diferencia en importancia entre la satisfacción que puede alcanzarse cuando tenemos dominio sobre la cantidad dada del bien de orden superior…y la satisfacción que se obtendría si no tuviéramos esta cantidad bajo nuestro dominio”.
Mátalas callando
El libro de Menger apareció en 1871. Su mercado natural debía ser el mundo académico de Alemania, donde la economía estaba más establecida y diseminada que en Austria. Pero acababa de ser derrotada Francia, coronarse el Kaiser en el mismísimo Versalles y, por primera vez unificada Alemania, se preparaba para su despegue industrial. La figura descollante era Gustav Schmoller, quien impulsó el buceo de los investigadores en el pasado alemán para buscar antecedentes que apuntasen a la unificación como destino manifiesto de los pueblos germánicos.
Él mismo sería el principal exponente del mercantilismo como sistema de unidad. De tal modo, el libro de Menger fue recibido fríamente, o más bien, si nos atenemos a Menger mismo, no se acusó recibo de él. Gossen ya había tenido que apurar ese cáliz, el método alemán de ignorar una obra, hacer como si nunca hubiera existido. Eso hundió a Gossen, pero Menger no era un hueso tan fácil de roer, y escribió un manifiesto contrario a la economía política germana, que sería su segundo libro: Investigaciones sobre el método de las ciencias sociales y de la economía política en particular (1883).
En esta obra, según su editor moderno, discípulo de Menger y máxima autoridad sobre su pensamiento, el premio Nobel Friedrich von Hayek: “Se propuso Menger reivindicar la importancia de la teoría en las ciencias sociales”. En gran medida, su obra es una crítica de la joven escuela histórica alemana, liderada por Schmoller, cuyo interés no se cifraba en estudiar hechos únicos, sino consideraba a la historia como el camino empírico hacia una explicación futura de las instituciones sociales. A través del estudio del desarrollo histórico, confiaba en arribar a las leyes de desarrollo de los conjuntos sociales, y de ellas a su vez podría deducir las necesidades históricas que gobiernan cada fase de este desarrollo. La propuesta positiva era lo que Menger llamó «comprensión teórica» o «método compositivo» y Schumpeter, «individualismo metodológico».
Reducida a sus trazos más gruesos, la controversia enfrentaba dos posiciones: la de Schmoller, de estudiar la realidad sin formular modelos previos, y la de Menger, de proponer primero el modelo y luego corroborarlo a través de datos confirmadores o refutadores. De más está decir que con el tiempo prevaleció el segundo punto de vista.
(Del libro: “Historia del pensamiento económico” de M. Fernández López-A-Z Editora SA-Buenos Aires 1998).
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