Como atributo característico de nuestra época, en la que el hombre se aleja de la religión (y la religión se aleja del hombre), se advierte el auge de la corrupción. No hay ámbito social en el que no ocurran hechos surgidos como consecuencia de un pobre nivel moral individual. Algunos aducen que es el sistema económico y social el que favorece los actos ilegales. Sin embargo, aun cuando se presenten ocasiones favorables para el delito, muchos seguirán por el camino ético acostumbrado.
Se dice, justificadamente, que puede haber creyentes que “se portan mal” y ateos que “se portan bien”, ya que las posturas filosóficas individuales no tienen una relación directa con la moral concreta adoptada. De ahí que convendría calificar a las personas, no por sus creencias, sino por su conducta. Luego, puede decirse que “creyente activo” es el que respeta las leyes naturales y la moral asociada, mientras que “ateo activo” es el que ignora, o no le da importancia, a tales leyes; aunque sean calificados usualmente de manera opuesta.
Otra de las causas que favorecen la corrupción generalizada es que el acto delictivo tiene un “costo mínimo” para el infractor, o incluso una “ganancia”, cuando sabe perfectamente que no tendrá castigo alguno, ni tampoco un castigo moral por parte de la sociedad, ya que, en muchos casos, es la propia sociedad la que admira a quien se enriqueció mediante acciones ilegales e inmorales. Abel M. Fleitas Ortiz de Rozas escribió: “Una reciente encuesta de Gallup mencionaba que entre la población, cuando se le preguntaba qué veía como causas de la corrupción, en un 66% de las respuestas, una de las causas era que la justicia es ineficiente; e incluso, dentro de ese 66%, más de la mitad decía que ése era el mayor estímulo de la corrupción. Esta sensación de impunidad se reflejaba también en un comentario publicado hace un par de meses, donde se hablaba de un estado de impunidad, y decía que cuando reina un estado de impunidad, cuando el riesgo de descubrimiento y sanción se minimiza, la insolencia criminal crece hasta convertirse en una grave amenaza social. Y agregaba que el estado de impunidad no sólo es percibido por los delincuentes, sino también por los ciudadanos” (De “Ciclos de Cultura y Ética Social”-CIES Editorial-Buenos Aires 1999).
En cuanto al estímulo que un corrupto puede recibir de su propio ámbito familiar, Carlos S. Nino escribió: “El tipo de valores que subyace a muchos comportamientos asociados con la corrupción pública y la evasión impositiva, muestran la primacía de la moral de la amistad o de la moral familiar sobre la moral impersonal de alcance social (muchos funcionarios llegan a justificar, con aparente sinceridad, la corrupción como consecuencia de sus obligaciones frente a su familia, ya que no le perdonarían haber pasado por altas funciones sin haber aprovechado la oportunidad de hacerse de un patrimonio «como la gente»)” (De “Un país al margen de la ley”-Emecé Editores SA-Buenos Aires 1992).
La sociedad, al considerar que la corrupción es algo “normal”, sugiere que se hable incluso de una “cultura de la corrupción”. Fleitas describe el caso en que el propio comerciante, que le vende una silla de ruedas, que no era para él, le propone colocar en la factura un precio mayor para ayudarlo a que se quede con la diferencia: “En el momento de darme el gerente la factura, me dice: «¿En la factura cuánto le pongo?» Le dije: «Ya sé, cuesta mil…». «Pero no, doctor, dígame cuánto, y yo lo pongo». Le resultaba normal sobrefacturar para que yo hiciera una diferencia. Al final, a regañadientes, hizo la factura como correspondía; pero a partir de ese momento me empezó a mirar con desconfianza, con verdadera desconfianza, como diciendo «de dónde habrá salido éste». Me hacía sentir un poco como si yo estuviera cometiendo una falta por ir a romper lo que era la normalidad. Esta es una forma de ir alterando, insensiblemente, los valores”.
Puede simbolizarse la corrupción y las distintas causas que la generan:
Corrupción = Condiciones favorables + Individuos predispuestos + Apoyo del medio social o familiar
Cada individuo dispone de diversos frenos morales que le impiden caer en actitudes delictivas. El primero de ellos es la conciencia moral individual, que, como una voz interior, le indica que no debe caer tan bajo al convertirse en un corrupto. Si falla ese primer freno, ha de ser la influencia familiar la que lo ha de reconducir al buen camino. Si falla también esta segunda instancia, ha de ser la influencia social la que deberá reconducirlo. Si fallan las tres instancias mencionadas, ha de ser la ley humana, que proviene del Derecho, la que deberá ponerle los límites para que pueda reinsertarse en el medio social.
Por lo general se olvida que, cuando actúa la ley humana, hubo tres instancias previas que fallaron, o que no pudieron impedir el desvío moral. De ahí que sea la corrupción generalizada el síntoma esencial del subdesarrollo económico y social que impera en la sociedad. Carlos S. Nino escribió: “Bajo este presupuesto de la complejidad de la generación causal de la involución económica y social de la Argentina, el objetivo central de este trabajo es llamar la atención sobre otro fenómeno social que generalmente no es incluido entre los factores que han intervenido en esa generación. Me refiero a la tendencia recurrente de la sociedad argentina, y en especial de los factores de poder –incluidos los sucesivos gobiernos-, a la anomia en general y a la ilegalidad en particular, o sea a la inobservancia de normas jurídicas, morales y sociales. Es realmente sorprendente que, no obstante la visibilidad de la tendencia argentina hacia la ilegalidad y a la estrecha vinculación entre anomia e ineficiencia y entre ésta y el subdesarrollo, ella no ha sido señalada hasta ahora por politicólogos, historiadores y economistas como un factor significativo para dar cuenta del subdesarrollo argentino”.
La falta de acatamiento a normas éticas elementales, se traduce en una especie de “sabotaje interno nacional”, de todos contra todos, que impide mejorar las pobres condiciones de vida de la mayoría de los habitantes. Fernando A. Iglesias escribió: “El principal proveedor de horas «trabajadas» en el país es la ineficiencia nacional, que mantiene a los argentinos ocupados al menos tres horas por día sin importar si son o no población económicamente activa, desocupados o jubilados. Tome nota el lector de las horas que pasa haciendo colas en los hospitales y clínicas de la Patria, atascado en los embotellamientos de tránsito que comienzan cuando cada uno de los conductores actúa como si estuviera solo en la Tierra, realizando trámites para enmendar las disfuncionalidades de los sectores público y privado argentinos, repitiendo el trámite porque la empleada tomó mal la dirección, aguardando el colectivo que no viene desde hace media hora y después llega de a tres, esperando que el servicio técnico on-line de lo que sea deje de decir estupideces y algún operador piadoso le conteste, volviendo a pasar por el laverap porque la ropa que iba a estar lista a cierta hora aún no lo está, o realizando trabajos estúpidos y completamente innecesarios a los fines de la felicidad humana y la productividad nacional, y comprenderá por qué muchísimos de los problemas nacionales no son cuestión de macroeconomía sino de microeconomía” (De “Kirchner & yo”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2007).
Existe un amplio acuerdo en considerar que la víctima nunca es culpable. Luego, como en una sociedad “al margen de la ley” todos terminamos siendo víctimas de la sociedad, resulta que nadie se siente culpable de nada. Incluso se pregona que todos tenemos derechos pero no obligaciones, ya que sería el Estado el que tiene la obligación de darnos vivienda digna, trabajo digno, etc., lo que, lógicamente, no puede dar, por cuanto no puede distribuir más de lo que recibe del sector productivo. Esta simple idea, de no poder dar más de lo que recibe, resulta entendible sólo por un reducido porcentaje de la población.
El callejón sin salida por donde nos movemos los argentinos, implica negar toda culpabilidad y atribuírsela siempre a factores externos (como el imperialismo opresor o el sistema económico perverso). Marcos Aguinis escribió: “El factor externo es real, pero no exclusivo. Circunscribirse a él tranquiliza: justifica la derrota. Nos exime de responsabilidad. Pero observado con agudeza, debería avergonzarnos. Porque es una coartada. Porque obtura futuros éxitos. No hay duda que en el complejo entramado nacional e internacional juegan las presiones de intereses que nos convierten en víctimas de ciegos apetitos. Pero no son ellos siempre y únicamente autores: también lo somos nosotros”.
“Y de nosotros depende que les resulte difícil someternos. Paradójicamente, quienes más enronquecen denunciando la culpa de los otros, menos ayudan al desarrollo de la responsabilidad que nos permitirá enderezar nuestro destino. Aunque insistan en que somos sujetos de la historia, por este mecanismo tranquilizador y alienante nos condenan a ser objetos de la historia. La culpa en el otro nos arrincona en la pasividad –aunque se acompañe de bombas y petardos-. La responsabilidad propia nos eleva al rol activo, aunque carezca de espectacularidad” (De “Un país de novela”-Editorial Planeta Argentina SAIC-Buenos Aires 1988).
Como se supone que la víctima nunca es culpable, todos los políticos corruptos aducen ser víctimas inocentes de maniobras urdidas por la oposición política (que a veces puede ser verdad). Fernando A. Iglesias escribió: “Seguir sosteniendo, a despecho de toda evidencia, que la víctima nunca es culpable, es la variante argentina de lo políticamente correcto. Se ha convertido en un hábito al menos paradójico en una sociedad que, a voz en cuello, reclama el fin de la impunidad (ajena). Es que la batalla por ocupar el lugar de la víctima esconde una ambición: ser inimputable”.
La base ideológica de la cultura de la corrupción implica esencialmente separar la economía y la política de la moral. Fleitas escribe al respecto: “Hay una perversión que en este caso sería intelectual, que es imaginar que los comportamientos políticos, así como los comportamientos económicos, están fuera de la moral. Algo así como que yo puedo ser un excelente padre de familia y cumplir con todos mis deberes en mi casa, pero cuando soy político, o empresario, o economista, en eso voy guiado por ciertas supuestas leyes de la naturaleza que imponen ciertas conductas vinculadas con el poder, con el dinero, con las ganancias, y donde entonces no podría haber reproche moral”.
En la Argentina hemos superado ampliamente la etapa de la hipocresía para entrar decididamente en la etapa del cinismo. Mientras el hipócrita, al menos, finge respetar las leyes morales elementales, el cínico, que incluso es el político aclamado por multitudes, no tiene inconvenientes en mentir, en robar, incluso en mostrarse como una persona vulgar, grosera y ordinaria.
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