Una de las formas en que podemos expresar la decadencia moral que nos afecta, consiste en afirmar que el individuo ha perdido su dignidad; que ha relegado su esencia y naturaleza priorizando los instintos y el placer. No faltan, por cierto, los espíritus optimistas que aducen que, de la misma forma en que a una tormenta le sigue la calma, a una grave crisis moral le ha de seguir una etapa de resurgimiento. W. H. Van de Pol escribió: “Se pueden diferenciar una serie de periodos culturales de una duración relativamente larga, cortados por periodos de corta duración, en los que, aparentemente, se produce súbitamente una revolución espiritual que pone fin definitivo a un periodo cultural caduco y preanuncia un periodo cultural joven y nuevo. Todo indica que, por primera vez en la historia de la humanidad, toda ella se encuentra en un periodo de total reorientación y renovación, cuyo significado es la transición de una civilización decadente a una cultura mundial nueva, aún en formación”.
“La crisis en que se encuentra la humanidad actual en todo el mundo, es una crisis de una amplitud, profundidad y alcance desconocidos. Tiene un carácter radical. También tiene un carácter tal, que abarca a todos y a todo. Nada ni nadie pueden sustraerse a ella. La humanidad que surge de esta crisis será una humanidad nueva y distinta en lo que respecta al pensamiento y la acción. La manera de pensar, la experiencia del propio ser y de toda la realidad y, junto a ello, también el aspecto religioso del ser-hombre, están sujetos en nuestra época a una revolución radical” (De “El final del cristianismo convencional”-Ediciones Carlos Lohlé-Buenos Aires 1969).
Desde el punto de vista religioso, puede observarse el predominio de una actitud pasiva y contemplativa por la cual el individuo espera que todo cambio o toda mejora provengan de Dios. En este caso, la dignidad del hombre se asocia a su carácter de observador de la obra de Dios, considerando que es tan importante la obra como el espectador, ya que la primera tendría poco sentido sin alguien que la observara. Pico Della Mirandola escribió: “El hombre, familiar de las criaturas superiores y soberano de las inferiores, es el vínculo entre ellas; que por la agudeza de los sentidos, por el poder indagador de la razón y por la luz del intelecto, es intérprete de la naturaleza…”.
“Consumada la obra [la Creación de Dios], deseaba el artífice que hubiese alguien que comprendiera la razón de una obra tan grande, amara su belleza y admirara la vastedad inmensa. Por ello, cumplido ya todo…pensó por último en producir al hombre” (Del “Discurso sobre la dignidad del hombre”-Editorial Concourt-Buenos Aires 1978).
El cambio esencial, que podría establecerse, implica el cambio desde la actitud pasiva y contemplativa a una actitud activa e indagatoria, tal la que proviene de considerar al hombre como un partícipe esencial y necesario en el proceso de la evolución cultural de la humanidad. Se advierte que el puesto del hombre en el mundo es el de un colaborador directo de Dios, o del orden natural, y cuya misión esencial consiste en llevar a buen término la finalidad implícita en el espíritu de la ley natural. Julian Huxley escribió: “Se han definido la responsabilidad y el destino del hombre, considerándolo como un agente, para el resto del mundo, en la tarea de realizar sus potencialidades inherentes tan completamente como sea posible. Es como si el hombre hubiese sido designado, de repente, director general de la más grande de todas las empresas, la empresa de la evolución, y designado sin preguntarle si necesitaba ese puesto, y sin aviso ni preparación de ninguna clase”.
“Más aún: no puede rechazar ese puesto. Precíselo o no, conozca o no lo que está haciendo, el hecho es que está determinando la futura orientación de la evolución en este mundo. Este es su destino, al que no puede escapar, y cuanto más pronto se dé cuenta de ello y empiece a creer en ello, mejor para todos los interesados. A lo que esta ocupación se reduce, es realmente a la realización más completa de las posibilidades humanas, sea por el individuo, sea por la comunidad, o sea por la especie en la aventura de su marcha a lo largo de los corredores del tiempo” (De “Nuevos odres para el vino nuevo”-Editorial Hermes-Buenos Aires 1959).
La dignidad del hombre ha sido asociada a la respuesta que ofrece ante las exigencias que le son impuestas por el orden natural, o por el Dios Creador, como una forma de reconocer su esencia y su naturaleza. Mientras el hombre digno tiene por ello un alto valor, el hombre indigno es el que relega su dignidad para lograr alguna ventaja económica o social perjudicando a otro. Jean Lacroix escribió: “La dignidad es el carácter de lo que tiene valor de fin en sí, y no solamente de medio. No hay que confundir precio y dignidad. Una cosa tiene precio cuando puede ser reemplazada por otra equivalente, pero lo que no tiene equivalente, y por tanto, está por encima de todo precio, tiene una dignidad. Sólo las personas tienen una dignidad o valor; las cosas sólo tienen un precio” (Citado en el “Diccionario del Lenguaje Filosófico” de Paul Foulquié-Editorial Labor SA-Barcelona 1967).
Una ética de tipo cooperativo se caracteriza por considerar a todo hombre como un fin en sí mismo, por ser un integrante de la humanidad, y no como un medio que permite lograr objetivos circunstanciales o cotidianos. Immanuel Kant escribió: “Obra siempre de tal suerte que trates a la humanidad, en tu persona tanto como la persona del prójimo, como un fin y no como un simple medio”.
En los años sesenta, Gianni Morandi cantaba: “No soy digno de ti/no te merezco más”, aludiendo a alguien que se “portó mal” con una mujer, considerando no merecer su afecto. La actitud del creyente respecto de Dios es similar; cuando el hombre incumple los mandamientos bíblicos, deja de merecer la estima de Dios. Desde el punto de vista de la religión natural, que tiene presente al proceso evolutivo por el cual constituimos la única forma de vida inteligente conocida, dejamos de ser dignos del orden natural cuando ignoramos nuestras facultades intelectuales y morales, rechazando además el denodado esfuerzo que a lo largo de los siglos ha ocupado la mente y la vida de numerosos reformadores sociales que fueron artífices de la evolución cultural cuyos objetivos no difieren esencialmente de los de la evolución biológica.
La crisis actual se debe, entre otros aspectos, a que la religión sólo ofrece una serie de misterios que ocultan lo simple y lo accesible a nuestras decisiones, o bien a la prédica intensiva de un absurda y destructiva lucha de clases que nos aleja completamente de los objetivos que nos impone el orden natural. Tal crisis, asociada a una indignidad generalizada, puede resumirse en el predominio de una actitud que legitima el egoísmo y el odio, exagerados ambos, propios del hombre-masa, que siente que sus derechos no son atendidos por los demás como consecuencia de haber olvidado que también él tiene deberes que cumplir.
El hombre indigno, que impone un precio a su dignidad, es el que, una vez alcanzado ese precio, renuncia a su dignidad, no teniendo inconvenientes en estafar y traicionar a quien sea con tal de obtener una ventaja personal. Se ha llegado al extremo de que muchos adhieren fanáticamente a un delincuente, o a un líder político perverso, si previamente recibieron de ellos alguna ventaja económica, desatendiendo los efectos que puedan haber causado en otras personas. Este es el caso de Pablo Escobar, quien es admirado por aquellos a quienes benefició de alguna manera sin apenas importarles las miles de víctimas inocentes a quienes les quitó la vida.
Mientras que en la Biblia aparece un mandamiento que nos sugiere “honrar padre y madre”, advertimos que algunas personas, de apariencia “normal”, estafan a cualquiera si la circunstancia se presenta favorable, evidenciando que no tienen inconveniente en que la memoria de sus padres, ya fallecidos, caiga también en el descrédito de toda la familia. Tampoco les importa que sus propios hijos adviertan la conducta poco ética que reciben como ejemplo.
La persona digna trata de tener, y de mostrar, una buena imagen de sí mismo; ante sus amigos, para no decepcionarlos, e incluso ante sus enemigos, si los tuviera, para no darles la oportunidad de que adviertan sus debilidades. La persona indigna, por el contrario, poco o nada piensa en la opinión de los demás, ya se trate de amigos o de enemigos. El mundo de los indignos se reduce a objetos que tienen un precio, mientras que el mundo de los dignos se reduce a valores afectivos e intelectuales.
Esta dualidad, que caracteriza a toda sociedad, fue descrita por San Agustín simbolizando como la Ciudad de Dios a la habitada por las personas justas, en oposición a la Ciudad del Hombre formada por personas injustas y sin dignidad; pero ambas en un estado de superposición que impide distinguir a simple vista quienes pertenecen a una y quienes a la otra. La primera, Jerusalén, formada por los descendientes espirituales de Abel; la segunda, Babilonia, formada por los descendientes de Caín. Charles Dickens describe tal superposición geográfica y temporal: “Era el mejor de los tiempos, era el peor de los tiempos, la edad de la sabiduría y de la locura; era la época de las creencias y la época de la incredulidad, la estación de la luz y de las tinieblas, la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación. Todo lo poseíamos, pero no teníamos nada; caminábamos en derechura al cielo y nos extraviábamos por el camino opuesto”.
La descripción de San Agustín parte de los atributos morales individuales, mientras que la descripción de los individuos según los atributos de clase, social o económica, lleva a un callejón sin salida, debido a su grosera inexactitud. E. A. Dal Maschio escribió: “A pesar de ser materialmente indistinguibles, para San Agustín es posible caracterizar a cada una de ellas a partir de su contraposición sobre tres ejes diferenciadores: el principio que las rige, la orientación de su voluntad y el carácter de sus miembros. En cuanto al primero de estos elementos, Babilonia es la patria de «los hombres que pretenden vivir según la carne», Jerusalén la de «aquellos que pretenden vivir según el espíritu»”.
“Estos dos principios rectores…orientan la voluntad de sus integrantes en direcciones opuestas. La de los habitantes de Babilonia está embebida del amor a sí. Cree que ella misma se basta para lograr la felicidad y se dirige orgullosa en pos de los bienes de este mundo: el placer, la sed de dominio, la sabiduría idólatra. La voluntad de los ciudadanos de Jerusalén reconoce su insignificancia y absoluta dependencia de Dios, al que antepone por encima de todo, y no tiene otra sabiduría ni venera otra verdad que no sea la del Señor” (De “San Agustín”-EMSE EDAPP SL-Buenos Aires 2015).
El orden natural nos impone una “presión” para que logremos mayores niveles de adaptación; tendencia que ha sido descrita mediante el principio de complejidad-conciencia. En lo que respecta al individuo, para responder a tal tendencia, debemos tratar de incrementar nuestro nivel de dignidad. A través de la historia tenemos muchos ejemplos de que la falta de dignidad conduce a la decadencia y que su posesión conduce a los objetivos implícitos en el espíritu de la ley natural.
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