Desde el punto de vista de la psicología, resultan relevantes los atributos individuales asociados al carácter y a la personalidad, a ellos se les agrega, en psicología social, el conocimiento de la pertenencia, o no, del individuo a los diversos grupos y subgrupos que conforman la sociedad. “El término identidad es retomado por la Psicología Social actual para designar la continuidad de la conciencia de sí mismo del individuo; esta conciencia se sostiene a través de los roles sociales que se asumen y del reconocimiento social del sujeto de dichos roles”.
“La identidad se forma durante la pubertad y la adolescencia, periodos en que el individuo elige y asume roles para su vida futura. Esta tarea se realiza por la integración de elementos conscientes y subconscientes (cualidades, necesidades, etc.), con frecuencia conflictivos. La no integración de esos múltiples elementos puede generar crisis a las que se denomina «difusión de identidad», y que llevan a la pérdida de identidad o de la propia imagen («quién soy yo, adónde pertenezco»): esto puede darse por la pérdida del rol profesional u otro rol social, por la pérdida de la pertenencia a un grupo, o el fracaso de los planes de vida. Se genera así una identidad negativa por la asunción de roles o la identificación con modelos que son desvalorizados por el medio social, o por el mismo sujeto” (Del “Diccionario de Sociología” de E. del Acebo Ibáñez y R. J. Brie-Editorial Claridad SA-Buenos Aires 2006).
La pertenencia, o no, a los diversos grupos o subgrupos humanos depende principalmente de la actitud predominante en cada individuo. Supongamos que existe un conjunto de individuos en los que predomina netamente el egoísmo, con una nula predisposición a compartir las penas y las alegrías ajenas. En ese caso, que por cierto no existe en el mundo real, no habría asociación posible por lo que tampoco a ese conjunto de individuos cabría denominarlo como una “sociedad”. Además, habría en tal conjunto bastante conflictividad, ya que cada uno piensa en las necesidades y derechos propios desinteresándose por las necesidades y derechos de los demás.
Cabe establecer una analogía con los primeros instantes del universo cuando existían las partículas fundamentales dispersas y que, debido a las enormes temperaturas, no podían reunirse para formar núcleos y posteriormente átomos, como luego sucedió. No podía hablarse de materia en esos instantes.
Cuando en los individuos del grupo humano predomina el sentido de la cooperación, al disponer de la capacidad de compartir las penas y las alegrías de los demás, surge el matrimonio y luego aparecen los hijos que, al igual que los electrones que giran alrededor del núcleo para conformar el átomo, giran alrededor de sus padres para conformar la familia: el primer grupo social.
El egoísmo y la conflictividad han ido disminuyendo, al igual que desciende la temperatura en el universo en expansión, por lo que existe la posibilidad de que cada individuo forme parte de otros agrupamientos sociales. En forma semejante, aparecen las moléculas y las células, mientras que en la sociedad aparecen las instituciones religiosas, culturales, económicas, etc. Surge también la conflictividad entre grupos, y entre grupos e individuos, ya que siempre existe un egoísmo residual que forma parte de nuestra naturaleza humana.
Finalmente, el hombre advierte que forma parte del grupo de la especie humana, y que está regido por un mismo Dios, o por leyes naturales semejantes, priorizando esta pertenencia a las restantes. Este sentido de pertenencia a la humanidad, desprovisto al máximo de egoísmo, es la postura que menor conflictividad ha de generar, ya que se dejará de lado todo antagonismo por cuestiones de clase, etnia, o status social, cultural, etc. El hombre será un ciudadano del mundo, rechazando los nacionalismos, que tantas guerras y destrucción produjeron en el pasado. Esta situación ideal no resulta fácil de alcanzar; aunque, al menos, es importante tenerla presente como una dirección por la que debemos avanzar.
Las diversas crisis del individuo y, luego, sociales, se deben a la débil interacción afectiva y al elevado egoísmo reinante. La primera manifestación aparece dentro de los hogares en forma de violencia familiar. El hombre actual pareciera no estar orientado por la razón y los afectos, sino por los órganos sexuales, lo que explica los extraños comportamientos y desviaciones extremas a la moral natural elemental.
El próximo nivel de conflictividad se da entre las familias, de tal manera que se mira a todo integrante de una familia rival, no como un individuo caracterizado por sus atributos propios, sino como integrante de un bando antagónico. La mejor descripción de esa situación fue realizada por William Shakespeare con su inmortal novela “Romeo y Julieta”, en la cual los dos jóvenes enamorados, pertenecientes a los Montesco y los Capuleto, respectivamente, tienen un trágico fin como consecuencia de sus filiaciones familiares. La idea de pertenecer al grupo de la humanidad, la instancia superior a todos los agrupamientos en conflicto, aparece también como una posibilidad. Julieta expresa (como para sí misma): “Romeo, tan sólo tu nombre es mi enemigo/Tú podrías vivir, aún sin ser un Montesco/¿Qué es Montesco? ¿Es la mano, el brazo, el rostro,/el pie, o alguna parte principal de tu cuerpo?/¡No es nada, nada!...Entonces puedes cambiar de nombre/Al fin, ¿qué vale un nombre? Lo que llamamos rosa/sería igualmente hermosa con un nombre diverso/y así se encontrarían las virtudes que admiro/en Romeo, lo mismo sin llamarse Romeo/Deja así una palabra que no es nada, y en cambio/yo seré toda tuya…”.
Romeo: (sorprendiéndola) “¡Te tomo el juramento! Llámame sólo amor/y estaré bautizado”.
Mario Vargas Llosa describe la violencia familiar, que le tocó padecer de niño, en función de los prejuicios de clase social que algunos individuos padecen y no pueden superar, siendo incapaces de trascender mentalmente una pertenencia que malogra sus vidas y las de quienes los rodean. Al respecto escribió: “La verdadera razón del fracaso matrimonial no fueron los celos, ni el mal carácter de mi padre, sino la enfermedad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos los estratos y familias del país y en todos deja un relente que envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales”.
“Porque Ernesto J. Vargas, pese a su blanca piel, sus ojos claros y su apuesta figura, pertenecía –o sintió siempre que pertenecía, lo que es lo mismo- a una familia socialmente inferior a la de su mujer. Las aventuras, desventuras y diabluras de mi abuelo Marcelino habían ido empobreciendo y rebajando a la familia Vargas hasta el ambiguo margen donde los burgueses empiezan a confundirse con eso que los que están más arriba llaman pueblo, y en el que los peruanos que se creen blancos empiezan a sentirse cholos, es decir, mestizos, es decir, pobres y despreciados”.
“En la variopinta social peruana, y acaso en todas las que tienen muchas razas y astronómicas desigualdades, blanco y cholo son términos que quieren decir más cosas que raza o etnia: ellos sitúan a la persona social y económicamente, y estos factores son muchas veces los determinantes de la clasificación. Ésta es flexible y cambiante, supeditada a las circunstancias y a los vaivenes de los destinos particulares”.
“Siempre se es blanco o cholo de alguien, porque siempre se está mejor o peor situado que otros, o se es más o menos pobre o importante, o de rasgos más o menos occidentales o mestizos o indios o africanos o asiáticos que otros, y toda esta selvática nomenclatura que decide buena parte de los destinos individuales se mantiene gracias a una efervescente construcción de prejuicios y sentimientos –desdén, desprecios, envidia, rencor, admiración, emulación- que es, muchas veces, por debajo de las ideologías, valores y desvalores, la explicación profunda de los conflictos y frustraciones de la vida peruana”.
“Es un grave error, cuando se habla de prejuicio racial y de prejuicio social, creer que éstos se ejercen sólo de arriba hacia abajo, paralelo al desprecio que manifiesta el blanco al cholo, al indio y al negro, y de cada uno de estos tres últimos a todos los otros, sentimientos, pulsiones o pasiones, que se emboscan detrás de las rivalidades políticas, ideológicas, profesionales, culturales y personales, según un proceso al que ni siquiera se puede llamar hipócrita, ya que rara vez es lúcido y desembozado. La mayoría de las veces es inconsciente, nace de un yo recóndito y ciego a la razón, se mama con la leche materna y empieza a formalizarse desde los primeros vagidos y balbuceos del peruano”.
“Ése fue probablemente el caso de mi padre. Más íntima y decisiva que su mal carácter o que sus celos, estropeó su vida con mi madre la sensación, que nunca lo abandonó, de que ella venía de un mundo de apellidos que sonaban –esas familias arequipeñas que se preciaban de sus abolengos españoles, de sus buenas maneras, de su hablar castizo-, es decir, de un mundo superior al de su familia, empobrecida y desbaratada por la política” (De “El pez en el agua”-Editorial Seix Barral SA-Barcelona 1993).
Debido a que los marxistas describen todo comportamiento social en función del sistema económico imperante en una sociedad, todo conflicto entre clases sociales lo asocian a lo económico; poco tienen en cuenta que la envidia surge muchas veces por otras razones. Al identificar todo conflicto social o familiar como un conflicto de clases económicas, pretenden solucionarlos en base al socialismo. Vargas Llosa agrega: “Esa existencia transeúnte y diversa no liberó a mi padre de los tortuosos rencores y complejos de que está hecha la psicología de los peruanos. De algún modo y por alguna complicada razón, la familia de mi madre llegó a representar para él lo que nunca tuvo o lo que su familia perdió –la estabilidad de un hogar burgués, el firme tramado de relaciones con otras familias semejantes, el referente de una tradición y un cierto distintivo social- y, como consecuencia, concibió a esa familia una animadversión que emergía con cualquier pretexto y se volcaba en improperios contra los Llosa en sus ataques de rabia”.
“En verdad, estos sentimientos tenían muy poco sustento ya en aquella época –mediados de los años treinta-, pues la familia Llosa, que había sido, desde que llegó a Arequipa el primero de la estirpe –el maese de campo don Juan de la Llosa y Llaguno-, acomodada y con ínfulas aristocráticas, había venido decayendo hasta ser, en la generación de mi abuelo, una familia arequipeña de clase media de modestos recursos. Eso sí, bien relacionada y firmemente establecida en el mundillo de la sociedad. Era esto último, probablemente, lo que ese ser desenraizado, sin familia y sin pasado, que era mi padre, nunca pudo perdonarle a mi mamá”.
En una economía de mercado, la competencia se establece entre empresas antes que entre clases sociales. Consideremos, por ejemplo, una empresa cuyos dueños, simbolizados por (A), y sus empleados, simbolizados por (a), compiten con la empresa con dueños (B) y empleados (b). En este caso la competencia en el mercado se simboliza (A+a) vs. (B+b). Sin embargo, Marx describe tal competencia según las clases económicas, es decir, (A+B) vs. (a+b), que puede establecerse en alguna sociedad existente pero no en la sociedad capitalista desarrollada.
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