Uno de los factores subyacentes a los movimientos políticos y a los conflictos que en ese ámbito se producen, radica en el sentimiento de pertenencia a cierta clase social y a la envidia que se orienta hacia otras clases consideradas superiores. En este caso, se le da a “clase social” un sentido amplio y no el restringido a su aspecto exclusivamente económico, como el considerado por la izquierda política. Mario Vargas Llosa escribió: “La verdadera razón del fracaso matrimonial no fueron los celos, ni el mal carácter de mi padre, sino la enfermedad nacional por antonomasia, aquella que infesta todos los estratos y familias del país y en todos deja un relente que envenena la vida de los peruanos: el resentimiento y los complejos sociales” (De “El pez en el agua”-Editorial Seix Barral SA-Barcelona 1993).
Este complejo se vislumbra en una mentalidad generalizada que tiende a reunir a los que se consideran inferiores en contra de los supuestos superiores, siendo los políticos populistas los que promueven y se benefician electoralmente ante tales conflictos ya que buscan recibir el apoyo de los primeros, que son más numerosos, en contra de los segundos, a quienes considerarán como culpables de los sufrimientos y postergaciones de aquéllos.
Varios líderes populistas también padecieron el complejo de inferioridad social, como Perón y Eva, Fidel Castro, Cristina Fernández, etc., quienes surgen de familias estigmatizadas en su momento por no responder a la normalidad aceptada socialmente en la sociedad y en la época respectiva. También algunos deportistas destacados no pudieron superar el estigma social de donde surgen sus personalidades violentas que afloran ante todo aquel que pudiera superarlos socialmente, según la escala de valores admitida.
El problema social mencionado por Vargas Llosa, puede ayudar a entender muchos procesos políticos considerándolos como consecuencias de las psicologías individuales predominantes tanto en los líderes como en los pueblos. De esa manera puede superarse el estrecho concepto de “lucha de clases” económicas que tantas catástrofes sociales motivó ante los diversos intentos por eliminarlas.
El que se siente inferior socialmente no es aquel que necesariamente padece de carencias de tipo material. Los complejos de inferioridad dependen esencialmente de la escala de valores adoptada. Supongamos el caso de alguien que posee un capital de 1 millón de dólares y que valora a los demás, y a sí mismo, exclusivamente por el dinero que poseen. Un capital como el mencionado, bien administrado, permite llevar una vida segura y tranquila. Sin embargo, es posible que tal individuo se sienta insignificante respecto de quienes poseen un capital de 100 millones de dólares, es decir, cien veces mayor que su propio capital. Como su escala de valores no admite nada más que el dinero, vivirá comparándose con los que más tienen y por ello se sentirá insignificante.
El que admira de sobremanera a quien tiene muchas riquezas necesariamente despreciará de la misma forma a quien carece de ellas. Desconocerá aquella advertencia de Arthur Schopenhauer: “Nunca pensamos en lo que tenemos sino siempre en lo que nos falta”. Quien ha de sentirse bien, es el que tiene bastante más que cero, contrastando con quien vive apesadumbrado por tener bastante menos que los cien millones a los que aspira y adopta como referencia. Esto implica que la superioridad o la inferioridad social, depende esencialmente de una valoración subjetiva, y que la marginación social, por lo general, implica una auto-discriminación que surge del propio individuo.
Puede decirse que, según la mentalidad de cada uno, la clase social inferior es la que asocia su valor personal al poco dinero que se posee (materialistas con poco dinero); la clase media es la que valora lo que se posee sin aspirar a tener mucho más de lo necesario; la clase media alta es la constituida por individuos que se sienten insatisfechos con lo que tienen (como en el caso mencionado) y, finalmente, tenemos la clase alta económica, con diversas mentalidades posibles, ya que en ella encontramos tanto al exitoso empresario como el arribista sin escrúpulos (materialista con dinero).
Según sea la mentalidad predominante en una sociedad, así será la tendencia política y económica que adoptara un país, existiendo dos tendencias extremas: el liberalismo y el socialismo, en alguna de sus variantes. El liberalismo, que responde esencialmente a la mentalidad de la clase media, promueve un Estado cuya función principal ha de ser apoyar la producción. El socialismo, que responde esencialmente a las mentalidades insatisfechas y auto-consideradas inferiores, promueve al Estado redistribuidor de las ganancias empresariales para beneficiar al que no quiso estudiar ni aprender ningún oficio, teniendo poca predisposición para el trabajo.
Desde las posturas populistas o socialistas, se critica a los gobiernos conservadores, o liberales, de principios del siglo XX, cuando construían en Mendoza “caminos que sólo llegaban a las bodegas”, es decir, aducen que se dedicaban sólo a “favorecer a los ricos”. Al respecto debe decirse que, al existir un camino por donde puede transportarse la uva y, posteriormente, el vino, se facilita y promueve la inversión productiva y, asociados a la inversión, surgen necesariamente los puestos de trabajo.
La mentalidad populista, por el contrario, promueve confiscar la mayor parte de las ganancias empresariales, reduciendo o imposibilitando totalmente la inversión productiva y nuevos puestos de trabajo, para destinar esos recursos a financiar la vida de los sectores improductivos. Tarde o temprano tal mentalidad lleva al estancamiento, a la crisis y a la decadencia.
Cuando en el sector empresarial predominan personajes como el mencionado poseedor de 1 millón de dólares, el ascenso económico será buscado por cualquier medio, preferentemente estableciendo alianzas con los gobernantes de turno, evitando lograr el progreso a través de la dura competencia en el mercado, lo que se ha dado en denominar “mercantilismo”.
Asociado al mercantilismo aparece la figura del político que busca el poder como único y principal objetivo de su vida; de ahí las tendencias populistas que prevalecen en la mayor parte de los países latinoamericanos. En su breve paso por la política, el citado autor pudo conocer la triste realidad de los políticos peruanos, que es bastante similar a la de los políticos de otros países de la región. Al respecto escribió: “Ya metido en la candela, es esas reuniones tripartitas hice un descubrimiento deprimente. La política real, no aquella que se lee y escribe, se piensa y se imagina –la única que yo conocía-, sino la que se vive y practica día a día, tiene poco que ver con las ideas, los valores y la imaginación, con las visiones teleológicas –la sociedad ideal que quisiéramos construir- y, para decirlo con crudeza, con la generosidad, la solidaridad y el idealismo. Está hecha casi exclusivamente de maniobras, intrigas, conspiraciones, pactos, paranoias, traiciones, mucho cálculo, no poco cinismo y toda clase de malabares. Porque el político profesional, sea de centro, de izquierda o de derecha, lo que en verdad lo moviliza, excita y mantiene en actividad es el poder: llegar a él, quedarse en él o volver a ocuparlo cuanto antes”.
La asociación entre los políticos buscadores de poder y los empresarios buscadores de riquezas, especialmente cuando son personas resentidas y con complejos de inferioridad social, generan la pobreza típica predominante en esos países. En estos casos, el Estado es el intermediario que les permite lograr sus fines personales o sectoriales. De ahí la búsqueda de un Estado que regule y absorba gran parte de la economía nacional. Ante el proyecto de Alan García de “nacionalizar y estatizar” todos los bancos, que motivó el ingreso de Vargas Llosa a la política como candidato a presidente del Perú, sin lograr éxito en las elecciones, escribió al respecto: “Todos recordaban los años de la dictadura militar (1968-1980) y las masivas nacionalizaciones –al comenzar el régimen del general Velasco había siete empresas públicas y al terminar cerca de doscientas- que convirtieron al pobre país que era entonces Perú en el pobrísimo de ahora”.
“No era difícil imaginar lo que se venía. Los dueños serían pagados con bonos inservibles, como los expropiados en tiempos del régimen militar. Pero esos propietarios sufrirían menos que el resto de los peruanos. Eran gente acomodada y, desde los despojos del general Velasco, muchos habían tomado precauciones sacando su dinero al extranjero. Para los que no había protección era para los empleados y trabajadores de los bancos, aseguradoras y financieras que pasarían al sector público. Esas miles de familias no tenían cuentas en el exterior ni cómo atajar a las gentes del partido de gobierno que entrarían a tomar posesión de las presas codiciadas. Ellas ocuparían en adelante los puestos claves, la influencia política determinaría los ascensos y nombramientos y muy pronto en esas empresas campearía la misma corrupción que en el resto del sector público”.
“En Francia, Suecia o Inglaterra una empresa pública conserva cierta autonomía del poder político, pertenece al Estado y su administración, su personal y su funcionamiento están más o menos a salvo de abusos gubernamentales. Pero en un país subdesarrollado, ni más ni menos que en un país totalitario, el gobierno es el Estado y quienes gobiernan administran éste como su propiedad particular, o, más bien, su botín. La empresa pública sirve para colocar a los validos, alimentar a las clientelas políticas y para los negociados. Esas empresas se convierten en enjambres burocráticos paralizados por la corrupción y la ineficiencia que introduce en ellas la política. No hay riesgo de que quiebren: son, casi siempre, monopolios protegidos contra la competencia y tienen la vida garantizada gracias a los subsidios, es decir, el dinero de los contribuyentes”.
Los gobiernos populistas convencen fácilmente a las masas de que estatizar una empresa implica agrandar la patria y achicar los patrimonios de los sectores que previamente las han “despojado” de lo que con justicia les pertenece. En realidad, las nacionalizaciones populistas resultan similares a la formación de un tumor maligno que absorbe los recursos económicos disponibles en beneficio de un sector parasitario aumentando la pobreza de la sociedad.
En algunos países de la región, los partidos políticos más representativos son verdaderas asociaciones ilícitas cuyo objetivo es mantenerse en el poder, adoptando diversos ropajes ideológicos según la conveniencia del momento, tal el caso del peronismo. Fue nazi-fascista en sus orígenes, luego populista, democrático, socialista, liberal, juntándose luego todos sus integrantes, ya sin disfraces, para repartir el botín que les asegura el dominio del Estado.
Mientras el sector productivo se va reduciendo, el sector improductivo (empleos públicos en exceso) va aumentando. Como consecuencia necesaria e inevitable, el deterioro de la economía y el porcentaje de pobres crece, profundizándose la decadencia. Ya es hora que tomemos en serio el presente y el futuro de la sociedad.
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