Es posible describir algunas de las posturas religiosas y filosóficas teniendo en cuenta los dos extremos entre los que se las podría ubicar. Uno de los extremos está constituido por el teocentrismo (Dios en el centro), una visión en la que predomina la atención en Dios sin apenas considerar al hombre. En el otro extremo encontramos al antropocentrismo (el hombre en el centro), una visión que considera al ser humano como centro de atención mientras poco o nada se tiene en cuenta a Dios. Como ejemplo de teocentrismo encontramos a la Europa medieval, mientras que, como ejemplo de antropocentrismo, pueden mencionarse los totalitarismos europeos del siglo XX.
Es indudable que la postura ideal ha de ser una intermedia, o equilibrada, en la cual se les da similar importancia a Dios y al hombre y, sobre todo, se advierte una situación de armonía entre ambos centros de atención. Este es el caso del cristianismo en religión y del spinocismo en filosofía.
En la actualidad, ante el avance de la ciencia, podemos precisar con más detalle ambos extremos. Asociado al teocentrismo, tenemos al hombre surgido de la Creación (o de la evolución biológica), en quien se hallan las “huellas de Dios” (o del proceso evolutivo). También encontramos al hombre como “creación humana” y en el cual se advierten las “huellas del proceso cultural”. Luego, el teocentrismo considera con preponderancia la naturaleza humana como fruto de la evolución biológica (o de la creación divina), mientras descarta un tanto la evolución cultural. En el otro extremo encontramos el antropocentrismo, que supone inexistente la naturaleza humana y considera que el hombre surge esencialmente de la evolución cultural. La mayor parte de las restantes posturas se encuentra entre ambos extremos.
Una síntesis de ambas posturas aparece bajo el título de Humanismo, citada a continuación: “Humanismo: actitud filosófica que hace del hombre el valor supremo, y trata de luchar contra cuanto puede empobrecerlo, oprimirlo, «alienarlo». El humanismo, que es menos una doctrina constante que una preocupación común a numerosos autores, debe entenderse en dos sentidos distintos, y hasta opuestos desde ciertos puntos de vista:
- En sentido clásico el humanismo se refiere a un modelo, a un arquetipo: el hombre «eterno», que hay que saber descubrir bajo sus variaciones históricas o psicológicas, y a quien es preciso defender contra la injusticia, el error, el desorden y la violencia. Este humanismo postula, pues, la existencia de una «naturaleza humana» permanente dentro de sus propios límites.
- En sentido moderno, concepción filosófica que hace del hombre «la medida de todas las cosas», es decir, la fuente de los valores, y que lo define esencialmente -«existencialmente» más bien- por la libertad. No existe, pues, naturaleza humana, ya que el hombre es lo que se hace a sí mismo: a lo sumo, existe una «condición» humana. El existencialismo, el surrealismo y el marxismo, en su interpretación tradicional, son a este respecto humanismos auténticos” (De “La Filosofía” de André Noiray y otros-Ediciones Mensajero-Bilbao 1974).
Podemos considerar al hombre, en una analogía con una computadora, compuesto por un hardware (circuiterío) que hemos adquirido mediante el proceso de evolución biológica. Además, poseemos un software (programación), que hemos adquirido mediante el proceso de evolución cultural, por medio de la influencia social. Mientras el teocentrismo parece olvidar el software, el antropocentrismo parece olvidar el hardware. Una descripción adecuada del hombre debe contemplar ambos aspectos, de la misma manera en que debe hacerlo quien pretende describir una computadora.
En cuanto a la evolución biológica, Jean Rostand escribió: “Contrariamente a la creencia popular, el hombre ha dejado de evolucionar hace mucho tiempo. El Hombre de hoy, el Hombre del siglo XX, el Hombre que somos, no difiere esencialmente del Hombre que vivía hace unos cien mil años en las cavernas del Cuaternario, y cuyos vestigios óseos e instrumental rudimentario los paleontólogos han exhumado”.
“Toda la porción de historia humana transcurrida desde aquella edad remota no ha alterado nada o casi nada el estado morfológico y fisiológico de nuestra especie; y, en realidad, la enorme diferencia que existe entre el viejo tallador de sílex y su heredero moderno no es sino la obra de la civilización, es decir, de la cultura gradualmente acumulada y transmitida por la tradición social. Desde el origen de la especie, el hombre era igual al que iba a sobrevenir. Llevaba consigo en estado virtual, todo lo que iba a desarrollarse y fructificar en técnica, ciencia, arte, filosofía, religión”.
“A tal grado que, si por un prodigio se pudiera hacer resurgir en nuestros días a un recién nacido de esos tiempos idos, para criarlo y educarlo como a uno de los nuestros, se convertiría en un hombre semejante a nosotros, un hombre que en nada, ni en su aspecto, ni en su conducta, ni en su pensamiento íntimo, se denunciaría como un extraño entre nosotros, como un aparecido del pasado; en un hombre sin ninguna dificultad particular para iniciarse en las complejidades y refinamientos de nuestras costumbres; un hombre que, hallándose cara a cara con las manifestaciones más avanzadas de la mente o de la estética, podría opinar tan bien como cualquiera a propósito del existencialismo o explicar la pintura de Picasso…” (De “¿Es posible modificar al hombre?”-Editorial La Isla SRL-Buenos Aires 1962).
Mientras que el hombre, biológicamente hablando, no cambia esencialmente en el tiempo, la imagen que tenemos de Dios, sí lo hace. Uno de esos cambios consiste en pasar de los dioses especializados (politeísmo) al Dios único (monoteísmo). El otro cambio, aún más importante, es el del Dios personal omnipotente, asociado a fuerzas sobrenaturales poderosas, al “Dios información”, identificado con las leyes naturales que rigen todo lo existente. Aquella prohibición bíblica de no hacer representaciones de Dios, seguramente contempla la posibilidad del “Dios información”, ya que la ley natural no admite una imagen concreta, sino que se la puede representar simbólicamente como una relación abstracta entre causas y efectos.
Si se observa el funcionamiento de una empresa, se advierte que lo más importante no es la cantidad de maquinarias que posea, sino la habilidad mental de quienes la dirigen. Si se trata de una empresa constructora, puede decirse que la empresa puede estar constituida por una sola persona; la que es capaz de contratar, o subcontratar, a los distintos especialistas, para la construcción de un edificio. No es necesario que disponga de sus propios equipos de construcción. En forma semejante, el Dios requerido para la realización del mundo, es un Dios que se destaca por su sabiduría, o por su capacidad para disponer adecuadamente de la materia o la energía disponible en el universo, hasta identificarse con sus leyes.
Debido a la existencia de ambos centros de atención, Dios y el hombre, la historia de la humanidad puede describirse en base al tipo de gobierno predominante, el de Dios o el del hombre. En la antigüedad, los gobiernos aducían constituir una teocracia (gobierno de Dios), siendo en realidad gobiernos humanos inspirados en Dios. En los últimos tiempos, por el contrario, se aceptan los gobiernos netamente humanos, que muchas veces ni siquiera tienen en cuenta nuestra naturaleza humana, heredada de la evolución biológica, lo que implica un fracaso que tarde o temprano llegará. Voltaire escribió: “Parece ser que las naciones antiguas fueron en su mayoría gobernadas por una especie de teocracia”. “Ni siquiera parece posible que entre las primeras poblaciones de cierta consideración haya habido otro gobierno que la teocracia: pues una vez que una nación ha elegido un dios tutelar, ese dios tiene sacerdotes. Esos sacerdotes dominan el espíritu de la nación; no pueden dominar sino en el nombre de su dios; consecuentemente, siempre le hacen hablar: recitan sus oráculos, y todo lo que se ejecuta es por orden expresa de Dios” (De “Ensayo sobre las costumbres y el espíritu de las naciones”-Librería Hachette SA-Buenos Aires 1959).
El gobierno del hombre, que no contemple la naturaleza humana, implica una situación similar a la del programador de computadoras que no tenga en cuenta el hardware (circuiterío) de las mismas. Esto se ha manifestado en el caso de los totalitarismos, especialmente con el marxismo-leninismo y la absurda pretensión de crear al “hombre nuevo soviético” sin apenas tener presente la naturaleza humana, que se la ha desconocido o se la ha pretendido “transformar” según el criterio de los diversos “ingenieros sociales”. Algo similar ocurre con el totalitarismo teocrático islámico, que lucha por imponer su gobierno pero sin tener en cuenta la naturaleza humana. Son en definitiva gobiernos que aducen diferentes pretextos para imponer a los demás sus propios y macabros planes de dominación mental y material.
Mientras que en filosofía aparece un René Descartes que, con su “Pienso, luego existo”, adopta como punto de partida al hombre, en lugar de Dios, aunque sin reemplazarlo, Friedrich Nietzsche se propone reemplazarlo por el hombre. Víctor Massuh escribió al respecto: “El hombre creador reemplaza a Dios, legisla el bien y el mal, y «crea la meta del hombre y da a la tierra su sentido y su futuro»” (De “Agonías de la razón”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1994).
A manera de síntesis resulta oportuno citar a Michele Federico Sciacca, quien escribió: “Se puede decir que toda filosofía cristiana es humanística, en cuanto su problema central es el hombre y no la naturaleza física. El Cristianismo más que una cosmología es una antropología: no tiene un concepto cosmológico del hombre, como el mundo griego, sino una concepción antropológica del cosmos. La antropología cristiana es teocéntrica, esto es, en ella Dios es el fin del hombre y, a través del hombre, del universo entero”.
“Una antropología tal tiene su propia tensión dialéctica, con un particular y profundo equilibrio, precisamente en la relación de «tensión» entre el hombre y Dios, por la que el hombre tiende a Dios como a su fin sin anularse en Él; y Dios, también haciendo existir al hombre y proveyendo para él, no nos niega la autonomía ni la libertad intelectual, moral y espiritual”.
“Alterar este equilibrio es romper toda la economía del Cristianismo en dos sentidos opuestos: o en el sentido de un super-teologismo que tiende a la negación del hombre en la omnipotencia divina, o en el sentido de un super-humanismo que niega a Dios por afirmar sólo al hombre. Los dos elementos de la tensión dialéctica, en tal caso, se aíslan o como teocentrismo absoluto o como absoluto antropocentrismo, uno y otro ya no cristianos, aunque con sugerencias y motivos tomados del Cristianismo” (De “Qué es el humanismo”-Editorial Columba SA-Buenos Aires 1960).
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