Las analogías son necesarias tanto para la creación intelectual como para la transmisión del conocimiento. Son los “andamios” que permiten la construcción del pensamiento y que serán dejados de lado cuando hayan cumplido con el propósito por el cual fueron requeridos. Así, para entender la secuencia que permitió la conformación y la difusión de la cultura occidental, se recurrirá a una analogía, esta vez vinculada al cerebro y a sus tres capas que fueron apareciendo a lo largo del proceso de la evolución biológica.
El cerebro reptiliano es el encargado de controlar los distintos procesos del cuerpo y de sustentar los instintos. Luego aparece el cerebro límbico, asociado a los aspectos emocionales, que compartimos con los demás mamíferos, y, finalmente, aparece el neocortex, asociado al proceso del razonamiento. Una cuestión de importancia fue la adaptación recíproca entre estos componentes ya que cada uno de ellos “pretendió” dominar a los restantes.
También la cultura occidental fue la reunión de tres componentes distintas que tuvieron que vincularse y adaptarse a las restantes, incluso mediante conflictos de poder. Estas tres componentes fueron la civilización romana, la religión judeocristiana y los pueblos germánicos. José Luis Romero escribió al respecto: “Los tres legados que confluyeron en la cultura occidental tienen distintos caracteres y ejercieron distintas influencias en el complejo que constituyeron al combinarse. No eran, por cierto, análogos. En tanto que el legado romano y el legado germánico estaban representados al mismo tiempo por troncos raciales y corrientes espirituales, el legado hebreocristiano consistía solamente en una opinión acerca de los problemas últimos que condicionaba un modo de vida, opinión que encarnaba en gentes diversas de uno de aquellos dos troncos y que, naturalmente, se acomodaba de cierta manera según la calidad del terreno que acogía a la nueva simiente. Por esa circunstancia, las combinaciones fueron múltiples y las primeras etapas de la cultura occidental se caracterizaron por su aspecto informe y caótico” (De “La cultura occidental”-Siglo XXI Editores Argentina-Buenos Aires 2004).
Así como el cerebro reptiliano establece la infraestructura que permite la vida del cuerpo y de la mente, el Imperio Romano constituye la infraestructura básica de lo que luego se conocería como la civilización occidental. El citado autor agrega: “El legado romano constituía una sólida realidad. El vasto proceso de fusión que dio por resultado la cultura occidental se desarrolló sobre suelo romano, y la romanidad debía aportarle sus estructuras fundamentales. Hasta el clima y la naturaleza mediterránea imprimirían su sello a las nuevas formas de vida que se elaboraban en la encrucijada histórica que constituye el periodo comprendido entre los siglos IV y IX”.
“El formalismo romano, la tendencia a crear sólidas estructuras convencionales para conformar el sistema de convivencia, dejó una huella profunda en el espíritu occidental. La Iglesia misma no hubiera subsistido sin esa tendencia del espíritu romano ajeno a las vagas e imprecisas explosiones del sentimiento, y las formas del estado occidental acusaron perdurablemente esa misma influencia. Pero tras el formalismo se ocultaba un realismo muy vigoroso que descubría con certera intuición las relaciones concretas del hombre y la naturaleza y de los hombres entre sí”.
La decadencia del Imperio Romano coincide con la difusión del cristianismo, existiendo un largo y trabajoso proceso de adaptación mutua. Romero escribe al respecto: “Entre las muchas opiniones enunciadas para explicar las causas de la crisis del Bajo Imperio, hay una que la atribuye a la influencia del cristianismo. Como todos los simplismos, esta opinión es inexacta; pero acaso encierre una parte de verdad, cuyo análisis nos conduce a la estimación de la trascendencia del legado hebreocristiano”.
“El cristianismo era una religión oriental, una entre las varias que se difundieron por el territorio imperial; confundida con el judaísmo –del que provenía y del que había incorporado muchos elementos-, no logró durante los primeros siglos del Imperio ser considerada sino como una superstición, cuyos creyentes se caracterizaban, eso sí, por su pertinaz intolerancia. Esta actitud hizo que se lo persiguiera repetidas veces, y en ocasiones con encarnizamiento. ¿Qué era en él lo que se consideraba peligroso? Los cristianos fueron perseguidos por la comisión de dos delitos previstos por las leyes: una sobre religiones no autorizadas y otra sobre asociaciones ilícitas. El procedimiento judicial se vio facilitado por la confesión espontánea y decidida de los cristianos, que generalmente no ocultaban su condición de tales”.
“Cristianismo y romanidad representaban dos concepciones antitéticas de la vida, y no es exagerado afirmar que el triunfo de la concepción cristiana debía herir a la romanidad en sus puntos vitales. Como miembro de una comunidad política, el romano aspiraba a realizarse como ciudadano, distinguiéndose en las funciones públicas, recorriendo el «cursus honorum» y alcanzando una gloria terrena cuya expresión era la perennidad del recuerdo”.
“Riqueza y poder acompañaban subrepticiamente a esta idea de la gloria obtenida por el servicio de la comunidad, como aspiraciones del romano, para quien la vida se realizaba sobre el mundo terreno y para quien la muerte constituía ese vago reino de sombras que Virgilio había descripto en el canto VI de la Eneida. A esa concepción de la vida estaba indisolublemente unido el destino de Roma. Su grandeza era obra de quienes, como Régulo, habían erigido a la patria en un valor supremo al que era justo ofrecer la vida, y de quienes no concebían gloria más alta que el tributo concebido por el senado al general victorioso. Cualquier objeción acerca de esa concepción de la vida alcanzaba por consiguiente a los fundamentos de la grandeza romana”.
“No es pues absolutamente inexacto que la difusión del cristianismo contribuyó a la crisis del Imperio, pues el cristianismo, en efecto, condenó radicalmente esta concepción de la vida. Religión de origen oriental, religión de salvación, religión de conciencia, el cristianismo negaba de modo categórico el valor supremo de la vida terrena y transfería el acento a la vida eterna que esperaba al hombre después de su muerte. Todo lo que podía ambicionar y perseguir en su breve paso sobre la Tierra no era a sus ojos sino vanidad, según las palabras del Eclesiastés. Vanidad era la riqueza, el poder y la gloria que podían adquirirse en la ciudad terrestre, a la que el cristianismo oponía la ciudad celeste, la verdadera ciudad de Dios”.
Una vez afianzado el cristianismo en el Imperio Romano, llega la influencia de los pueblos germánicos, comenzando otro largo proceso de fusión y adaptación. “Frente a los otros dos, el legado germánico fue el más simple. Los conquistadores traían consigo una idea de la vida menos elaborada, más espontánea y más libre. Creían en lo que hay de naturaleza en el hombre y exaltaban sobre todo el valor y la destreza, el goce primario de los sentidos y la satisfacción de los apetitos. El ideal heroico constituía su suprema aspiración, y lo impusieron como «desideratum» cuando constituyeron las aristocracias de los reinos que fundaron por la conquista”.
“Bien pronto sintieron el impacto de las tradiciones romana y hebreocristiana, más elaboradas y sutiles, que comenzaron a moldear los impulsos que animaban a esas nuevas aristocracias. Y finalmente las sometieron, pero no por el aniquilamiento de la moral heroica, sino mediante su sumisión a ciertos ideales que supieron superponerle: el Estado, la Iglesia, Dios. El legado germánico se mantuvo a través de una concepción aristocrática de la vida y, además, a través de cierto sistema de normas para la convivencia”. “La primera etapa de la confluencia de los tres legados –romano, hebreocristiano y germánico- cubre los siglos de lo que se llama habitualmente Edad Media”.
La Edad Media se caracteriza por el predominio de la fe sobre la razón y la experiencia. La referencia adoptada no son las leyes naturales, sino los Libros Sagrados, que son interpretados por quienes, finalmente, establecen cierto gobierno mental del hombre sobre el hombre. Octavio Nicolás Derisi escribió: “El cuerpo subordinado al alma, la vida de los sentidos a la vida del espíritu, el ser y la actividad natural a la sobrenatural, la inteligencia a la fe, la filosofía a la teología, el hombre al hijo de Dios: he ahí la unidad armónica en su riqueza múltiple del hombre medieval, organizada y sostenida en todas sus partes por la unidad armónica del ser material y espiritual, creado y divino, natural y sobrenatural”.
“En la Edad Media el hombre se olvidaba un tanto de sí mismo y de sus propios intereses materiales, desatendía un poco los valores del mundo y del tiempo, o mejor, no les prestaba la atención debida, ocupado como estaba de las cosas del espíritu, en los valores eternos y, en definitiva, en Dios” (De “Ante una nueva edad”-Grupo de Editoriales Católicas-Buenos Aires 1944).
La modernidad resulta ser una reacción contra los excesos de la Edad Media, cayendo en el extremo opuesto al dejar un tanto de lado a la religión. Derisi escribe al respecto: “La Edad Moderna, en cambio, es la edad centrada en el hombre y en los valores de la naturaleza y del tiempo, la edad de la exaltación de lo personal y de lo individual, en oposición a la unidad y a la universalidad, la edad antropocéntrica por excelencia”. “Podríamos decir que el renacentista es el hombre que, vuelto de espaldas a la realidad trascendente, se ha tomado a sí como objeto de sus consideraciones y se ha constituido en centro y meta de sus afanes…Es el hombre cómodamente instalado en este mundo material y temporal, que procura hacer, por eso, lo más agradable y habitable posible, su vida en la Tierra”.
En la actualidad, la crisis de la cultura occidental radica en el surgimiento de tendencias autodestructivas que van desde los totalitarismos hasta el relativismo moral, cognitivo y cultural. Juan José Sebreli escribió: “El «espíritu del tiempo» intelectual de las últimas décadas se define por el abandono de la sociedad occidental de todo lo que significaron sus rasgos distintivos: el racionalismo, la creencia en la ciencia y en la técnica, la idea de progreso y modernidad. A la concepción objetiva de los valores se opuso el relativismo; al universalismo, los particularismos culturales. Los términos esenciales del humanismo clásico –sujeto, hombre, humanidad, persona, conciencia, libertad-, se consideraron obsoletos. La historia perdió el lugar de privilegio que tuvo en épocas anteriores, y fue sustituida, como ciencia piloto, por la antropología y la lingüística, y sobre todo por una antropología basada en la lingüística”.
“El relativismo cultural, la primacía de lo particular sobre lo universal, daban razones filosóficas a los nacionalismos, los fundamentalismos, los populismos, los primitivismos, las distintas formas de antioccidentalismo, el orientalismo, la negritud, el indianismo. Hay pues una sutil, secreta coherencia, en esa mezcla rara de filosofías académicas sumamente esotéricas e iniciáticas con movimientos revolucionarios que pretendían expresar a masas analfabetas y primitivas, aunque, en realidad, sus portavoces eran los profesores y alumnos de aquellas mismas universidades de elite” (De “El asedio a la modernidad”-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 1991).
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