Por lo general, se piensa que debemos elegir el mejor sistema político, y el mejor sistema económico, para lograr que la sociedad mejore en todos sus aspectos. De ahí que la moral de un pueblo habría de depender finalmente de la política y de la economía. Sin embargo, la realidad parece ser distinta, ya que primero debe establecerse un nivel moral aceptable en la sociedad para luego aspirar a lograr adaptarnos al mejor sistema político y económico. De todas maneras, para ir “ganando tiempo”, debemos intentar conformarlos aunque sin esperar que obren por sí solos.
La palabra “anomia” indica una ausencia de normas sociales, ya sea porque no existen o porque a las existentes no se las respeta. La principal forma de anomia es la auto-impuesta; la que impide el autogobierno individual, y es la que surge del que se siente encima o fuera de la sociedad y hace lo que le viene en ganas. Si, por el contrario, existe una especie de pacto interior del que surge la norma elemental que nos sugiere, por ejemplo, “debo tratar de no molestar ni perjudicar a los demás”, entonces la persona admite cierta moral que favorecerá el posterior establecimiento de un orden social aceptable.
Ubicarse en el lugar del otro, proceso psicológico conocido como empatía, es la base de toda moral individual y social. El amor al prójimo predicado por el cristianismo no es otra cosa que una sugerencia a compartir las penas y las alegrías de los demás. De ahí que la democracia política y la democracia económica (mercado) vengan juntas con el cristianismo para constituir la “civilización occidental”. No es posible hablar de democracia si no existe la intención a favorecer el principio empático mencionado.
Por el contrario, cuando predominan las situaciones anárquicas, la democracia puede resultar poco efectiva ya que pueden surgir dictaduras que incluso pueden agravar la situación en forma alarmante. La corrupción es uno de los síntomas que se advierten cuando en la mayor parte de la población no existe la norma elemental antes mencionada. La vagancia y la irresponsabilidad es otra consecuencia de tal ausencia, por cuanto el individuo que posee tales atributos negativos ni siquiera se preocupa por él mismo, por lo que podemos imaginar cuál ha de ser su preocupación por los demás.
La situación de anomia social no es nueva en nuestro país. A finales del siglo XIX, Agustín Álvarez escribía: “Curioso fenómeno el que se está produciendo, o mejor, dicho, reproduciendo entre nosotros, porque ya lo hemos visto otras veces en la historia argentina. Los unitarios creyeron que sólo con la unidad podría evitarse la anarquía y plantearon el problema en términos absolutos como es la tendencia criolla. Patria fuerte por la unidad o nada. Entonces, unidad a todo trance; unidad o muerte. Pero la anarquía estaba en la naturaleza de las cosas y no podía evitarse con teorías políticas. La anarquía estaba en que el país tenía necesidad de gobernarse y no sabía gobernarse. Estábamos como los grandes nadadores antes de saber nadar”.
“Vinieron los federales y cayeron en la misma exageración; federación o muerte. No hay como no entender las cosas para atribuirle virtudes que no tienen. A mérito de su misma ignorancia creyeron que el federalismo haría de sí y por sí la felicidad del país, y lo implantaron a la mahometana, a sablazos. Hicieron pues, no lo que deseaban, sino lo único que podían hacer y sabían hacer: barbarie. La divisa de Facundo era: religión o muerte”.
“Vino la época de Juárez Celman; el gobierno pierde la noción de la moral; desaparecen los límites entre lo lícito y lo ilícito; se pierde la más elemental compostura, la fortuna pública toma el destino de los bolsillos particulares y en el augusto recinto del Congreso llegan hasta declarar que son partidarios incondicionales del presidente de la república y que le aprobarán y aplaudirán todo lo que haga, fuere como fuere” (Del “Manual de patología política”-Biblioteca Popular José Flor Alvarado-Mendoza 1999).
Carlos Salvador La Rosa agrega al respecto: “Es desde ese momento y hasta su muerte que Agustín Álvarez empieza una decidida lucha para cambiar las costumbres de un pueblo, que es donde estima se encuentran los principales defectos de nuestra nacionalidad. Para eso no propone importar hombres o razas, sino adquirir ideas y hábitos diferentes, a través de un instrumento esencial que es la educación. Y teniendo como principio fundamental de la reconstrucción, la noción de moral pública”.
“En el terreno específicamente político desecha la idea de desarrollar más y más leyes porque no cree que con el exceso de legalidad escrita puedan alterarse en un ápice las malas costumbres y los prejuicios consolidados por el paso del tiempo. Propone algo mucho más importante: el desarrollo de la capacidad de autogobierno en los ciudadanos (self government en el liberalismo anglosajón), como único medio de internalizar los nuevos modos y contenidos en el espíritu y el carácter de los ciudadanos. Este concepto tiene significativas similitudes con uno acuñado en la actualidad denominado «empowerment» (empoderamiento) que significa la capacidad de incorporar los hábitos democráticos en el interior de los individuos para que la nueva cultura cívica sea un proceso que vaya desde adentro hacia fuera y no como una imposición externa en ciudadanos que reciben pasivamente ideas de cualquier tipo” (Del Prólogo de “Manual de patología política”).
Podemos sintetizar los peores defectos sociales en la envidia y la soberbia para intentar poner en evidencia la existente incompatibilidad entre la mentalidad emergente y la democracia. Así, un pueblo envidioso tiende a calumniar y a descalificar al empresariado ya que el empresario “crea desigualdad económica” o “desigualdad social”. Critica a todo aquel que progresa luego de haber producido algún bien o servicio siendo sus ganancias un síntoma del reconocimiento que la sociedad concede a su actividad. Por el contrario, nunca se queja de la fortuna que el político de turno extrae ilegalmente del Estado por cuanto considera que el gobierno favorece la redistribución de tales ganancias, en lugar de acceder a ellas mediante el intercambio en el mercado.
Al argentino le resulta difícil beneficiar a otro, especialmente si se trata de un extranjero; incluso si ello implica un beneficio simultáneo. De ahí que el comercio exterior sea visto como una forma “antipatriótica de entregar el país al enemigo”. Se promueve de esa manera el subdesarrollo que tiende a ser una especie de enfermedad crónica de la sociedad.
La diferencia entre moral individual y social resulta evidente. Fernando Díaz-Plaja escribió: “El español considera las relaciones humanas como una prolongación de su propia personalidad. Cuanto más lejano esté el otro de ella, menos interés despierta”. “Esto explica lo que para muchos extranjeros es un enigma. La increíble diferencia entre la cortesía del español visto en una reunión, y la que muestra en la calle. El mismo individuo que se inclina galantemente a besar las manos de las señoras, que se levanta apenas entra alguien, que ofrece su casa, que se desvive por atender y complacer, resulta fuera un ser cerrado y egoísta que trata a los demás que comparten el mundo como enemigos”.
Predominando la soberbia, ya sea la del hombre común o la del político, resulta imposible cualquier tipo de asociación y de entendimiento. La exaltación del egoísmo impide el logro de finalidades comunes, por lo que resulta cada vez más dificultoso establecer una verdadera sociedad. Tales defectos morales no son exclusivos del argentino sino que se dan también en otras sociedades. “La soberbia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera…Topó con España, primera provincia de la Europa. Parecióle tan de su genio que se perpetuó en ella. Allí vive y allí reina con todas sus aliadas: la estimación propia, el desprecio ajeno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del Don Diego y «vengo de los godos», el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío con todo género de presunción y todo esto desde el más noble hasta el más plebeyo” (Baltasar Gracián).
Ante el egoísmo generalizado, muchos individuos actúan “en defensa propia”, como si estuviesen en plena batalla, realizando un mínimo esfuerzo por sentirse parte de la sociedad, sino buscando estar encima o fuera de ella. Fernando Díaz-Plaja describe el caso de un niño que no respeta una fila de espera para subir a un ómnibus: “Sus padres, sus hermanos mayores, sus tíos, le habían presentado la sociedad como una selva en la que nada se obtiene si no se piensa primero en sí mismo y luego en nadie. Guardar cola era «ser un primo», dejar pasar a quien estaba delante «hacer el tonto», considerar los derechos ajenos «estar en la luna»”.
“Aquel niño, ya mayor, aplica probablemente a la circulación, a los negocios, al trato diario con sus semejantes, la misma teoría que le lanzó como una bala por entre las piernas de los pasajeros para quitarles la precedencia. Su madre lo contaría luego en la casa…«Si no hubiera sido por éste no me siento…, pero es tan listo…»”.
“En política esta seguridad individual ha llevado lógicamente a candidaturas infinitas para puestos que en otros países se consideran vedado propio de los que han dedicado años y estudios a la administración pública”. “En el fondo el general que se subleva, no hace más que llevar a la práctica –porque tiene medios para ello- el sueño de la mayoría de los españoles. Gobernar, no para hacer la felicidad de sus súbditos sino para satisfacer una ambición propia, no tanto para regir como para no ser regidos, no tanto para guiar como para que nadie pueda guiarnos” (De “El español y los siete pecados capitales”-Alianza Editorial SA-Madrid 1970).
El anarquismo es la consecuencia última de la anomia social. El citado autor agrega: “Yo he vivido en un pueblo catalán con régimen anárquico en las primeras semanas de la Guerra Civil y vi de cerca el establecimiento de sus sistemas. Abolición de moneda, intercambio de productos, quema de iglesias, amor libre…El anarquista es la extrema consecuencia de la Soberbia española, rechazando a la religión, al Estado y a la sociedad, entes todos que preconizan normas colectivas de comportamiento. El anarquismo se ha convertido en una agrupación política con reglas y programas, pero yo estoy convencido que lo que llevó a millares de españoles a inscribirse en él, era el sueño de la mayoría de los habitantes de la península: Hacer lo que uno quiera”.
Mientras que el populismo y el totalitarismo son promovidos por políticos llenos de soberbia, que necesitan el apoyo de las masas envidiosas, el camino hacia la democracia requiere principalmente limitar los “siete pecados capitales” proponiendo una verdadera igualdad consistente en ubicarse imaginariamente en la situación de los demás.
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