Mientras que en los últimos tiempos la ausencia de una de las grandes figuras de la ciencia casi no hubiera alterado su desarrollo, hace unos siglos atrás no hubiese sucedido lo mismo. Emilio Gino Segré escribió: “Podría no haber existido alguno de los fundadores de la mecánica cuántica y la física hubiera alcanzado en cincuenta años el mismo lugar” (De "De los Rayos X a los Quarks"-Folio Ediciones SA-México 1983).
Entre los “insustituibles” en el desarrollo de la astronomía aparece la excéntrica figura de Johannes Kepler, quien advierte la existencia de órbitas elípticas en lugar de las órbitas circulares que Copérnico asociaba a los planetas. Además, al encontrar que las órbitas elípticas barrían áreas iguales en tiempos iguales, característica de un movimiento inercial, orienta a Isaac Newton a establecer posteriormente la gran síntesis de la mecánica y la astronomía. De ahí la expresión de Newton: “Si he tenido una visión más amplia es porque me he subido a los hombres de gigantes”, siendo los gigantes Galileo y Kepler.
Sin embargo, Kepler consideraba que su gran creación era su modelo de sistema planetario con los sólidos regulares intercalados entre las órbitas planetarias, que resultó completamente inexacto. Sin embargo, tal modelo fue el que lo llevó a indagar sobre cuestiones astronómicas hasta llegar finalmente a sus tres leyes básicas. Carl Sagan escribió: “En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de ese tipo”.
“Se conocía la existencia de cinco sólidos regulares o «pitagóricos», cuyas caras eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos griegos y posteriores a Pitágoras. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinaban las distancias del Sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Llamó a su revelación El Misterio Cósmico. La conexión entre los sólidos de Pitágoras y la disposición de los planetas sólo permitía una explicación: la Mano de Dios, el Geómetra” (De “Cosmos”-Editorial Planeta SA-Barcelona 1980).
Kepler asociaba notas musicales a los planetas y en su libro principal aparecían otras rarezas por el estilo. De ahí que alguien comentó que “era tan difícil encontrar las leyes de Kepler del sistema solar en su libro que hacerlo directamente mediante la observación astronómica”.
En cuanto a su vida, Sagan escribió: “Johannes Kepler nació en Alemania en 1571 y fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de campo de entrenamiento donde adiestraban mentes jóvenes en el uso del armamento teológico contra la fortaleza del catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente soportó dos inhóspitos años en la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios. Se arrepintió de miles de pecados no más perversos que los de otros y desesperaba de llegar a alcanzar la salvación”.
“Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación. El Dios de Kepler fue el poder creativo del Cosmos. La curiosidad del niño conquistó su propio temor. Quiso conocer la escatología del mundo; se atrevió a contemplar la mente de Dios. Estas visiones peligrosas, al principio tan insustanciales como un recuerdo, llegaron a ser la obsesión de toda su vida. Las apetencias cargadas de hibris de un niño seminarista iban a sacar a Europa del enclaustramiento propio del pensamiento medieval”.
Por otra parte, Arthur Koestler escribió: “Kepler esboza, con mordaz delectación, este retrato de sí mismo, donde el pasado se combina de manera reveladora con el presente. «Ese hombre [es decir, Kepler] posee en todos los sentidos una naturaleza perruna. Tiene la apariencia de un perro faldero. Su cuerpo es ágil, nervudo y bien proporcionado. Incluso sus apetitos eran parecidos: le gustaba roer huesos y trozos secos de pan, y lo hacía tan ávidamente que agarraba todo lo que sus ojos veían; sin embargo, como un perro, bebe poco y se contenta con la comida más sencilla. Sus hábitos eran similares. Continuamente buscaba la benevolencia de los demás, dependía para todo de los demás, atendía sus deseos, nunca se irritaba cuando lo reprendían y se mostraba ansioso por recuperar sus favores. Estaba siempre en movimiento, hurgando entre las ciencias, la política y los asuntos privados, incluidos los de más baja estofa; siguiendo siempre a alguien e imitando sus pensamientos y acciones»
«Le aburre la conversación, pero recibe a las visitas exactamente igual que un perrito; sin embargo, cuando se le arrebata la cosa más insignificante se encoleriza y gruñe. Persigue tenazmente a los que obran mal –es decir, les ladra. Es malicioso y muerde a la gente con sus sarcasmos. Odia profundamente a muchas personas, que le evitan, pero sus maestros le aprecian mucho. Tiene un horror perruno a los baños, tintes y lociones. Su atolondramiento no conoce límites, lo cual se debe seguramente a Marte en cuadratura con Mercurio, y en trígono con la Luna; sin embargo, cuida bien de su vida…Posee un enorme apetito hacia las cosas grandiosas. Sus profesores lo alaban por sus buenas disposiciones, aunque moralmente era el peor de sus contemporáneos…Era religioso hasta el punto de la superstición. Cuando, siendo un muchacho de diez años, leyó por primera vez las Sagradas Escrituras, se afligió ante el hecho de que la impureza de su vida le negara el honor de ser un profeta. Cuando cometía alguna mala acción, realizaba un rito expiatorio, que consistía en proclamar sus faltas en público…»”.
Koestler expresa al respecto: “Con todas sus divagadoras incoherencias, su barroca mezcla de perversión e ingenuidad, desarrolla la eterna historia clínica del hijo neurótico de una familia problemática, cubierto de furúnculos y costras, que tiene la sensación de que cualquier cosa que hace es un daño a los demás y una desgracia para sí mismo. Qué familiar resulta todo esto: la actitud altanera, desafiante, agresiva, para ocultar la terrible vulnerabilidad propia; la falta de seguridad en sí mismo, la dependencia de los demás, la desesperada necesidad de aprobación, que conduce a una incómoda mezcla de servilismo y arrogancia; la patética ansia de diversión, de buscar una salida a la soledad que arrastra consigo como un fardo; el círculo vicioso de acusaciones y autoacusaciones; las exageradas normas aplicadas a la propia conducta moral, que convierten la vida en una larga serie de caídas en el infierno de la culpabilidad” (De “Los sonámbulos” (II)-Salvat Editores SA-Barcelona 1986).
Si los historiadores de la ciencia han de estar agradecidos con alguno de los científicos que hacen accesible su trabajo, es con Johannes Kepler, quien permite conocer su trayectoria personal y científica con lujo de detalles.
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