Mientras que, para el cristianismo, igualdad y mérito se dan simultáneamente, en la actualidad se los considera como valores incompatibles. Mientras que el amor generalizado hacia el prójimo implica una actitud igualitaria hacia todos los seres humanos, implica también un mérito por cuanto ello conduce a óptimos resultados sociales.
Si dejamos de lado los aspectos emocionales y sólo consideramos los aspectos materiales de la vida, se derrumban todos los valores cristianos ya que pierden todo sentido. Puede decirse que actúan como en el caso de un final de ajedrez que se juega por casillas negras siendo el cristianismo un alfil que se mueve por casillas blancas.
Una vez que se pierden de vista los valores emocionales, que conducen a lo ético, tiende a surgir la envidia por lo material y por el poder, siendo la envidia la actitud por la cual nos entristecemos por lo que tienen los demás, siendo la envidia un aspecto de la actitud general del odio. Esto se debe a que, si alguien se entristece por el éxito ajeno, se alegrará por su sufrimiento. De ahí que el odio tiende a ser destructivo para el individuo y para la sociedad.
El que odia es el inferior, o el que se siente inferior a los demás. Por ello no quiere competir ni tampoco hacer mérito en alguna actividad por cuanto desconfía de su propia capacidad o de sus propias fuerzas anímicas. De ahí que clama por la igualdad, al menos en un primer momento. Posteriormente será el que aspira llegar al primer lugar usurpando el de aquel a quien por mérito le corresponde. Ello conduce a una enorme diferencia entre el socialista "de a pie" y el socialista en el poder, o en el socialismo teórico y el socialismo real.
La izquierda política se caracteriza por promover el odio entre clases sociales y a proponer una igualdad que no contemple méritos, ya que el mérito está asociado a ventajas, premios o consideraciones logradas bajo algún criterio de valoración de la supremacía individual sobre los demás. Como los premios y las sanciones estimulan una desigualdad circunstancial, son rechazados por el izquierdista.
La abolición de estímulos y sanciones, en cualquier institución, tiende a desalentar al que actúa bien y a alentar al vago y al irresponsable; de ahí que en las economías socialistas todo el mundo trabaje menos, o mucho menos, que si lo hiciera en circunstancias en que, al menos, el fruto de su trabajo fuera para quien lo realiza, en lugar de ser confiscado por el Estado.
El predominio del igualitarismo sobre la meritocracia conduce a la absurda situación que el cambio social debe establecerse para que el envidioso no haga ningún esfuerzo y sea el resto el que a él se adapte. Para tener una sociedad humana plena, debería adaptarse quien carece de virtudes suficientes respecto del resto.
Desde las épocas de Adam Smith se reconocen las ventajas de la división (o especialización) del trabajo. Para el establecimiento de una productividad aceptable, es imprescindible una gran diversidad en las características y en las preferencias laborales de los distintos seres humanos. Una superioridad parcial, existente y necesaria, no es admitida por todos, ya que, respecto de quienes nos superan, se pueden adoptar dos actitudes extremas: una consiste en emularlos o imitarlos, mientras que la otra actitud implica envidiarlos o bien negar los valores y habilidades que posean.
Como la envidia resulta moralmente dolorosa para todo individuo, quienes renuncian a la emulación de los mejores, pueden caer en la actitud del resentido; persona que se protege de toda posible superioridad ajena negando todo tipo de valor asociado a posibles conquistas o acciones humanas. Gonzalo Fernández de la Mora escribió: “El envidioso estima los valores, pero le duele que los posea otro y le hagan más feliz. En cambio, el resentido llega a negar los valores y aun a considerarlos contravalores” (De “La envidia igualitaria”–Editorial Planeta-Barcelona 1984).
El símbolo de la justicia es una balanza en equilibrio; de ahí que la igualdad sea considerada como una condición de justicia. Cuando se habla de justicia social, se acepta tácitamente una igualitaria distribución de la cosecha, aunque generalmente se descarta una previa e igualitaria distribución de la siembra. De ahí que muchos creen ser “generosos” apoyando la posibilidad de repartir medios económicos ajenos una vez “cosechados”. Gonzalo Fernández de la Mora escribió: “Los demagogos apelan a la envidia porque su universalidad hace que todos los hombres sean víctimas potenciales y porque la invencible desigualdad de las capacidades personales y la irremediable limitación de muchos bienes sociales hacen que, necesariamente, la mayoría sea inferior a ciertas minorías. El cultivo de ese sentimiento de inferioridad envidiosa es la táctica política dominante, por lo menos, en la edad contemporánea. El demagógico fomento de la envidia, como cuanto se refiere a ese sentimiento inconfesable, no se realiza de modo franco, sino encubierto. Un enmascaramiento muy actual de la envidia colectiva es la llamada «justicia social»”.
El capitalismo privado tiende a producir diferencias económicas y sociales, pero con grandes rendimientos productivos. Las economías dirigidas desde el Estado, por el contrario, buscan la igualdad económica generalmente asociada a una reducida productividad. En un caso tenemos la desigualdad en la riqueza y en el otro caso la igualdad en la pobreza. Respecto de la actitud del que prefiere una u otra opción, podemos ejemplificarla suponiendo el caso de alguien que tiene que elegir a sus vecinos. Si se trata de una persona no envidiosa, preferirá que sus vecinos tengan mucho dinero. De esa manera, en caso de que alguna vez le falten los medios económicos básicos, es posible que reciba alguna ayuda de quienes más tienen. Por el contrario, la persona envidiosa preferirá tener vecinos con menos recursos que él. Cuando le falte algo, casi nadie podrá ayudarlo.
Las tendencias políticas de izquierda y derecha pueden asociarse, respectivamente, a la búsqueda prioritaria de la igualdad y a la búsqueda de la libertad, según lo propone el escritor Norberto Bobbio. La igualdad económica fue la meta de la sociedad comunista, aunque para ello se debió restringir totalmente la libertad. La sociedad liberal tiende a producir desigualdades, de ahí que deban buscarse soluciones intermedias, ya que la falta de libertad hace desdichada la vida del hombre, mientras que las desigualdades sociales notorias crean tensiones que podrán llevar a conflictos insuperables. C. Bouglé escribió: “La igualdad de oportunidades no está hecha para borrar, sino para poner de relieve la desigualdad de capacidades”.
Si tratamos de promover un orden social que satisfaga al que compite con poco éxito, estaremos favoreciendo al envidioso. En el ámbito educativo, en alguna ocasión se llegó al extremo de aceptarse que el abanderado del establecimiento surgiera de la elección de sus propios compañeros, desconociéndose los logros educativos anteriores. Al no otorgarle la distinción que merecía, el establecimiento permitió premiar, alguna vez, al que no realizó méritos suficientes. En estos casos, no se logró una injusta igualdad, sino una injusta desigualdad, algo todavía peor. El lema igualitario del marxismo sugiere “De cada uno según su capacidad, a cada uno según su necesidad”, lo que implica que se debe sembrar según su capacidad (desigual) y cosechar según su necesidad (igualitariamente). Este “igualitarismo” se opone a la “meritocracia” que contempla el esfuerzo y las capacidades individuales, tal como lo impulsa la tendencia liberal.
La mentalidad que “protege” la actitud del envidioso puede ejemplificarse en el caso de una reunión de aficionados a la filosofía. En tal caso, se considera tan valiosa la opinión del que se dedica al tema desde mucho tiempo atrás, como la del adolescente que piensa por primera vez acerca del tema debatido. En un ámbito como el descrito, predominará la mediocridad. La excesiva “igualdad” impedirá la enseñanza y el aprendizaje, ya que se acepta tácitamente que nadie sabe más que otro. El lema “nadie tiene la verdad”, es equivalente a “cualquiera tiene la verdad”, mientras que la realidad es que algunos están más cerca de la verdad que otros, que es algo distinto.
Así como los procesos térmicos requieren de un inicial desequilibrio térmico y los procesos eléctricos requieren de cierto desequilibrio eléctrico inicial, los procesos sociales también han de ser impulsados por ciertas desigualdades previas. Tal concepto es sustentado por el economista John Rawls. Al respecto, Raymond Boudon escribe: “Consciente de que esta elevación del nivel de base sea obtenida mediante un aumento de las desigualdades, poco importa que el rico se torne más rico si se puede demostrar que ello permite al pobre volverse menos pobre: ése es el mensaje de las curvas rawlsianas. Tal es el contenido del célebre principio de diferencia: la diferencia entre el mejor y el peor dotados debe justificarse por el hecho de que contribuye a mejorar la condición del segundo” (Citado en “Los profetas de la felicidad” de Alain Minc – Editorial Paidós SAICF-Buenos Aires 2005).
La violencia social tiene dos estímulos principales: el lujo, y la posterior ostentación, por una parte, y, la demagogia izquierdista que culpa de todos los males, con exclusividad, a la clase productiva y empresarial. Se le informa al menos pudiente, día a día, instante a instante, que toda la culpa de sus males y de su sufrimiento la tiene el que posee una aceptable situación económica. Así, luego del asesinato de la mujer de un empresario, víctima de un robo, no resultó extraño que alguien justificara tal acción diciendo que el que tiene dinero suficiente “lo robó antes o lo robó ahora”. El ciudadano común impulsa la violencia urbana de la cual incluso alguna vez podrá ser una víctima. La búsqueda de la igualdad económica presupone una igualdad en el grado de felicidad a lograr. De ahí los intentos por llegar a esa situación. En cambio, debe admitirse que la felicidad está ligada también a los aspectos emocionales o éticos, como también a aquellos intelectuales o culturales.
La igualdad que debemos contemplar es aquella que surge del hecho de estar regidos por una ley natural única y universal. Sólo desde allí tiene sentido impulsar la igualdad de los hombres. Así, el “Amarás al prójimo como a ti mismo”, nos conduce hacia esa igualdad natural, apuntando a lograr la felicidad, pero no a satisfacer nuestra tendencia competitiva. G. Thibon escribió: “El igualitarismo cristiano, basado en el amor que eleva, implica la superación de las desigualdades naturales; el igualitarismo democrático, basado en la envidia que degrada, consiste en su negación” (Del “Diccionario del Lenguaje Filosófico” de P. Foulquié–Editorial Labor SA-Barcelona 1967).
La lucha ideológica entre marxismo y cristianismo sigue todavía vigente; el primero trata de establecer un orden social artificial que busca liberar al individuo de la envidia. El cristianismo, por el contrario, trata de eliminar la envidia a través del sentimiento del amor. A partir de ahí podrá construirse un orden social natural que será beneficioso para todos.
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1 comentario:
Creo que es lícito afirmar que tras los relativismos epistemológico o moral está el desgarro interno de quienes están convencidos que no tienen gran cosa que aportar al correspondiente campo de debate.
También es bastante claro que la búsqueda de la igualdad mediante el uso exclusivo de la lucha política implica en la práctica una mutilación de la naturaleza humana por causa del olvido del desarrollo emocional e intelectual de los individuos que conlleva.
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