Por Enrique Szewach
Los argentinos vivimos de fantasías, de imágenes que nos creamos, de entornos que idealizamos. No estamos dispuestos a trabajar para concretarlos, ni para pagar los costos necesarios. Un caso emblemático para mí es el federalismo. Hemos construido una parodia de federalismo, una especie de caricatura deformada y recargada. Otra trampa de la que no podemos escapar. Otro laberinto del que no sabemos salir. Invertimos los roles. El federalismo "verdadero", la organización institucional va de lo más pequeño a lo más grande. Y lo que se puede hacer con mayor eficiencia en la jurisdicción más pequeña se hace en ese nivel. Y se delega "hacia arriba" lo que estructuralmente conviene más. Del barrio al municipio. Del municipio a la gobernación. De la gobernación al Estado nacional.
Muchas cuestiones de la sociedad se manejan mejor en forma descentralizada, acercando tanto a quienes toman las decisiones y gobiernan como a quienes reciben los efectos de esas decisiones, es decir, a los gobernados. Los que administran rinden cuentas directamente a sus mandantes inmediatos. En otros casos, resulta superior y más eficaz organizarse centralizadamente: administrar ciertos temas desde un órgano central para todo el país, por razones de escala, por el tipo de información que se necesita, por logística, por uniformidad de criterios, etc. Pero nosotros, por el contrario, hemos elaborado un sistema totalmente inviable e ineficiente.
El Estado nacional cobra la mayoría de los impuestos y después se los "reparte", en función de una serie de "coeficientes" a las provincias. Es decir, los gobernadores, en lugar de tener la responsabilidad de recaudar el grueso de sus ingresos, sólo tiene la potestad de gastarlos. Y como, hagan lo que hagan, les reparten siempre lo mismo, dado que el sistema cambia muy marginalmente sus coeficientes con el tiempo, no tienen ningún incentivo para ayudar a recaudar más y mejor.
De manera que el que se "pelea" con los contribuyentes es el Estado nacional y el que gasta es el provincial o el municipal. Cuando se despilfarra, la plata no alcanza y la "culpa" es del gobierno central que no envía los fondos. Por supuesto que también los gobernadores recaudan impuestos propios. Pero estos impuestos son los peores, por diseño. Y, en general, se superponen a los nacionales. Y luego están los municipios, también inventando impuestos absurdos, cuando lo que reciben no les resulta suficiente.
Y detrás de todo esto, otra vez, está el populismo y la organización política. El reparto de los impuestos nacionales entre las provincias es en función del presente. Se consolida, entonces, la estructura actual. Además, desde la reforma constitucional de 1994, que terminó con el Colegio Electoral, en donde cada provincia tenía un peso propio en la elección presidencial, se elige presidente de la nación por voto directo de todos los habitantes sumados en un solo distrito.
Por lo tanto, las provincias pequeñas, con menor población, perdieron poder. Un presidente que quiere ser reelecto, o un político que quiere acceder al poder, tiene que lograr "dominar" las regiones más populosas, aquellas donde está la mayoría de los votos. El conourbano bonaerense, entonces, equivale a 8 o 9 provincias. Es allí donde se invierten los fondos públicos y donde se hacen las promesas electorales. Es allí donde más se reparte el clientelismo. De manera que es allí donde migra la gente que no encuentra futuro en sus lugares de origen. Y no lo encuentra porque, en esos pueblos, el sector privado no percibe, salvo enormes regalos, incentivos para radicarse, porque esos lugares están lejos de los grandes centros de consumo y las rutas son pésimas.
El transporte ferroviario de carga fue destruido y no abunda la mano de obra calificada dispuesta a "hacer patria" lejos de los grandes centros culturales. Entonces, lo que abunda es el empleo público provincial, que cristaliza, de esa manera, el clientelismo y la dependencia de los fondos públicos. Y ahora que, gracias a la revolución agrícola y la suba de los precios internacionales de nuestra producción se está empezando a producir un cambio extraordinario para el presente y el futuro de esas regiones alejadas y pobres, el gobierno nacional le impone "impuestos a la exportación" que reducen las ganancias de esos sectores y cuyo producido no se redistribuye entre las provincias que albergan a dichos productores. ¡Y la excusa es subsidiar el consumo de esos productos en los grandes centros urbanos!
Entonces, la situación se vuelve cada vez peor, es un círculo vicioso y perverso. Los recursos públicos van adonde hay más gente. No habiendo buena infraestructura y mano de obra calificada, el sector privado se instala lo más cerca posible de los centros de consumo o de las vías eficientes de salida al exterior y la gente migra hacia donde hay más recursos públicos y probabilidad de conseguir trabajo privado, por lo tanto, el interior queda despoblado. Pero como esta migración genera enormes costos de "congestión", los recursos públicos para infraestructura no alcanzan a compensarlos. La calidad de vida en torno a los grandes centros urbanos se deteriora. Se concreta, entonces, un desarrollo regional totalmente desequilibrado y no hay ningún incentivo político para cambiarlo.
Los gobernadores de las provincias grandes, por un lado, sufren el problema pero, por el otro, basan su poder en la cantidad de votos que pueden aportar a los candidatos nacionales. Actúan como dirigentes sindicales, haciendo valer su cantidad de "afiliados". ¿Cómo van a ayudar a redistribuir la población perdiendo clientes? Claro que este entorno hace que se queden sin superávit fiscal. En cuanto los gremios del sector público demandan mejores salarios y condiciones laborales, "bajan" a la Nación a pedir fondos.
Si la Nación los tiene, negocian, "aparato y votos" contra pesos. Y el Estado Central, por su parte, ofrece dinero, paz social, obras públicas, para sostener el poder del gobernador, a cambio de los votos nacionales. Si, por el ciclo económico, la Nación atraviesa dificultades financieras y no tiene más fondos para "ceder" a las provincias, entonces éstas empiezan a endeudarse, primero, con el sistema financiero y luego con la gente, emitiendo cuasi monedas y bonos.
Cuando este mecanismo se agota, porque la gente empieza a rechazar estas cuasi monedas y nadie las acepta fuera del ámbito provincial, los gobernadores no tienen otra salida original que reclamar una devaluación, que genera inflación, les mejora los ingresos -son regiones exportadoras en su mayoría y les reduce, en términos reales, los salarios y las jubilaciones que pagan-. Y de este ciclo no se sale. La devaluación genera el impulso inicial, porque baja los gastos pero, luego, lentamente, los gremios empiezan a retomar poder, los empleados públicos a reclamar aumentos salariales y la rueda vuelve a girar hacia la nueva crisis.
Cambiar esta mecánica perversa exige actitudes y pensamiento estratégicos, y ello no está disponible, al menos en las cantidades necesarias porque, para lograr que la gente vuelva a sus lugares de origen, habría que distribuir los recursos públicos pensando en el futuro y no sólo en el presente. Habría que crear infraestructura y atraer genuinamente al capital privado, sin utilizar mecanismos e instrumentos que son aprovechados mientras duran y luego se abandonan, con lo cual dejan atrás de ellos pueblos fantasmas y trabajadores desocupados forzados a buscar otros destinos.
Habría que hacer algo similar a lo que se hizo con las antiguas colonias de inmigrantes. Proponer una meta épica de repoblar y desarrollar equilibradamente el país, estudiando las ventajas regionales y reagrupando políticamente las organizaciones administrativas. Habría que descentralizar los recursos junto con los gastos. Reforma política, para que los ciudadanos de las provincias pequeñas valgan lo mismo que los del conourbano bonaerense y, en lugar de gastar los fondos para seguir congestionando los grandes centros urbanos y alrededores, destinar recursos públicos para frenar la migración interna, aprovechando los excedentes generados por la revolución agropecuaria y este cambio estructural de precios a favor de las regiones para retener y atraer a la gente a esas poblaciones.
Habría que permitir e incentivar que las ganancias del sector agropecuario se gasten en su entorno y que se paguen con ellas impuestos municipales y provinciales en lugar de nacionales. Y destinar los fondos públicos resultantes, para mejorar la infraestructura y la educación en el interior e inducir al capital privado para agregar valor en torno a los insumos regionales. Eso sería algo parecido a la construcción de un verdadero federalismo. Pero claro, eso implica un enorme trabajo. Un esfuerzo descomunal que nadie está dispuesto a hacer.
Demasiados riesgos y una excesiva apuesta al largo plazo. Es mejor declamar el federalismo y seguir, como hasta ahora, construyendo un país unitario en la práctica, mal poblado y congestionado en dos o tres centros urbanos. Despoblado, pobre, casi miserable. Un país en el que, en muchas de nuestras provincias, la gente sólo depende del empleo público. Y así se han creado las "múltiples" argentinas que conviven, sólo superficialmente, bajo la misma organización política. La Argentina de la Capital Federal y de la zona norte del Gran Buenos Aires, con un nivel de vida parecido al de los paises más desarrollados de Europa. La Argentina del segundo y tercer cordón bonaerense, superpoblada y pobre, al mejor estilo de un país africano o asiático de medio pelo. La Argentina despoblada y rica en recursos mineros del Sur. La Argentina superpoblada y extremadamente pobre del Noroeste, similar a la Latinoamérica profunda.
(De "La eterna novela argentina"-Ediciones B Argentina SA-Buenos Aires 2008).
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1 comentario:
La descentralización y el principio de subsidiariedad hacen que exista, además de racionalidad económica, competencia fiscal. Cuando las regiones y los municipios puedan fijar el monto de sus impuestos propios buscarán primero suficiencia económica e inmediatamente la atracción de iniciativa empresarial en base a unos tributos menores a los de otras administraciones, ajustados, sin gasto político depredador y superfluo.
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