Por Cristina Mucci
JJS: La mía era una familia de clase media baja, para nada intelectual. En la década del 30, en ese sector social todo lo que tuviese que ver con la cultura era mal visto. Probablemente eso haya cambiado ahora, pero en esa época, la persona que leía era considerada extravagante, rara, medio sospechosa y con tendencia a la locura.
Dentro de ese panorama tan adverso, hubo alguna pequeña circunstancia favorable: mi padre, que ni siquiera tenía estudios secundarios, poseía una vocación creadora que tal vez yo haya heredado. Era un pintor de día domingo, un naif. Tenía condiciones, pero nunca fueron desarrolladas, justamente por la situación adversa que le tocó vivir.
Además, en casa había una pequeña biblioteca. Muy pequeña, de pocos estantes, con ese tipo de libros que aún hoy se siguen editando: colecciones baratas de textos clásicos, novelas del siglo XIX. Así que desde chico tuve presente el libro como un objeto al alcance de mi mano, aún antes de saber leer.
Además, mi padre me contaba cuentos, argumentos de películas que había visto y de novelas que había leído, algo que era realmente fuera de lo común. No iba a la escuela primaria todavía, tendría tres o cuatro años, y me contaba, por ejemplo, el argumento de Los miserables. Eso me quedó fijado realmente; desde que tengo uso de razón, yo sé que existe un escritor que se llama Víctor Hugo. Y cuando empecé la escuela primaria y aprendí a leer, inmediatamente tomé de la estantería esos libros que eran para adultos, de los cuales yo entendía una parte mínima. Por ejemplo, leía Crimen y castigo de Dostoievski, y me atraía mucho la trama policial. La parte filosófica no la entendía, pero no importa. Yo soy partidario de que a los chicos se les dé a leer cualquier cosa, siempre algo queda.
CM: ¿Era buen alumno?
Siempre fui un alumno muy irregular. Me aburría mucho, no estudiaba les lecciones y me dedicaba a leer literatura, aunque en una forma bastante caótica. Nadie me orientaba en mis lecturas; la escuela secundaria era muy floja. Recorría las librerías, miraba...Las primeras personas que conocí en mi vida que tuvieran algo que ver con lo intelectual, las conocí a los dieciocho años, cuando entré a la Facultad. Yo siempre digo que lo que aprendí en la Facultad de Filosofía y Letras lo aprendí en el café de enfrente, el famoso Bar Florida de la calle Viamonte. Pero en la Facultad, nada. Era muy floja, peor que la de ahora, que no será extraordinaria, pero es mejor de cualquier manera. Es más abierta, más libre.
Me resulta extraño lo que dice, porque nos estamos refiriendo a los años 50, una época un tanto mítica.
¡Ah! Pero la mítica era la calle Viamonte. En la Facultad tenía una gran influencia el jesuita Hernán Benítez, confesor de Eva Perón. Ahí ya se puede ver el nivel que tenía. Menos los profesores, todo lo demás era interesante; en realidad, la única virtud que tenía la Facultad era la de nuclearnos. Pero la calle Viamonte representaba un Buenos Aires que ya no existe más, con la Facultad de Filosofía y Letras, la redacción de la Revista "Sur" de Victoria Ocampo, las galerías de arte y algunos teatros independientes.
La calle Viamonte entre Maipú y San Martín, más o menos, se había convertido en la zona bohemia de Buenos Aires, algo equivalente al Quartier Latin en París o el Village en Nueva York, reducido a cuatro o cinco cuadras. Y había cafés en donde todo el mundo se encontraba, como el Bar Florida. Allí uno encontraba a Borges, a Victoria Ocampo, a toda la gente joven y a la gente ya consagrada.
En esa época descubrí el existencialismo. Mi primera lectura consciente, no caótica, fue Jean-Paul Sartre. Durante muchos años viví bajo la influencia de Sartre y su grupo, hasta que tomé distancia y comencé a objetarlo en muchos aspectos. Pero reivindico esa primera influencia, me alegro de haber sido iniciado por Sartre y no por el estructuralismo, que influyó en la generación posterior a la mía y del que afortunadamente me salvé.
Volviendo a la calle Viamonte, lamentablemente todo ese clima fue destruido por la dictadura de Onganía. Trasladaron la Facultad lejos de allí para que no nucleara a los estudiantes, los cafés fueron desapareciendo por las razzias policiales y las librerías cerraron porque ya no había gente. Había también otra zona bohemia en la calle Corrientes, entre Libertad y Callao, que también desapareció por otra dictadura, la de Videla. O sea que dos dictaduras militares destruyeron la expresión ciudadana, urbana, callejera del mundo literario y artístico de Buenos Aires, que se reflejó en esas dos calles: la calle Viamonte y la calle Corrientes.
Usted se ha referido en varias oportunidades a la etapa del primer peronismo como destructora de la cultura argentina.
Sí, por supuesto. Pero lo que pasa es que cada nueva dictadura fue siendo peor. El peronismo, indudablemente, marcó una nueva etapa: en 1943 se abrió el periodo autoritario-fascista que culminó en 1983. Personalmente, me llevó un largo tiempo comprenderlo. A fines de los años 50 y comienzos del 60 -en un momento en que el peronismo era muy rechazado por la gente progresista- tuve la idea de hacer una defensa del peronismo a partir de la izquierda.
En ese momento, esa posición era realmente estrafalaria. En los años 70 se convirtió en una posición de masas, pero a esa altura yo ya estaba en una posición crítica, que hoy mantengo. Estudié mucho el fenómeno peronista y llegué a la conclusión de que se trata de una forma sui generis del fascismo. Lo que me llevó en un primer momento a apoyar el peronismo fue la idea, equivocada, de que las masas siempre tienen razón. Pero si ese postulado fuera cierto, habría que justificar a Hitler -quien fue apoyado por las masas más que nadie-, a Mussolini, a Stalin, a Mao, y a todos los grandes asesinos de la década del 20 que fueron apoyados por las masas.
El fenómeno del fascismo en general no se entiende. Uno de los argumentos que habitualmente se esgrimen para demostrar que el peronismo no fue un fascismo, es que fue apoyado por las masas. De todas maneras, el antiperonismo tradicional de la época era muy anacrónico. Hay que ver lo que significaba, por ejemplo, la Unión Democrática, con Ricardo Rojas, que decía sus discursos en verso, o José P. Tamborini, que hablaba con una retórica del siglo XIX. Quedaban descolocados ante figuras novedosas como Perón y Evita. Lamentablemente la oposición no estuvo a la altura de las circunstancias.
Usted dice que en 1943 se abre un periodo autoritario. ¿Cuál es su opinión sobre la revolución del 30?
Considero que 1930 fue simplemente un ensayo general: Uriburu duró un año y pico, y después volvió esa pseudodemocracia que aunque no hay que idealizarla tenía otro estilo. Porque el estilo conservador era otra cosa. No es que reivindique la época anterior al 43, pero era otra cosa. Era una semidemocracia con fraude, pero un fraude que a la larga hubiera sido superado. Porque no nos olvidemos que fue un conservador, Luis Sáenz Peña, quien instauró el sufragio universal.
De manera que creo que el fraude se habría terminado después de la Segunda Guerra Mundial. Además, era una época de gran apogeo económico. La industrialización del país comenzó en los 30, el crecimiento de la clase obrera se dio en esa época y los dirigentes -a pesar de su elitismo y su aristocraticismo, que hoy serían anacrónicos- no eran totalmente antipopulares, como despues se pretendió, porque hicieron gran hincapié en la educación del pueblo.
No nos olvidemos que la ley 1.420 es de esa época. Con respecto al apelativo "década infame" que se da a los años 30, fue inventado por un periodista de ideas fascistas llamado José Luis Torre. Las décadas que vinieron después fueron peores: la del peronismo, la de Onganía y la de Videla, la peor de todas. ¿Así que por qué llamar "década infame" a una década que si bien no era plenamente democrática era semidemocrática?
Había fraude, pero no mataban a la gente y existió un cierto crecimiento económico. La generación del 80 fue la última con sentido de futuro. Por eso lograron construir esa obra maestra que es la ciudad de Buenos Aires. Cuando la oligarquía agotó su ciclo -porque evidentemente no se podía seguir viviendo en una Argentina agropecuaria- las clases que la sucedieron no tuvieron una visión de futuro, actuaron en el corto plazo. A Perón, por ejemplo, le interesó hacer obras faraónicas para su gloria, pero no se le ocurrió construir una red de subterráneos eficiente, porque no le daba prestigio. En cambio, prefirió hacer monumentos que desaparecieron, que ya no existen.
Más allá de los aspectos totalitarios, ¿encuentra en el peronismo algún elemento rescatable?
Generalmente se dice que el éxodo de las masas campesinas a la ciudad y su mejoramiento social son obra del peronismo. Sin embargo, eso también hubiese sucedido sin el peronismo. Fue consecuencia del proceso de industrialización de la Argentina, y ese proceso no se inició con Perón, lo inició el gobierno de Agustín P. Justo. Precisamente, si Perón pudo recoger a toda esa masa es porque esa sociedad nueva ya existía más o menos desde el gobierno de Justo, con los reales hacedores de la Argentina industrial, que fueron Federico Pinedo y Raúl Prebisch, ministros de Justo, socialistas.
El periodo socialista independiente fue el que modernizó el país. Perón recogió esa herencia, y en realidad en lugar de continuarla la detuvo, porque promovió una pequeña industria que no sirvió para nada. Con respecto al mejoramiento de las condiciones de la clase obrera, también es relativo que pueda serle atribuido al peronismo. Yo mismo me puedo poner como ejemplo, porque soy un testimonio del ascenso: mis abuelos eran proletarios, mis padres ya habían ascendido a una clase media más o menos baja. La mayor parte de la clase media argentina de mi época tuvo un origen proletario.
Y aunque se puede hablar de un cierto abandono del campo, tampoco éste estaba tan poblado. De los inmigrantes, algunos tuvieron más suerte que otros. No voy a decir que no existía la explotación, pero era la que existe en cualquier país capitalista del mundo, menor seguramente que en Europa. La prueba está en que los inmigrantes no volvieron. Es evidente que había más posibilidades de ascenso en la Argentina, con todas las injusticias que hubiera, que en Italia o España.
Acá estaban los conventillos, no lo niego, pero no eran peores que los tugurios de Londres. Además estaba la posibilidad de comprar un terrenito a plazos en Lanús o esas zonas, y esas posibilidades eran inconcebibles en Europa. Es decir que había un ascenso social, que permitió también el acceso a la educación: todos los hijos de esos proletarios, muchos de ellos analfabetos, fueron al menos a la escuela primaria. Entonces, si usted me pregunta qué reivindico del primer peronismo, puedo decirle que de acuerdo a lo que vino después, no se puede decir que fue un régimen siniestro como el de Videla.
No hubo campos de concentración ni matanzas, a tal punto que uno recuerda los nombres de los dos o tres crímenes que se cometieron; el hecho de recordarlos significa que eran pocos. Era un fascismo más o menos blando, como el régimen de Mussolini de la primera época. Reivindico la integración de las masas rurales, pero creo que se podía haber hecho lo mismo sin necesidad de implementar una dictadura, que, aunque no fue sórdida, instauró una mentalidad autoritaria que continuó hasta 1983.
Ese hecho me parece que enturbia todo lo positivo que pueda haber hecho. Hay una frase que se aplica al cardenal Richelieu y que se dijo con respecto a Evita, pero se podría aplicar a todo el peronismo: "Todo el bien que hizo, lo hizo mal. Y todo el mal que hizo, lo hizo bien".
Su postura sobre Evita también cambió con el tiempo ¿Actualmente le reivindica algún aspecto?
Creo que el gran hallazgo de Evita fue convertir en algo positivo sus aspectos y circunstancias desfavorables. Justamente esas circunstancias que la convertían, a pesar suyo, en subversiva, algo que tal vez ni siquiera pretendió ser en un primer momento. Si una mujer como Evita viviera hoy, pasaría inadvertida. No sería perseguida, no provocaría el escándalo que provocó en su época. Evita era una actriz con un pasado turbio, y además hija natural. Todos esos hechos que la terminaron convirtiendo en una figura reivindicativa, hoy no causarían asombro a nadie.
No llamaría la atención que una mujer actuase en política, ni que fuese actriz, ni que hubiese tenido amantes o hubiese sido hija natural, todo eso no llama la atención ni escandaliza. Hoy en día, para llegar a destacarse, hay que tener otras condiciones que Evita no tenía, y por eso no hubiera llegado a convertirse en un mito. A mí me atraía ese personaje de leyenda, una especie de Cenicienta que sale de la nada, de una cueva, y asciende al poder. Ese tipo de personaje, hoy no se da.
¿Cuál es su visión sobre el sindicalismo de esa época?
Lo primero que hay que destacar es que existía un sindicalismo previo, porque la mayor parte de los que después fueron dirigentes peronistas eran dirigentes sindicales salidos del socialismo, y aun del anarquismo y del comunismo. Angel Borlenghi, ministro del Interior y figura clave del peronismo, era un gran dirigente socialista. Él se apoyaba en ese viejo sindicalismo anterior al peronismo, porque no se puede inventar de la nada. Perón no hizo más que copiar exactamente la "Carta del Lavoro" de Mussolini.
Destruyó un movimiento sindicalista muy fuerte, que existía en la Argentina desde fines del siglo XIX, conducido por socialistas, anarquistas e independientes. Evita también contribuyó a esa destrucción, convirtiendo al sindicalismo en una dependencia del Estado. Fue lo mismo que hizo Mussolini, y lo peor que pudo ocurrirle a la clase obrera: a partir del peronismo, los sindicalistas pasaron a ser burócratas. La idea del sindicato único y subordinado al Estado es típicamente fascista, y desgraciadamente ningún gobierno posterior -ni siquiera el de Alfonsín- se animó a terminar con esta situación. Y aunque la burocracia sindical ya no tenga el poder que tuvo, el hecho sigue siendo grave.
¿A qué atribuye el debilitamiento de los sectores sindicales?
Simplemente a la transformación del mundo. Si hoy existiera un sindicalismo independiente, éste no podría tener un gran poder por la simple razón de que la clase obrera experimenta una declinación numérica en cantidad y calidad. La revolución científico-técnica de la segunda mitad del siglo XX hace que la clase obrera -así como sucedió con la clase campesina, que hoy es casi insignificante- constituye actualmente sólo el veinte por ciento de la población activa. Seguramente, para el año 2000 ese porcentaje descenderá a un cinco por ciento, porque el automatismo y la robotización sustituyen a los obreros. Lógicamente, la clase obrera ya nunca va a tener el poder que tuvo cuando constituía el cuarenta por ciento de la población activa. Los cambios fundamentales de este fin de siglo lo transforman todo, lo tocan todo.
¿Cree que existe alguna solución al problema de la desocupación?
La desocupación es otro fenómeno característico de una sociedad en transición. Soy un gran lector de historia, porque creo que la historia es la gran maestra de la cual se extraen las experiencias más grandes. La transición del feudalismo al capitalismo, por ejemplo, fue en cierto sentido un proceso similar. Constituyó un avance indiscutible para la humanidad por la destrucción del sistema de servidumbre, pero por el otro lado, esos siervos que tenían techo y comida asegurados fueron sacados de los feudos y arrojados a los caminos, donde se murieron de hambre o se volvieron vagabundos o bandidos, para finalmente morir ahorcados.
Esta situación perduró hasta que se reacondicionó la sociedad y las clases populares, indudablemente, se beneficiaron. La revolución cientifico-técnica es también un avance fundamental para la humanidad. Pero entretanto, deberá transcurrir un periodo en el cual mucha gente la va a pasar muy mal. No creo que pueda haber una solución a corto plazo, por eso es fundamental que se instrumenten subsidios y otras formas de apoyo. Quien diga que se pueden crear fuentes de trabajo en lo inmediato es un demagogo, y sólo traerá problemas. Es una realidad muy dura, pero quienes analizamos la historia a largo plazo, podemos ser optimistas. A corto plazo no.
(Extractos de "Voces de la cultura argentina" de Cristina Mucci-Librería Editorial El Ateneo-Buenos Aires 1997).
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
La peor herencia que dejan los regímenes fascistas es ese ambiente de cerrazón mental recubierto de gallardía presuntamente estética, de gusto por el autoritarismo, de orgulloso desprecio de la razón.
Y, evidentemente, la burocratización del sindicalismo tiene buena parte de su razón de ser en ese indudable declinar numérico de la clase obrera, además de en el resultado tan decepcionante de los regímenes del socialismo real. Los dirigentes sindicales comprendieron que su influencia sería declinante sin remedio y optaron por la seguridad que ofrecen unas “plazas fijas” de colaboradores externos del aparataje político.
Publicar un comentario