Por lo general, se orienta al adulto que no ha encontrado un sentido de la vida mientras que se dirige al niño pequeño que no tiene la suficiente madurez para advertir ciertos peligros que le puede presentar lo cotidiano. De ahí que no sea adecuado solamente dirigir a los adultos ni solamente orientar a los niños pequeños, ni tampoco dirigir a los pueblos desde el Estado asumiendo una previa incapacidad e inmadurez para disponer del derecho a la libre elección.
En los últimos tiempos se advierte gran apoyo a las posturas políticas de tipo totalitario, que son las que promueven la conformación de un Estado que dirige a todo adulto. Esos mismos adherentes aceptan la “emancipación” de niños pequeños para que, desde muy chicos, “decidan” u “opten” por su propia identidad sexual; si bien esta “libre elección” implica un pretexto para que sea el Estado, a través de la educación publica, y no los padres, el que influya principalmente en el aspecto mencionado.
La igualdad entre seres humanos, como un ideal a lograr, implica justamente impedir que algunos dirijan la vida de otros, es decir, se “prohíbe” el gobierno mental y material del hombre sobre el hombre. Tal ideal es propuesto por el liberalismo y, desde bastante antes, por el cristianismo, ya que el Reino de Dios es una forma simbólica de expresar el prioritario gobierno de Dios sobre el hombre por medio de las leyes naturales que rigen todo lo existente.
Las grandes catástrofes humanas se produjeron principalmente en casos en que el poder fue concentrado en un solo hombre (rey, emperador, tirano, dictador totalitario, etc.). De ahí que el gobierno de Dios sobre el hombre, en el sentido indicado, resulta imprescindible desde el punto de vista de la supervivencia de una humanidad civilizada.
La palabra “orientar” surge de los antiguos mapas medievales en donde en la parte superior aparece Oriente (Asia) y en la inferior Europa al lado de África (América y Oceanía eran desconocidas para los europeos de esa época). Por ello, a “orientar” se le asocia el significado de dar información de cómo funciona el universo conocido (en lo que atañe al hombre, principalmente) para que cada uno, voluntariamente, pueda elegir y decidir respecto de su propio futuro.
Por el contrario, a la palabra “dirigir” se le asocia el significado de imponer, mediante órdenes afianzadas con premios y castigos, lo que el gobernante de individuos ha decidido, ocupando en cierta forma el lugar que debió ser asignado a Dios (o a las leyes naturales que conforman el orden natural). Paul Berman dijo sobre Hugo Chávez: “Es radiactivo, tiene diez veces más energía que un humano normal. Lo mismo se decía de Mao. Estos hombres no se sienten humanos. Se sienten dioses” (Citado en “El poder y el delirio” de Enrique Krauze-Tusquets Editores SA-Buenos Aires 2008).
La soberbia, como principal pecado capital, implica justamente la actitud del hombre que busca dirigir a otros hombres y que responde con violencia cuando no se cumple su voluntad o se contradice su opinión. Para el orientador de hombres existe una instancia superior (Dios o el orden natural) mientras que, para quienes pretenden dirigir a pueblos enteros, ellos mismos constituyen la instancia superior. De ahí la gran diferencia e incompatibilidad entre las posturas democráticas y las totalitarias.
El mayor peligro que amenaza a la civilización está materializado en los totalitarismos (políticos, religiosos, económicos, militares, etc.) donde el poder actuante invade la individualidad y hasta la intimidad de todo individuo, para imponerle, aun contra su voluntad, las extrañas ideas y caprichos convertidos en proyectos colectivos que sólo contemplan la satisfacción personal del trastornado líder que busca satisfacer su complejo de superioridad que surge de un previo e inconsciente complejo de inferioridad.
Cada ser humano, y desde algún punto de vista, es superior e inferior a otros seres humanos. Quienes aceptan este aspecto de la realidad, tienden a vivir felices. Por el contrario, quienes no aceptan ser superados por otros son conducidos a la actitud de la soberbia (o endiosamiento). Ralph Emerson escribió: “Todos los hombres que conozco son superiores a mí en algún sentido, y en tal sentido puedo aprender de todos”.
Mientras que el vanidoso se compara con los demás rechazando toda superioridad ajena, el soberbio ni siquiera se compara con los demás, dando por hecho su “indiscutible” superioridad. Además, el soberbio podrá serlo basándose en la creencia de poseer valores óptimos, o bien podrá serlo en función de nimiedades. Tal es la visión, en forma simplificada, de José Ortega y Gasset, quien escribió: “Hay hombres que se atribuyen un determinado valor –más alto o más bajo- mirándose a sí mismos, juzgando por su propio sentir sobre sí mismos. Llamemos a esto valoración espontánea. Hay otros que se valoran a sí mismos mirando antes a los demás y viendo el juicio que a éstos merecen. Llamemos a esto valoración refleja”.
“Apenas si habrá un hecho más radical en la psicología de cada individuo. Se trata de una índole primaria y elemental, que sirve de raíz al resto del carácter. Se es de la una o de la otra clase desde luego, a nativitate. Para los unos, lo decisivo es la estimación en que se tengan; para los otros, la estimación en que sean tenidos. La soberbia sólo se produce en individuos del primer tipo; la vanidad, en los del segundo”.
“Oriunda la soberbia de una ceguera psíquica para los valores humanos que no estén en el sujeto mismo, es síntoma de una general cerrazón espiritual. Supone una psicología en que se da exagerada la tendencia a gravitar el alma hacia dentro de sí misma, a bastarse a sí misma. Con agudo diagnóstico, se llama vulgarmente a la soberbia «suficiencia». El puro soberbio se basta a sí mismo, claro es que porque ignora lo ajeno. De aquí que las almas soberbias suelen ser herméticas, cerradas a lo exterior, sin curiosidad, que es una especie de activa porosidad mental. Carecen de grato abandono y temen morbosamente el ridículo. Viven en un perpetuo gesto anquilosado, ese gesto de gran señor, esa «grandeza» que a los extranjeros maravilla siempre en la actitud del castellano y del árabe”.
“Las razas soberbias son consecuentemente dignas, pero angostas de caletre e incapaces de gozarse en la vida. En cambio, su compostura será siempre elegante. La actitud de «gran señor» consiste simplemente en no mostrar necesidad y urgencia de nada. El plebeyo, el burgués son «necesitados»; el noble es el suficiente. El abandono infantil con que el inglés viejo se pone a jugar; la fruición sensual con que el francés maduro se entrega a la mesa y a Venus, perecerán siempre al español cosas poco dignas. El español fino no necesita de nada y, menos que nada, de nadie” (De “Goethe desde dentro y otros ensayos”-Revista de Occidente-Madrid 1949).
Existe una soberbia extrema y es la de quienes, supuesta una superioridad absoluta respecto del resto de los mortales, parecen descender de un pedestal imaginario cada vez que se rebajan a relacionarse con la gente común. Ensayan una especie de humildad sobreactuada esperando de esa manera esconder su soberbia, ya que no siempre lo logran.
La soberbia colectiva se advierte en grupos “moralmente superiores” al resto, como es el caso de los “creyentes” religiosos (poco practicantes de los mandamientos bíblicos) o el de los marxistas-leninistas (supuestamente superiores por intentar repartir las riquezas ajenas, nunca de las propias). José Ramón Recalde escribió: “Seguramente no teníamos bien definidos ni el programa político ni nuestro socialismo, y eso en una época en la que, frente al mismo adversario –el capitalismo-, la poderosa alternativa en la misma lucha –el comunismo- se distinguía por la contundente construcción de su materialismo dialéctico”.
“Pero percibíamos como una evidencia que lo que determinaba nuestra acción política era el impulso ético. Nos comprometíamos en la lucha por convicción moral. Más aún, frente a los otros análisis del engagement que en esos días se hacían desde posiciones marxistas o existencialistas, nuestra convicción de que el juicio ético y el comportamiento moral eran algo autónomo, no explicado simplemente como una mera superestructura, era clara” (De “Fe de vida”-Tusquets Editores SA-Barcelona 2004).
Si existe alguna superioridad ética en la sociedad, ha de ser la del sector productivo que con su esfuerzo e inteligencia permite la creación de riquezas necesarias para el sustento de toda la sociedad, mientras que si existe una bajeza moral extrema ha de ser la del marxista que se atribuye una “superioridad ética” al intentar destruir la “clase social incorrecta” para robarle los medios de producción que tal sector ha sido capaz de crear.
Esto no constituye novedad alguna, ya que a lo largo de la historia han aparecido “seres superiores”, como el “incorruptible” Maximilien Robespierre, que creían con cierta naturalidad poseer derechos sobre la vida y la muerte de sus conciudadanos. Madame de Staël escribió: “No queda más que Robespierre, cuyo terrible poder necesita ser explicado; pero si es posible decirlo, se había identificado con el terror, y amparándose de todas las odiosas pasiones de los jacobinos, llegaba, sin saberlo, a hacerse un trono del cadalso, donde ocupaba el lugar del verdugo; pero desde que esta intención quedó manifestada, desde que quiso pretender a ciertas distinciones en el imperio de la maldad, surgió la revuelta contra él”.
“La Convención ha surgido, sin duda, del sentimiento de horror y de espanto que estos crímenes inspiraban; pero en los primeros momentos el pueblo incierto no se ha aliado a la Convención contra Robespierre, más que por la preferencia que siempre concede a una asamblea sobre un hombre. El pueblo no quiere y no cree armarse más que para sí mismo. Es la reunión de sus representantes lo que defiende en la Convención, y el poder de un individuo, sea quien sea, no tiene nada de democrático” (De “Reflexiones sobre la paz”-Espasa-Calpe Argentina SA-Buenos Aires 1946).
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