Por Walter Lippmann
El factor primario que hace incalculable la planeación civil es la libertad de los individuos para gastar sus rentas. La planeación sólo es teóricamente posible si el consumo está racionado. Porque un plan de producción es un plan de consumo. Si la autoridad va a decidir lo que se va a producir, ha decidido ya lo que se va a consumir. Esto es precisamente lo que sucede en la planeación militar: las autoridades deciden lo que va a consumir el ejército y la parte de la producción nacional que se va a dejar a los paisanos.
Por lo tanto, una economía civil no puede ser objeto de planeación, a menos que haya tal escasez que se puedan racionar las necesidades de la existencia. Cuando la productividad se eleva por encima del nivel de subsistencia, es posible la libertad de consumo. Una producción planeada para hacer frente a una demanda libre es una contradicción sin sentido, semejante a la cuadratura del círculo.
Se deduce, pues, que la planificación de la producción es incompatible con el trabajo voluntario, con la libertad para elegir ocupación. Un plan de producción no es solamente un plan de consumo, sino un plan sobre el tiempo, el objeto y el lugar del trabajo de los individuos. No hay ninguna manipulación posible del nivel de salarios que permita a los planeadores atraer las diversas ocupaciones justamente el número necesario de trabajadores.
Si hay libertad de trabajo, especialmente cuando el consumo está racionado y nivelado, se evitarán las ocupaciones desagradables y todos concurrirán a los buenos empleos. Así, pues, el complemento necesario e inevitable del racionamiento del consumo es el reclutamiento del trabajo, bien mediante un acto legal, bien obligando a los trabajadores a aceptar ocupaciones que no desean, ofreciéndoles como única alternativa la miseria. Esto es, naturalmente, lo que sucede en un Estado plenamente militarizado.
El reclutamiento del trabajo y el racionamiento del consumo no han de considerarse como recursos transitorios y accidentales en una economía planificada. Son su verdadera esencia. Hacer un plan quinquenal de la producción de una nación es determinar cómo va a trabajar y qué recibirá. Sólo puede recibir lo que el plan disponga. Y sólo puede obtener lo que el plan disponga, realizando el trabajo exigido por el plan. Si o realiza ese trabajo, el plan es un fracaso; debe aceptar los bienes que el plan produce o pasarse sin ellos.
Todo esto se comprende perfectamente en un ejército o en época de guerra, cuando una nación entera está en armas. El planeador civil no puede evitar el racionamiento ni el reclutamiento, porque son la verdadera esencia de su propósito. No hay escape alguno. Si el pueblo es libre para rechazar las raciones, el plan queda frustrado; si el pueblo es libre para trabajar menos o en ocupaciones diferentes de las prescritas, el plan no puede llevase a efecto. Por tanto, el trabajo y el nivel de vida han de ser determinados por el Consejo de planeación o por un poder soberano superior a ese Consejo. En una sociedad militarizada, ese poder soberano es el Estado Mayor General.
Pero, en una sociedad civil, ¿quién ha de decidir cuál va a ser el contenido específico del óptimo de vida? No puede ser el pueblo el que decida mediante referéndum o a través de una mayoría de sus representantes elegidos. Porque si el poder soberano que ha de establecer un plan radica en el pueblo, el poder para modificarlo reside también en él en cualquier momento. Ahora bien, un plan sujeto a cambios mensuales o aun anuales no es un plan; si se ha tomado la decisión de fabricar 10 millones de automóviles a 500 dólares, y un millón de viviendas suburbanas a 3.000 dólares, el pueblo no puede cambiar de opinión un año después, desechar la maquinaria para fabricar automóviles, abandonar las casas en construcción y decidir producir en su lugar rascacielos con apartamentos y ferrocarriles subterráneos.
En suma, no hay manera de que los objetivos de una economía planificada puedan depender de la decisión popular. Han de ser impuestos por una oligarquía de un tipo u otro (que puede permitir, por supuesto, que el pueblo ratifique el plan una vez, e irrevocablemente, mediante plebiscitos, como en el caso de los plebiscitos alemán e italiano), y esa oligarquía, si el plan se ha de llevar a cabo en su totalidad, ha de ser responsable en materia de política.
Los oligarcas individuales podrían ser responsables de infracciones de la ley, lo mismo que los generales pueden ser juzgados por un Consejo de Guerra. Pero su política no puede ser objeto de responsabilidad continua ante los votantes, como no pueden ser determinadas por las tropas las disposiciones estratégicas de los generales. El Consejo de planeación o sus superiores han de determinar las condiciones de la vida y el trabajo del pueblo.
No sólo es imposible que el pueblo controle el plan, sino, lo que es más, los planeadores han de controlar al pueblo. Han de ser déspotas que no toleren ninguna discusión efectiva de su autoridad. Por lo tanto, la planeación civil ha de dar por supuesto que los déspotas que suban al poder serán benévolos, es decir, conocerán y desearán el bien supremo de sus súbditos. Esta es la premisa implícita en todos los libros que recomiendan el establecimiento de una economía planificada en una sociedad civil.
Pintan una imagen fascinadora de lo que podría hacer un despotismo benévolo. Piden –nunca de una manera muy clara, naturalmente- que el pueblo ceda la planificación de su existencia a «ingenieros», «expertos» y «técnicos», a líderes, salvadores, héroes. Esta es la premisa política de toda la filosofía colectivista: que los dictadores serán patriotas o tendrán conciencia de clase según considere el orador más elogioso uno u otro término.
Es también la premisa de la filosofía de la regulación estatal, comúnmente considerada como progresismo. Aunque disfrazada con la ilusión de que una burocracia responsable ante una mayoría de votantes y susceptible a la presión de minorías organizadas no ejerce coacción, es evidente que cuanto más variada y comprehensiva es la regulación, más acusada es la transformación del Estado en un poder despótico frente al individuo. Porque la parte de control que éste ejerce sobre el Gobierno a través de su voto no es proporcional, en ningún sentido efectivo, a la autoridad que ejerce sobre él el Estado.
Ciertamente que pueden hallarse déspotas benévolos. Pero también pueden no serlo. Pueden aparecer en una ocasión; pueden no aparecer en otra. El pueblo, a menos que decida enfrentarse con las ametralladoras desde las barricadas, no puede hacer nada para procurar que se elija a los déspotas benévolos y se elimine a los malvados. No puede seleccionar a sus déspotas. Los déspotas se seleccionan a sí mismos y, sean buenos o malos, permanecerán en el poder mientras puedan reprimir la rebelión y evitar el asesinato.
Así, pues, por una especie de trágica agonía, la búsqueda de seguridad y de una sociedad racional, si pretende lograr la salvación a través de la autoridad política, acaba en la más irracional forma de gobierno que imaginarse pueda, en la dictadura de oligarcas incidentales, que no poseen título hereditario, origen constitucional ni responsabilidad, que no pueden ser substituidos sino mediante la violencia. Los reformadores que han puesto sus esperanzas en los buenos déspotas porque ansían planear el futuro, dejan sin planear aquello de lo que dependen todas sus esperanzas. Porque una sociedad planificada debe ser una sociedad en la que el pueblo obedezca a sus gobernantes; no puede haber ningún plan para hallar a los planificadores; la selección de los déspotas, que han de hacer tan segura y tan racional la sociedad, ha de dejarse a la inseguridad del acaso irracional.
(De "Pensamiento Político Moderno" de William Ebenstein-Taurus Ediciones SA-Madrid 1961)
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