Cuando en una sociedad predominan el egoísmo, el odio y la indiferencia, sus integrantes están conspirando contra el grupo social, aunque en una forma involuntaria. En cambio, cuando lo hacen en una forma consciente y voluntaria, puede decirse que están saboteando a la sociedad. Entre los principales saboteadores se encuentran los marxistas-leninistas, que ven en cada sociedad una económica capitalista a pesar de que muchas veces no sea más que un simple mercantilismo, y, por fidelidad a su ideología, se sienten obligados a destruirla.
Mientras que, en la revolucionaria y primera etapa, la idea general implicaba tomar el poder por las armas para generar luego un cambio de mentalidad hasta llegar al “hombre nuevo soviético”, en una segunda etapa aparece la postura de Antonio Gramsci quien proponía lograr primeramente al “hombre nuevo socialista” para, acceder luego fácilmente al poder, sin necesidad de revolución alguna, que es la actual forma combativa adoptada por los diversos movimientos marxistas.
Podría pensarse que los sucesivos fracasos del socialismo harían desistir a muchos de la necesidad de imponerlo, y que por ello las revoluciones han quedado como parte de un pasado violento. Sin embargo, se advierte que, en realidad, persisten los proyectos destructivos de la sociedad capitalista aunque esta vez a través de la propuesta de Gramsci. Este ideólogo italiano escribió: “La Intelligenza tiene que apoderarse de la educación, de la cultura y de los medios de comunicación social, para desde allí apoderarse del poder político y con él dominar la sociedad civil”.
La táctica revolucionaria implicaba destruir las instituciones de una sociedad junto a los opositores considerados “irrecuperables” por cuanto se advertía la imposibilidad de que adoptaran la mentalidad adecuada al socialismo. Carlos Manuel Acuña escribió: “Uno de los lemas que se difundieron sostenía que «hay que destruir para luego construir». Sugestivamente no se convirtió en una exclusividad de estos estudiantes combativos, pues a lo largo de los años setenta fue voceado por las distintas organizaciones subversivas de nuestro país y del Uruguay donde, más precisos, sostenían que «hay que hacer tabla rasa con todo lo que existe y únicamente sobre las ruinas que queden, se podrá levantar el mundo que deseamos»”.
En cuanto a la nueva metodología, el citado autor escribió: “Básicamente, a la inversa del proyecto revolucionario y violento, Gramsci –claramente anticatólico- sostenía que a las sociedades había que conquistarlas desde adentro, transformando o suprimiendo paulatinamente sus contenidos culturales para luego producir la transformación. Entre los mecanismos instrumentales, proponía el control de los medios de comunicación, la inserción lenta pero sostenida, de nuevos valores y principios, la destrucción de los límites morales que sostienen el orden establecido, desacralizar a la sociedad, desnaturalizar los componentes de ese orden, especialmente las fuerzas encargadas de custodiarlo, modificar el concepto de propiedad e iniciar un proceso de deterioro hasta alcanzar el momento del reemplazo. Propiciaba lo que de manera difusa se da en llamar Hombre Nuevo” (De “Por amor al odio” Tomo II-Ediciones del Pórtico-Buenos Aires 2003).
Por otra parte, Plinio Correa de Oliveira escribió: “El proceso revolucionario se da en dos velocidades diversas. Una rápida, está destinada generalmente al fracaso en el plano inmediato. La otra ha sido habitualmente coronada por el éxito, y es mucho más lenta…”.
“Es necesario estudiar el papel de cada una de esas velocidades en la marcha de la revolución. Se diría que los movimientos más veloces son inútiles. Sin embargo, no es verdad, la explosión de esos extremismos levantan un estandarte, crea un punto de mira fijo que, por su propio radicalismo, fascina a los moderados, y hacia el cual éstos se van encaminando lentamente. Así, el socialismo repudia al comunismo pero lo admira en silencio y tiende hacia él”
“El fracaso de los extremistas es, pues, sólo aparente. Ellos colaboran indirecta pero poderosamente, con la revolución, atrayendo en forma paulatina a la multitud incontable de los «prudentes», de los «moderados» y de los mediocres, para la realización de sus culpables y exacerbados devaneos” (De “Revolución y contrarrevolución”).
Por lo general, los familiares de los terroristas de los 70 nunca culpan a los ideólogos que indujeron a sus hijos a adoptar el camino de la violencia, ya que el primer eslabón del terrorismo y de la posterior represión es, justamente, el ideólogo. Pablo Giussani escribió: “Adriana murió en una tarde de 1977, despedazada por una bomba que le estalló en las manos mientras ella se aprestaba a colocarla en una comisaría…Con horror pienso en el trágico fin de Adriana y en la personalidad de quien pudo haberla programado para esta inmolación. Si luego trato de asignarle un rostro y un nombre a esta personalidad, encuentro entre sus identidades posibles la de Paco, mi viejo amigo Paco Urondo (terrorista que terminó suicidándose con cianuro al ser sorprendido por la policía en 1976). Rostros que incluyen el mío, y los de toda una generación que pregonó la dialéctica de las ametralladoras, en un rapto de frivolidad que más tarde sería asimilado en términos librescos por sus hijos” (De “Montoneros. La soberbia armada”-Editorial Sudamericana-Planeta SA-Buenos Aires 1984).
La primer victima de la ideología marxista-leninista es la verdad histórica. Por lo general se relata una historia en la que los militares matan a los “jóvenes idealistas” casi por deporte y diversión, mientras que poco o nada se habla de los casi 21.000 atentados, los casi 750 secuestros extorsivos y los casi 1.000 asesinatos que provocaron. Ernesto Sábato, uno de los autores del “Nunca más”, expresaba en 1978: “La inmensa mayoría de los argentinos rogaba casi por favor que las Fuerzas Armadas tomaran el poder. Todos nosotros deseábamos que se terminara ese vergonzoso gobierno de mafiosos”.
“Desgraciadamente ocurrió que el desorden general, el crimen y el desastre eran tan grandes que los nuevos mandatarios no alcanzaban ya a superarlos con los medios del Estado de derecho…los extremistas de izquierda habían llevado a cabo los más infames secuestros y los crímenes monstruosos más repugnantes…Sin duda alguna, en los últimos meses, muchas cosas han mejorado en nuestro país; las bandas terroristas han sido puestas en gran parte bajo control” (Citado en “La otra parte de la verdad” de Nicolás Márquez-Buenos Aires 2007).
Por otra parte, Héctor Ricardo Leis, ex Montonero, escribió: “La guerra civil en la Argentina ocurrió entre 1973 y 1976. Durante ese periodo hubo un estado de anarquía propio de la guerra civil. Todos se mataban en la calle de la peor forma, unos a otros. Morían más de un lado, morían menos de otro. No había ley ni justicia. Ahí hubo guerra. Lo que yo sostengo es que los guerrilleros no tuvimos legitimidad durante un gobierno constitucional para continuar la guerra que habíamos iniciado con Onganía. Pero Videla tuvo legitimidad. Tal como le dijo Videla a Ceferino Reato, él pudo haber hecho lo mismo con Isabel o sin Isabel”.
“Lo que no podemos discutir es que Videla contaba con la legitimidad necesaria para poner fin a un estado de anarquía que no iba a llevar a ningún lugar. Estaba claro que no íbamos a derrotar a los militares en la medida que el pueblo no tomó partido por nosotros de la forma en que esperábamos. Eventualmente podríamos haber triunfado. No estaba decretado en el cielo que no podríamos triunfar. Pero eso no dependía de nuestra voluntad armada, dependía del pueblo y de que decidiera volverse para nuestro lado” (De “El diálogo” de G. Fernández Meijide y H. R. Leis-Editorial Sudamericana SA-Buenos Aires 2015).
Tanto terroristas como militares emplearon métodos de exterminio. Por ello, las críticas que generalmente se les hacen a las Fuerzas Armadas parecen provenir en realidad del hecho de que evitaron la plena destrucción material y humana de la sociedad, ya que constituían el único medio posible para finalizar el estado de guerra interno. Lo lamentable del caso es que, si uno realiza en la actualidad una encuesta en la población respecto a si le parece bien o mal la interrupción del gobierno de Isabel Perón, posiblemente cerca de un 80% afirmaría haber preferido la continuidad del gobierno elegido en las urnas; lo que implicaba haber preferido la destrucción total del país en manos de los terroristas y la instalación posterior de un gobierno socialista y totalitario. La efectividad de la campaña ideológica se hace evidente, ya que incluso muestra una capacidad para hacer que la gente prefiera incluso su propia autodestrucción, que es en definitiva la actitud que indujeron en cada uno de los terroristas que incorporaron a sus filas.
La actitud del socialista es muy distinta en la etapa destructiva de la sociedad a la que adopta en la etapa constructiva, una vez conquistado el poder. En el primer caso, protesta cuando no se le permite expresar reclamos por sus derechos, si bien estos reclamos son utilizados muchas veces para crear a aumentar conflictos ya existentes. Por el contrario, cuando el socialista conquista el poder, todo reclamo ante su gobierno es restringido e, incluso, castigado. Así, cuando es interceptada una carta en la que Alexander Solyenitsin critica a Stalin, fue condenado a ocho años de trabajos forzados.
La gran mayoría de los periodistas e intelectuales argentinos parece estar decidida a encubrir las acciones de los terroristas de los 70 como también a estimular el “marxismo cultural”, que no es otra cosa que la continuidad de la acción destructiva que la izquierda política adopta frente a la educación, la justicia, la seguridad, etc., y, sobre todo, ante la mentalidad generalizada de la sociedad, en donde el odio destructivo hacia todo lo que implique civilización occidental es estimulado hasta niveles inverosímiles. Leis agrega: “Para una investigación sobre los tiempos de Onganía entrevisté a muchos intelectuales de izquierda y derecha, revisé publicaciones en las que escribían. Los intelectuales de izquierda siempre estaban en contra de la violencia del Estado contra los guerrilleros. Pero de la violencia de los guerrilleros contra el Estado no decían nada”.
“Recién en Brasil percibo a los derechos humanos como el lugar que tengo para repensarme. Fue un ancla para pensar correctamente los derechos humanos. Ahí me dije: «Los derechos humanos son los derechos para todos». Y percibí que yo había violado los derechos humanos, algo que no era muy común entre otros refugiados. Pude entender que los militares violaban los derechos humanos. Que los estaban violando más ellos que nosotros. Pero que la ley se aplicaba a todos. De esa manera fui construyendo y reconstruyendo mi propia visión del mundo. No hubo oportunismo de mi parte. Yo no me puse en el lugar de víctima. Me puse en el lugar de sobreviviente. Logré salir y voy a pensar todo otra vez. Pensé: «Soy un sobreviviente. Es una nueva vida, la gané. Voy a pensar todo de otra forma»”.
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