Por Álvaro C. Alsogaray
Según la concepción liberal, el ordenamiento económico no puede ser establecido por ninguna autoridad burocrática central porque ésta, por inteligente que sea y aunque disponga de los medios adecuados (hoy se podría hablar de computadoras), resulta absolutamente incapaz de prever o de establecer en cada instante el conjunto casi infinito de factores en juego. Con lo cual es inevitable que se generen roces y fricciones internas determinantes de un bajísimo rendimiento del conjunto, a la manera de lo que ocurre en una máquina anticuada, a la cual le faltan algunos elementos y a la que no se ha podido lubricar.
La mente humana, aun ayudada por los más modernos elementos de cálculos conocidos, no puede plantear y resolver el conjunto de ecuaciones simultáneas que se generan a cada instante en el seno de una economía evolucionada. La única manera de encarar el problema sería reducir el número de datos y de incógnitas a un mínimo compatible con las limitaciones citadas. Pero ello exige regimentar las necesidades y los deseos y en consecuencia, restringir la libertad de los individuos.
Si el ordenamiento económico no es establecido imperativamente por ninguna autoridad central, es evidente entonces que resulta necesario disponer de algún otro principio ordenador. Para la doctrina liberal ese principio ordenador es el Mercado, el cual, en última instancia, expresa los deseos y la voluntad de los individuos.
Dentro de una economía ordenada por el Mercado, es el consumidor el que determina, a través de su decisión de comprar o de abstenerse de hacerlo, qué es lo que se debe producir. No está en manos de ningún burócrata fijar la cantidad o cuota de lo que se puede adquirir, ni tampoco la calidad o la naturaleza del producto que se ofrece al público. Además, el consumidor es el que establece su propia escala de valores y el que decide si habrá de mejorar su vestimenta o si comprará una heladera en cuotas, si enviará a sus hijos a estudiar a un colegio particular pago o si desea educarlos en un instituto oficial gratis para destinar la economía que así realiza a mejorar su vivienda, o simplemente a prolongar sus vacaciones, etcétera.
Esta libertad de los individuos de elegir obliga a los productores de bienes y servicios a prestar permanente atención a sus deseos y gustos y a tratar de ajustarse a ellos. Si el productor no pone a disposición del consumidor lo que éste desea, por cierto que no podrá vender sus artículos y tendrá que desaparecer como tal, por lo menos en el rubro que ha elegido. De esta manera, la producción está auténticamente al servicio del consumo y todo aquel que no cumpla con la función social de producir en condiciones adecuadas lo que los demás desean, no tendrá la oportunidad de obligar o –para usar la dialéctica marxista- de “explotar” a nadie, aunque sea propietario de los medios de producción.
Este mecanismo funciona así en virtud de tres principios o leyes básicas del Mercado: la libertad de comprar y de vender, la competencia y la autorregulación de los precios. Estos tres factores provocan el efecto ya señalado de colocar la producción al servicio del individuo y ordenan la sociedad de una manera determinada sin necesidad de que ninguna autoridad burocrática central establezca, como ocurre en la economía socialista, un plan, que obligue a todos a proceder y a comportarse, de grado o de fuerza, conforme a los dictados de funcionarios que representan o encarnan aquella autoridad.
Es evidente que para que el Mercado, con sus tres principios básicos –libertad para comprar y vender, competencia y autorregulación de los precios-, pueda realmente producir un ordenamiento de la vida económica, no debe haber interferencias que le impidan que funcione plenamente. Éste es el verdadero sentido que tiene la expresión “libertad económica”, a la cual los abusos de algunos de sus usufructuarios y la propaganda socialista se han encargado, durante décadas, de desprestigiar. La libertad económica correctamente interpretada –y aun la expresión de “dejar hacer, dejar pasar” con que se trató de esquematizarla y divulgarla en los primeros tiempos –significa, desde el punto de vista técnico, la eliminación de todas las trabas que impidan el funcionamiento del Mercado para que éste pueda desempeñar su papel ordenador. Y esto parece altamente deseable y, sobre todo, grato a los espíritus libres que rechacen todo género de dictaduras.
Sin embargo, las cosas no son tan simples. Ni la libertad económica ni tampoco las libertades políticas, espirituales y morales, son bienes o estados que se dan espontáneamente, constituyendo derechos inalienables respetados por todos y contra cuyo cercenamiento se está a cubierto en forma natural. Por el contrario, la historia del hombre se caracteriza por una lucha permanente en procura de esas libertades o en defensa de las mismas. De las restricciones y de los tabúes que caracterizan las vidas de las tribus y de las sociedades primitivas, se ha ido avanzando poco a poco hacia un mayor grado de libertad individual. Pero esta libertad ha sido y es constantemente atacada por factores regresivos, como lo prueba el hecho de que aun en pleno siglo XX existan en sociedades evolucionadas formas distintas de servidumbre y hasta de esclavitud. Ello es especialmente cierto en lo que hace a la “libertad económica”, que los socialistas consideran precisamente como el símbolo de la “explotación” y del “predominio de los privilegiados”, y que un número de no socialistas, ganados por la propaganda de aquéllos, combaten sin entender lo que significa creyendo que así defienden mejor sus intereses individuales que, naturalmente, identifican con los intereses de la colectividad.
El Mercado, como principio ordenador de la actividad económica dentro de la sociedad libre no resuelve, por supuesto, todos los problemas, pero lleva a un ordenamiento espontáneo que, además de tomar en cuenta de la mejor manera posible los innumerables factores que juegan en una economía moderna altamente evolucionada, reúne algunas otras características notables que vale la pena destacar.
En primer lugar está el factor eficiencia. El sistema no tiene las rigideces del método burocrático socialista. Toda la actividad económica se desarrolla fluidamente en una autoadaptación constante de los distintos factores en juego que interaccionan en forma simultánea. Ello excluye la necesidad tan característica de los regimenes socialistas-dirigistas de demorar todo hasta que los funcionarios, dentro de sus limitaciones, puedan resolver sobre cada uno de los problemas. Hace innecesario, por ejemplo, que el comité o el burócrata de turno fije el precio que habrá de pagarse por la caña de azúcar elaborada uno o dos años antes o, como ocurrió alguna vez en la Argentina, el número de “hojas de apio que debe contener cada atado de verdurita”, o cualquier otra de las decisiones que es necesario esperar cuando son los empleados del gobierno los que fijan los detalles de la vida diaria conforme a un plan.
Esa permanente y casi instantánea acomodación de los factores económicos que asegura el Mercado frente a las circunstancias particulares de cada momento, determina un funcionamiento del conjunto altamente eficiente debido a la falta de trabas, de pérdidas de tiempo, de roces internos, etc. Todo funciona como una máquina bien lubricada, que camina en forma suave, sin estridencias ni fricciones y que, cualquiera que sea su complejidad, produce en forma simple y con un elevado rendimiento.
En segundo término, el sistema de Mercado es un sistema sin corrupción. No dependiendo de la posibilidad de comprar y de vender sino de los deseos del público y de la competencia, no existe otra manera de obtener beneficios que la de encontrar la forma de satisfacer mejor que otros la demanda. El productor –y para usar otra vez la dialéctica marxista-, el “capitalista explotador” que domina los medios de producción, está colocado frente a un árbitro imparcial e inexorable, que es el público consumidor, y sometido a una ley no menos tiránica que es la de la competencia.
O acierta con los gustos y los deseos del comprador y concurre a satisfacerlos a menor precio y mejor calidad que otros productores, o es expulsado del Mercado. No tiene manera de escapar a esa regla corrompiendo a nadie. En cambio, bajo los regimenes y planes en que todo depende de los funcionarios, tal posibilidad existe y en la práctica es ejercitada en amplia escala. Por ejemplo, cuando la importación está sometida a un régimen de cuotas y la asignación de un permiso depende de la voluntad de un funcionario, de inmediato queda abierto el camino a la corrupción.
No es que todos los funcionarios sean venales y que todos estén dispuestos a vender su conciencia: es que el sistema mismo conduce a un efecto análogo. Aun cuando una cuota haya sido bien adjudicada –y jamás podrá establecerse una regla suficientemente imparcial como para determinar cuándo una adjudicación está bien y cuándo está mal-, el beneficiario de esa cuota, que representa un verdadero privilegio, podrá negociarla realizando ganancias fuera de toda medida.
Otro caso: si se coloca en manos de funcionarios de bancos del Estado la facultad de otorgar o no créditos en función de una política “dirigista”, como por ejemplo la del “desarrollo forzado” y no en relación a los requerimientos del Mercado y a la solvencia de los clientes, es inevitable que tales créditos se concedan atendiendo a intereses políticos, o a influencias gubernamentales, o al monto de la comisión que el beneficiario esté dispuesto a pagar. El “desarrollo” no es en ese caso sino la excusa para justificar un privilegio otorgado a unos pocos. Y como estos dos ejemplos es posible citar otros que demuestran que, cuando es una autoridad discrecional la que reparte favores, la corrupción es inevitable. Inversamente, cuando es el Mercado el que, actuando ciega e imparcialmente, distribuye según las capacidades y habilidades de cada uno, la corrupción resulta imposible.
Dentro de los regimenes dirigistas se configuran así innumerables pequeños o grandes monopolios de hecho en perjuicio del consumidor, que premian a los más audaces o a los que mejor se someten a los dictados de la autoridad política, con el agravante que ninguno de esos beneficiarios se sentirá afectado en su conciencia ni considerará que está cometiendo un delito. Por el contrario, esos beneficiarios podrán presentarse públicamente como grandes hombres de negocios que han sido capaces en poco tiempo de reunir una fortuna o aun de construir un verdadero imperio industrial o comercial.
Un régimen de tal tipo, que permite desviaciones de esa clase, bien puede ser calificado como un régimen de “corrupción organizada o institucionalizada”. Y es en este sentido que el sistema de Mercado está, como se ha dicho, libre de corrupción. Esto no quiere decir que dentro del régimen de Mercado no existan quienes tratan de violar las reglas del juego. Siempre habrá bajo cualquier sistema contrabandistas, estafadores, simuladores y elementos antisociales de toda clase, pero tendrán que presentarse ante la sociedad como tales y serán repudiados como delincuentes y no admirados como “grandes empresarios”, según ocurre bajo los regimenes dirigistas.
En tercer lugar está el hecho ya señalado de que el individuo es dueño, dentro de su propia esfera, de decidir y de elegir conforme a su propia escala de valores. Esto incluye la posibilidad de buscar el trabajo que mejor se adapte a sus propios gustos y capacidades y de cambiarlo por otro si así lo desea y se le presenta la oportunidad. Esa búsqueda de fines propios, individuales, que dependen de la naturaleza de cada uno, y esa tranquilidad subconsciente de que existe la posibilidad de proceder sin necesidad de someterse a las órdenes que la oficina determina como moral y deseable, es tal vez lo que mejor define y produce en cada uno esa sensación que se conoce como “libertad”.
Por último –e indudablemente como cuestión principal-, el hecho de que la vida económica esté ordenada por un principio –el Mercado- como factor abstracto, impersonal e imparcial y no por funcionarios con poder para decidir sobre el comportamiento individual de cada uno, garantiza de la mejor manera posible el respeto a las libertades individuales y a la dignidad de las personas.
(De “Política y economía en Latinoamérica”-Editorial Atlántida-Buenos Aires 1969)
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