En el pasado, las discusiones acerca de la legitimidad y de la conveniencia, o de la ilegitimidad y de la inconveniencia, de aplicar la pena de muerte, se asociaban a los delincuentes. En los últimos tiempos, por el contrario, se advierte que sectores numerosos de la sociedad aceptan y convalidan la pena de muerte aplicada a personas inocentes, aunque integrantes, eso sí, de alguna etnia, clase social o religión considerada “culpable” por los males padecidos por una nación. Este es el fundamento de los distintos totalitarismos que basan sus acciones en la eliminación de las “razas inferiores” (nazismo), de la “clase social perversa” (marxismo-leninismo) o de los “infieles” (totalitarismo teocrático).
Se considera “pena de muerte” no solamente a la aplicada por el Estado, sino a la promovida por la opinión pública contra sectores a los que se odia intensamente. Esto se advierte en los festejos y en las manifestaciones de alegría de grupos islámicos luego de los atentados de París, o de la izquierda política luego de los atentados contra las torres de Nueva York. El apoyo popular de la opinión pública al terrorismo resulta ser algo característico de los siglos XX y XXI.
Desde el pasado remoto ha habido violencia y guerras, aunque se convencía previamente a la población de que se trataba de una guerra justa, por buenas razones y contra el enemigo común. En cierta forma, los diversos totalitarismos (étnico, clasista o teocrático) convencen a sus adeptos en forma similar, pero en la actualidad resulta bastante evidente que los atentados terroristas no distinguen entre personas inocentes y culpables. El nivel de odio supera ampliamente al amor propio que pueda tener un terrorista, ya que prefiere perder su vida en un atentado con tal de que mueran, y que sufran, muchas personas inocentes.
A la pena de muerte asociada a los totalitarismos, se le debe agregar la implantada por la delincuencia común dentro de cada sociedad, y que tiene, por lo general, una mayor incidencia. En este caso, la gente tiende a oponerse a la pena de muerte aplicada, por parte del Estado, al peligroso delincuente, abogando por su reinserción social con el riesgo concreto de volver a reincidir en el delito, lo que implica que no se opone a la pena de muerte que el delincuente pueda imponer a las personas inocentes.
Se habla de igualdad y de derechos humanos, casi siempre contemplando la situación del delincuente, ya que, cuando se promueve su reinserción social, en lugar de una pena o de un encierro, se ignoran los derechos a la vida de la persona inocente, que por lo tanto ya no resulta ser, al menos, “igual” al delincuente, sino inferior, con menores derechos humanos.
Existen dos posturas extremas respecto de la pena de muerte aplicada por el Estado; la de los sectores conservadores, por una parte, y la de los socialdemócratas, por la otra. En el primer caso, expresan su opinión poniéndose en el lugar de la víctima inocente, mientras que en el segundo se ponen en el lugar del delincuente. Randall Collins escribió: “Uno de los puntos de vista sobre el delito sostiene que los delincuentes son simplemente malas personas; la única forma de tratar con ellos es castigándolos. Cuantos más delitos haya, más enérgicas deben ser las medidas a tomar para contrarrestarlo. Esta posición ha sido sostenida durante varios siglos y vuelve a formularse en la actualidad”.
“Pero los castigos brutales no funcionaron. El delito siguió ocurriendo igual y en una proporción impresionante, por cientos de años, a pesar de los ahorcamientos y las mutilaciones. ¿Cómo es posible, si la gente se arriesgaba a sufrir esos castigos? Es muy probable que esto sucediera porque los castigos mismos vuelven a la gente insensible”.
En cuanto a la segunda postura, agrega: “¿Por qué alguien entraría al camino del delito y qué se podría hacer para ayudarlo a que salga de allí? Ha habido muchas respuestas a estas preguntas. Una de ellas es que los delincuentes son personas que se relacionan con malas compañías”. “Una explicación similar es la que sostiene que los delincuentes provienen de hogares destruidos y de vecindarios que se vienen abajo”.
“En lo que se refiere a los hogares destruidos y los vecindarios que se vienen abajo, hay trabajadores sociales y proyectos de renovación urbana. En cuanto a la falta de oportunidades de movilidad social, se proponen diversos esfuerzos orientados a mejorar las posibilidades de los más desfavorecidos, mantenerlos en la escuela por más tiempo, ofrecer servicios de recuperación, y cosas similares”.
“Todo esto es muy altruista, pero presenta una gran desventaja. Sencillamente no ha funcionado demasiado. Los programas sociales liberales [socialdemócratas para Europa y Latinoamérica] ya han estado en vigencia durante décadas y la tasa de criminalidad no ha bajado. Al contrario, el índice general de delitos, en proporción con la población, se ha incrementado en los últimos veinte años. Aparentemente, ninguno de los programas sociales para prevenir el delito tuvo mucho éxito” (De “Perspectiva sociológica”-Universidad Nacional de Quilmes Editorial-Bernal, Provincia de Buenos Aires 2009).
Si el castigo, sin apoyo psicológico, no soluciona el problema delictivo, porque sólo se piensa en las víctimas del delito, la ausencia de castigo, aun con ese apoyo, tampoco lo soluciona, porque sólo se piensa en el delincuente. De ahí que el encierro con apoyo al delincuente parece ser la mejor alternativa, aunque ello no vaya a solucionar el problema definitivamente. El objetivo práctico implica determinar lo que conviene hacer mientras que se busca el mejor resultado posible, en lugar de intentar el resultado óptimo de llegar a una sociedad sin delitos ni violencia, objetivo que por el momento no parece posible alcanzar.
Quienes argumentan que el auge de las comunicaciones masivas hace que nos parezca que la delincuencia aumenta, cuando en realidad se trata de lo que casi siempre ocurrió, se les puede rebatir tal creencia solicitándoles que busquen periódicos de la década de los sesenta y observen que un simple hurto podía hacer aparecer la fotografía de su autor en la sección de noticias policiales, mientras que en la actualidad los robos son tan numerosos que la policía apenas toma en cuenta las denuncias de tales hechos.
Posiblemente, la causa principal del aumento progresivo del delito se deba a la escala de valores adoptada por la sociedad, en la cual han quedado relegados los atributos personales como la honradez, la decencia y otros semejantes. Al ser reemplazados por valores estrictamente económicos, o materiales, la sociedad deja de ser un organismo cuyos integrantes están vinculados por objetivos comunes para llegar a ser un simple conglomerado de seres humanos que ocupan la mayor parte del tiempo y de la mente en protegerse para poder sobrevivir en un medio adverso y antagónico.
Durante los gobiernos populistas, las acciones del Estado son designadas con el complemento “para todos”. De ahí que también, en materia de inseguridad, pueda decirse que existe una “pena de muerte para todos”, que no es otra cosa que el efecto del abolicionismo penal reinante. Así como el partidario de algún totalitarismo trata de justificar de alguna manera las atrocidades cometidas por sus respectivos y admirados “héroes”, atribuyendo errores y defectos a sus víctimas, el hombre-masa trata de justificar los asesinatos urbanos culpando a la sociedad por haber excluido o marginado previamente al peligroso delincuente. Diana Cohen Agrest escribió: “Frente al impulso de destrucción, disponemos de apenas dos armas: la angustia de culpabilidad y el temor al castigo. Esas armas fueron neutralizadas en la Argentina que nos duele”. “Un [delincuente] que se entrega voluntariamente a la Justicia es poco creíble cuando el delincuente es tenido por una víctima condicionada por factores psicosociológicos que lo exoneran de la culpa, en un sistema penal que favorece la evanescencia de la angustia de culpabilidad y la exoneración de la pena a cumplir gracias a la cual puede continuar delinquiendo”.
“La doctrina vigente defiende un abolicionismo disfrazado de derecho penal mínimo orientado a proteger a los perseguidos por un Estado-Leviatán, una especie de monstruo animado por una compulsión a castigar discrecionalmente a sus víctimas, seleccionadas entre los más vulnerables, entre los pobres y los marginales que sobreviven condicionados por fuerzas estructurales que los sobrepasan…”.
“Quienes «caen presos», prosiguiendo con Zaffaroni, caen por «tontos» y «torpes». Y en una sociedad injusta es injusto castigarlos cuando no se castigan los grandes negociados…Se impone entonces una lógica impunitiva «igualitaria», que en lugar de buscar sancionar a todo aquel que transgrede la norma, lo exonera: como no se castiga al poderoso, se concluye que tampoco debe castigarse al «tonto» y al «torpe»”.
Luego, el ciudadano común debe soportar estoicamente tanto los efectos de la alta corrupción como también la pena de muerte asignada al azar por el peligroso delincuente común. Estas ideas penales, que poco y nada tienen en cuenta a dicho ciudadano, no sólo surgen de la mente limitada de un personaje nefasto para la vida social, sino que la mayor parte del sistema judicial sigue sus prerrogativas. La citada autora agrega: “La deslegitimación del sistema penal es alentada por la teoría del realismo jurídico-penal marginal, teoría propuesta por Zaffaroni, cuyas ideas fueron acogidas acríticamente por sus discípulos, jueces, fiscales y docentes universitarios que no perciben los riesgos de llevar al terreno operativo postulados que, si bien pueden ser la fuente de interesantes debates teóricos, no deberían ser puestos en práctica, tal como lo prueba el incremento del delito de los últimos años” (De “Ausencia perpetua”-Debate-Buenos Aires 2013).
Recientemente, en un noticiero televisivo, se decía que el 70% de los “motochorros” eran de origen colombiano. Esto implica que la “justicia” argentina, protectora del peligroso delincuente, ha favorecido el ingreso de delincuentes extranjeros que encuentran en nuestra sociedad mejores condiciones “laborales” para realizar sus actividades. “Pese a esta forzada caricaturización del delincuente, es innegable que éste hace un balance del costo-beneficio, pues le inquieta la debilidad o la fortaleza del sistema de investigación criminal que determina la aplicación de la norma o los instrumentos legales que se emplean para hacerla efectiva. Y si el delincuente no se intimida ante la comisión de un crimen, no es por falta de temor sino porque cree que, en caso de ser apresado, podrá eludir el castigo”.
“Con su complicidad, el Estado insiste en su experimento social que se vale de esta matriz conceptual como de un instrumento homicida tan legal como ilegítimo. Hay dos vías no excluyentes para combatir el delito: una se construye a partir de políticas sociales autosustentables basadas en la escolarización de calidad, en la formación de los jóvenes en escuelas técnicas y de oficios y en la creación de fuentes genuinas de trabajo. Pero como es lenta y aporta escaso rédito político a corto plazo, la oportunidad de implementarla se perdió en los últimos años con la ejecución de políticas asistencialistas que no contribuyeron a disminuir la delincuencia”.
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