Se supone, por lo general, que los predicadores de la moral y de las buenas costumbres deben realizar su tarea basados principalmente en el ejemplo. De ahí que, ante ese criterio, quedarían marginados de dicha labor muchos educadores, quienes, como personas normales que son, tienen cierta cantidad de defectos. Sin embargo, si tenemos en cuenta la historia de la educación y de la religión, se advierte que muchos aportes importantes fueron realizados por personas normales, antes que excepcionales.
Por el contrario, desde la religión se considera que su efectividad radica esencialmente en su capacidad para convertir pecadores en justos, en lugar de lograr la adhesión de las personas que no precisan mejorar por cuanto han tenido la suerte de nacer con pocos defectos y muchas virtudes. Tales personas, por otra parte, al llevar encima muy pocos defectos personales, tienen una pobre predisposición a aconsejar a los demás acerca de lo que poco conocen.
Respecto de Marco Tulio Cicerón, el destacado filósofo y escritor romano, Orestes Ferrara escribió: “Su larga actuación revela, a pesar de los continuos elogios que se prodiga en sus discursos, cartas y libros, las debilidades de un espíritu vacilante y tímido, acopladas a una enorme y mal disimulada ambición, tal como aparecen en nuestros mismos tiempos en los caracteres débiles y en los advenedizos. En sus magníficas obras domina el ideal dirigido por la razón, mas en sus actos diarios no hay un solo principio rectilíneo, una sola idea permanente. No obstante las alabanzas con que se incensa en esta especie de autoapología que es su producción literaria, no le encontramos una actitud definida. Todo es circunstancial en él, y, lo que es peor, todo depende de la molestia que pueda sufrir, del lejano peligro que corra, de un honor que le nieguen. Las glorias que continuamente tejió sobre alguno de sus actos y que recogidos por algunos historiadores alzan su gran pedestal, a poco que se ahonda, resultan falsas o están resquebrajadas por acciones contradictorias. De constante en él no encontramos más que frases sonoras que hacen un eterno llamamiento a virtudes que no practica, a principios de que carece. Su actuación no merece aplausos” (De “Cicerón y Mirabeau”-La Nave-Madrid 1949).
La educación no sólo se transmite a través del ejemplo sino también de la palabra. Ello se debe a que es posible condicionar nuestras respuestas personales a los propios pensamientos, que son inducidos a través de la información que nos llega sobre la naturaleza humana. El razonamiento va más allá de nuestro cotidiano existir siendo un guía orientador hacia el futuro. De ahí que muchas veces pensamiento y acción no se correspondan estrictamente, ya que la acción sigue el pensamiento luego de cierto retardo.
Lucio Anneo Séneca fue un destacado filósofo moral en el cual sus contemporáneos advierten tal “retardo”. Gerardo Vidal Guzmán escribió: “Séneca era muy consciente de que nadie se convencía de aceptar un determinado ideal ético por medio de intrincados argumentos de carácter racional. Adoptar ciertas normas de vida no era cuestión primaria del intelecto ni de la razón, sino de la voluntad. Y ésta, según Séneca, sólo se la conquistaba presentando hábil y sugestivamente los motivos, apelando a los sentimientos, suministrando emociones, en fin, utilizando el arte retórico de la persuasión”.
“Su producción filosófica desenmascaró también el ansia de riquezas. Asqueado del derroche imperial [en épocas de Nerón], Séneca realizó una apología de la pobreza y desarrolló su magisterio en torno al desprecio de los bienes materiales, insistiendo en que era el hombre quien debía ser el dueño del dinero, no el dinero el dueño del hombre. En sus obras era rico el que nada necesitaba, y miserable el que, aun nadando en la riqueza, se dejaba atenazar por el deseo. Sus epístolas enseñaban que «el camino más corto para ser rico era despreciar la riqueza», que ninguna diferencia había «entre no desear y tener», y que «quien se mantiene en los límites de la medida natural, no siente la pobreza. Quien la excede es perseguido por la pobreza hasta en el colmo de la opulencia»”.
“Sea como fuere, lo cierto es que, al menos en este punto, su doctrina era más aleccionadora que su ejemplo. Para muchos de sus contemporáneos, su prédica era tan animosa como vacía. En una ocasión un viejo procónsul lo encaró en el senado pidiéndole que explicara por qué tipo de procedimiento filosófico había adquirido en sus tiempos de ministro 300 millones de sextercios…Séneca, de hecho, comía en vajilla de plata, poseía dos extensas villas, mantenía propiedades en Egipto y acumulaba cuantiosas rentas por los favores de un emperador corrupto. Haya sido o no consciente de ello, lo cierto es que tal dicotomía le costó la reprobación de sus contemporáneos y el duro juicio de la historia” (De “Retratos de la antigüedad romana y la primera cristiandad”-Editorial Universitaria SA-Santiago de Chile 2004).
Entre los predicadores con un turbio pasado, se encuentra Pablo de Tarso, quien se dedicaba a combatir a los cristianos, que debían huir ante sus persecuciones. Luego se convierte y pasa a ser un importante difusor de la, entonces, nueva religión en el seno del Imperio Romano. Gerardo Vidal Guzmán escribe sobre Pablo: “Durante su juventud, había dado muestras de un carácter fanático e intolerante; llevado de un celo improcedente, se había convertido en el más temible perseguidor de la comunidad cristiana, a la que consideraba una desviación intolerable de la pureza de la fe hebrea”.
“Constituían una mala yerba a la que había que extirpar sin titubeos ni dilaciones. Y muy pronto, cuando la edad se lo permitió, hizo propia esta labor persecutoria y no mostró escrúpulo alguno en llevar a los cristianos encadenados a los tribunales”.
En cuanto a San Agustín, W. Weischedel escribió: “Vivía con una concubina y, a pesar de que la amaba sinceramente –como lo sabemos por su propio testimonio- y de que llegó a tener de ella un hijo como fruto de sus amores, Agustín se llenó de escrúpulos. Su madre, venerada más tarde como Santa Mónica, fomentaba esos reparos, según las apariencias, menos por motivos moralistas que por su deseo de que su hijo tuviera un matrimonio decoroso y apropiado. Así pues, la amiga fue despedida –no sin que se derramaran lágrimas por ambas partes-, y Agustín se propuso normalizar su vida, lo cual significaba casarse con una doncella de buena familia. Pero al prolongarse demasiado el periodo de noviazgo se apresuró a buscarse otra querida” (De “Los filósofos entre bambalinas”-Fondo de Cultura Económica-México 1972).
E. A. Dal Maschio agrega: “Esta misteriosa figura constituye la máxima expresión de la nada inocente tendencia del santo a cubrir de silencio a determinados personajes de su biografía: a pesar de los largos años de vida en común y de ser la madre de su hijo, poco o nada más dice san Agustín de ella. Incluso su nombre permanece oculto: «Por aquellos años tuve yo una mujer, no por vía de lo que se conoce como matrimonio legítimo, sino hallada en el vagar errático de mi pasión insensata» (Confesiones)” (De “San Agustín”-EMSE EDAPP SL-Buenos Aires 2015).
Jean-Jacques Rousseau, el autor de “Emilio”, un libro sobre educación, abandonó a sus propios hijos en un orfanato. Ben-Ami Scharfstein escribió: “Las racionalizaciones de Rousseau a propósito del abandono de sus hijos hacen que la lectura [de sus Confesiones] resulte interesante pero triste. Él era, dice, demasiado pobre para mantenerlos; y si para mantenerlos hubiera tenido que ganar más dinero con sus escritos, las preocupaciones y perturbaciones domésticas habrían sido demasiado grandes para él. Entonces habría tenido que suplicar algún bajo empleo. Además, sufría de tremendos dolores y estaba mortalmente enfermo. ¿Y cómo podrían los muchachos soportar el doble infortunio de la pobreza y el nacimiento ilegítimo? Además, la inclusa los criaba sin echarlos a perder. Por último, Platón había recomendado que los padres no conocieran a sus hijos, que deberían dejarse al cuidado del Estado. En otro conjunto de racionalizaciones, Rousseau añade que su locuacidad y agilidad mental eran demasiado pobres para criar hijos. Le entristecía, dice, no recuperar unos pocos momentos de caricias sinceras y puras, pero había perdido su antiguo ascendiente y familiaridad con los niños. «A los niños no le gusta la vejez, el aspecto de la naturaleza en decadencia les parece horrible; y preferiría abstenerme de acariciarlos que fastidiarles o disgustarles»” (De “Los filósofos y sus vidas”-Ediciones Cátedra SA-Madrid 1984).
La ética, como toda ciencia, requiere tanto de los aportes de los teóricos como de los prácticos, estando los primeros constituidos por quienes escriben verdades de utilidad general, aunque sin llegar a ser ejemplos, mientras que los prácticos son los que han llevado vidas ejemplares aunque teorizando poco al respecto. Nuestra personalidad se construye tanto con información útil al razonamiento como por los contagios emocionales de quienes se destacaron por su comportamiento moral.
No siempre debe calificarse como hipócrita al que da buenos consejos a los demás sin acatar él mismo tales sugerencias, como la del adulto fumador que promueve en un niño una actitud negativa hacia el cigarrillo. De ahí que podamos aceptar en un sentido similar las disertaciones de los diversos pensadores que nunca trataron de constituirse en ejemplos de vida, sino tan sólo intentaron realizar aportes al conocimiento universal.
Un caso distinto es el de quienes no hablan en su propio nombre sino que se muestran como predicadores cristianos realizando acciones reñidas con la moral elemental. En esta situación, usan un disfraz, por lo que constituyen un verdadero peligro para la sociedad y un desprestigio para una iglesia que no supo lograr que varios de sus integrantes compatibilizaran mínimamente sus vidas con el espíritu de los Evangelios.
Lev Tolstoi define la diferencia entre instrucción y educación: “Todo lo que enseñamos intencionadamente a los niños, conocimientos científicos u oficios; constituye la sugestión consciente; todo lo que los niños imitan independientemente de nuestro deseo –sobre todo en nuestra vida, en nuestros actos- constituye la sugestión inconsciente”.
“La sugestión consciente es lo que se llama instrucción; la sugestión inconsciente lo que llamamos, en sentido estricto, educación” (Citado en el “Diccionario del Lenguaje Filosófico” de Paul Foulquié-Editorial Labor SA-Barcelona 1967).
Mientras que la idea de Tolstoi se refiere al conocimiento de lo que no tiene vinculación con la moral y lo que sí tiene relación, puede decirse que la influencia consciente, en cuestiones de moral, es establecida por los educadores y por los éticos teóricos mientras que la influencia inconsciente es la establecida por quienes llevan vidas ejemplares.
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