Por Carlos A. Maslatón
Enrique Krauze: “Pensé que sí era posible el socialismo en libertad”
El historiador y ensayista mexicano acaba de publicar Spinoza en el Parque México, una autobiografía en la que recorre su formación intelectual y como lector. ¿Octavio Paz o Borges? El autor elige a su favorito.
La ecuación es sencilla: si lo que más de setecientas páginas de un diálogo enriquecedor sobre filosofía, historia, literatura, política y la propia vida parecen no culminar sino, por el contrario, dejar entreabiertas innumerables puertas por las que ingresar a un intercambio incesante, difícilmente podrá abarcarse la totalidad en una entrevista periodística.
Pero el libro Spinoza en el Parque México, del historiador y ensayista mexicano Enrique Krauze, es un prodigio narrativo en el que vale la pena internarse para más tarde emerger deslumbrado por una erudición libresca que se comparte sin rastros de pedantería.
Y Krauze –un señor espigado, elegante, de trato cordial, que también es ingeniero industrial, empresario, editor, director de la respetada revista cultural Letras Libres y fue, además, vicedirector en la mítica revista Vuelta, dirigida por su amigo Octavio Paz- está de visita en Buenos Aires, presentando lo que es una summa nada teológica de su travesía intelectual, que abarca un arco de más de cincuenta años.
De hablar pausado y de una consistencia sin titubeos, Krauze dialogó con Infobae. Leamos sobre la construcción de este nuevo libro que, en esencia, asume el desafío de revisitar su propia vida a través de un diálogo con su amigo, el escritor español José María Lassalle.
Un viaje en el tiempo y el espacio por el que desfilan los líderes de la revolución mexicana, los maestros intelectuales del joven Krauze como Walter Benjamin, Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez, su abuelo Saúl –disertador ambulante de la Ética de Spinoza en la Plaza México-, Octavio Paz, Hannah Arendt, Franz Kafka, José Bianco, George Orwell.
Están también la Matanza de Tlatelolco o el terrorismo de Estado en la Argentina, la pertenencia al pueblo judío de sus ancestros emigrados de Polonia y la historia de la heroica tía Dora, que sobrevivió al exterminio de Auschwitz, sin olvidar el influjo tutelar de Jorge Luis Borges, a quien conoció y visitó en distintas ocasiones durante sus viajes a la Argentina. Y muchos otros temas, que articulan un texto dotado de un aura de afinidad con el notable libro Ciudadano Welles, aquella dilatada charla sobre el cine y la vida que desplegaron los directores Orson Welles y Peter Bogdanovich.
-Para explicárselo a un lector no entrenado en lecturas filosóficas, ¿cuál es el fundamento que lo ha llevado a valorar al filósofo Baruch Spinoza como uno de los mentores de la corriente de pensamiento liberal?
-Estamos acostumbrados a pensar el liberalismo como una corriente filosófica nacida en Inglaterra, a fines del siglo XVII, cuyo padre es John Locke y toda esa tradición como referentes, pero de tiempo atrás varios estudiosos de Spinoza y, recientemente, Jonathan Israel, que es uno de los grandes expertos en este tema, ha demostrado en una obra gigantesca que el verdadero padre del liberalismo que precedió a Locke es Baruch Spinoza, cuyos textos Locke seguramente leyó en su estancia en Holanda. Y hablo de liberalismo no en el sentido como entendemos el liberalismo económico, el liberalismo como una ideología política, sino que yo diría como una actitud filosófica y una actitud ante el mundo. Un hereje, un heterodoxo de la comunidad judía, que viene de esa heterodoxia que era el judaísmo dentro del mundo cristiano, un heterodoxo que decide no incorporarse a ninguna otra ortodoxia, sino habitar ese terreno marginal y atreverse a pensar por sí mismo, y conquistar para nosotros una especie de religión de la humanidad, en donde la libertad de creencia, de pensamiento y de expresión son pilares centrales. Y aunque no utiliza la palabra tolerancia –que sí utiliza Locke- está implícita en toda su obra. Una actitud comprensiva frente al mundo y las pasiones humanas, viéndolas como causas - efectos de la naturaleza y, al mismo tiempo, una defensa a ultranza de la libertad de creencia, pensamiento y expresión a mediados del siglo XVII, fue algo revolucionario. Por eso creo que, en ese sentido, Spinoza tiene cartas más que suficientes para que lo consideremos, si no el padre, uno de los padres fundadores de esa modesta filosofía o, si se quiere, de esa modesta visión del mundo que es el liberalismo.
-Ha transitado el sendero que va de haber sido un joven con ideas socialistas que, desencantado por la deriva totalitaria del modelo soviético, se inclinó hacia el liberalismo. ¿Se percibe a sí mismo como un disidente perpetuo?
-Yo creo que sí. Soy parte de la generación del 68. Yo desperté a la política en los años 60 pero nunca tuve una actitud de ortodoxia. Realmente me repugnaban bastante los dogmas y las ortodoxias. Nunca pertenecí a un partido, ni quise pertenecer a una suerte de nosotros dogmático; tampoco tenía una visión exaltada de la revolución como el movimiento redentor que iba a cambiar el mundo. Pero tenía, eso sí, un cierto romanticismo ante algunas figuras revolucionarias de la Revolución Francesa, desde luego, y de la Rusa, en particular de León Trotsky, el perdedor, el profeta derrotado de la revolución soviética. Y, además, participé en el movimiento de estudiantes del 68 que fue, en mi concepto, mucho más libertario que revolucionario. Yo lo leí, lo interpreté y lo viví como un movimiento de libertad frente a un régimen, que no era una dictadura como la soviética, pero que era una dictadura de partido desde el Partido Revolucionario Institucional (PRI), en un momento particularmente represivo y cruel de ese sistema, que fue la matanza de estudiantes en Tlatelolco, en 1968. Entonces, era natural que dentro de mi generación yo tuviera esas lecturas, esa inclinación de izquierda, pero de un socialismo democrático. Tal es así, que cuando apareció el Movimiento Socialista Democrático, en Checoslovaquia, con Alexander Dubček, el denominado “socialismo con rostro humano”, no te puedes imaginar mi entusiasmo, porque pensé que sí era posible ese socialismo en libertad.
-El problema, al menos desde la perspectiva de la izquierda latinoamericana, fue que Fidel Castro apoyó inmediatamente la invasión rusa a Checoslovaquia.
-Efectivamente, Castro apoyó la invasión diciendo que si a él le pasara algo similar, le pediría a los rusos que invadieran Cuba. Para mí eso marcó el fin de mi brevísima simpatía por la Revolución Cubana, aunque nunca tuve simpatía ni por Castro ni por el Che Guevara. Entonces escribí mi primer texto, en 1969, en contra de los rusos, apoyando a los checos en su movimiento de socialismo libertario, de modo que más que un cambio o una mutación fue una evolución natural hacia un liberalismo con conciencia social. Nunca descarté, ni descarto todavía hoy, la posibilidad de un socialismo democrático, a la manera de una socialdemocracia. Supongo que yo mismo puedo definirme como un hombre que oscila entre el liberalismo político y la socialdemocracia, sobre todo porque no soy un liberal en lo económico; entre mis clásicos, y en mi libro podrá usted leerlo, no está ni Friedrich Hayek, ni Ludwig von Mises, ni Milton Friedman, no creo en eso, creo que el Estado tiene una función importante que cumplir en la economía. Y luego, claro, la cercanía de mi abuelo Saúl, que es el personaje que ronda el libro, que lo inspira, que me enseñó la filosofía de Spinoza cuando era muy joven, en nuestras caminatas por ese lugar emblemático de la ciudad de México, que es el Parque México. Él había sido socialista, un judío socialista en Polonia, del movimiento Bundista, y me explicó cómo su sueño de juventud y su esperanza en la Unión Soviética se había quebrado cuando después de la Segunda Guerra Mundial se dio cuenta de que aquello había sido un gigantesco campo de trabajo, y todo el sufrimiento inflingido por Stalin a los ucranianos y a los propios rusos. Entonces eso, más mi cercanía con Octavio Paz, quien también sufrió ese proceso de decepción, me llevaron a mis posiciones liberales. Eso, y todos los encuentros, libros y lecturas de los que hablo en este libro.
-¿Por qué decidió narrar su vida bajo la estructura de un diálogo con un entrevistador y no escribir un libro más tradicional, en el formato clásico del relato autobiográfico?
-Yo me pregunté, bueno, ¿qué es una autobiografía intelectual? Parece muy fácil de responder, pero no es tan fácil. Desde luego, no es contar los libros que uno ha escrito. Me parecía aburrido y narcisista estar hablando sobre la propia obra. Ya de por sí ahí sometemos al lector al sacrificio de leer los libros y además lo vamos a obligar a leer cómo se hicieron. Es excesivo. Pero quizás, pensé, es interesante contar la historia de cómo un joven de una familia de migrantes judíos en México, secular, se incorpora a la cultura mexicana y latinoamericana, se vuelve historiador y ensayista, quien tuvo la suerte de conocer a intelectuales notables como Daniel Cosío Villegas, Octavio Paz, Alejandro Rossi y tantos otros nombres importantes. Es la historia de cómo este joven fue animándose y orientándose en el mundo de los libros. Con maestros, con experiencias, con viajes, con conversaciones, pero sobre todo con lecturas, eso es, me parece, una autobiografía intelectual.
-Entonces este libro asumió su forma a partir de aquello que no le interesaba hacer.
-Es ese un buen punto. Cuando mi amigo Lasalle me dijo ‘quiero escribir tu biografía’ le contesté “bajo tu cuenta y riesgo, yo nunca la escribiría, pero podemos conversar”. Y comenzó este diálogo, que se prolongó durante tres años, y lo fuimos compilando y, más tarde, yo lo retrabajé, desde luego, de manera literaria. Y durante todo el tiempo de la pandemia de Covid-19 dediqué prácticamente todos mis días al libro. En efecto, es una conversación porque creo que es un género amable, democrático, es el género de la tolerancia. Es un género antiguo, de diálogo, y permite la duda, la reflexión, irse corrigiendo a uno mismo, una suerte de autoanálisis. Es un diálogo conmigo mismo, con mi amigo y los lectores. Descubrí que es el género ideal para un trabajo como éste.
-En su libro relata cómo de joven, junto a Carlos Monsiváis, desde una publicación de izquierda atacaron a Octavio Paz y a Carlos Fuentes por cuestiones ideológicas. Sin embargo, este episodio no impidió que usted luego trabara amistad con Paz, comenzara a colaborar en su revista Vuelta y finalmente se convirtiera en el subdirector. ¿Cómo logró que aquel incidente no significara la excomunión del mundo intelectual donde Paz reinaba?
-Primeramente, aquello fue sólo una escaramuza. Fue en 1972, yo estaba en el grupo con Monsiváis y otros amigos, en el suplemento cultural Siempre!, y decidieron que había, es una frase muy mejicana, que “darle en la madre a Paz”. Recuerdo haberles dicho “¿y por qué mejor no lo leemos y luego lo criticamos?“, y me contestaron que me dejara de molestar. Bueno, estaba el agravio del 68, aunque es cierto que Paz había renunciado a su posición de embajador y había sido nuestro abanderado, pero lo que pasa es que mi generación tenía una especie de temple revolucionario, aunque yo no lo tenía, sólo quería una reforma democrática y en ese momento lo único que sabía es que había que debatir pero no atacar. En mi artículo no había propiamente un ataque, sólo un pellizco. Paz y Fuentes se molestaron, y nos respondieron muy bien, eh. Nos pusieron en nuestro lugar. Pensé que había sido una rudeza excesiva, pero pasaron los años y me concentré en escribir mis primeros libros de Historia. Y luego empecé a publicar, gracias a mi amigo Alejandro Rossi, en Plural, y conocí a Paz, como cuento en el libro, en el entierro de Cosío Villegas. Le dije que tenía un texto sobre Cosío Villegas, si le podía interesar y me dijo “cómo no”, y al poco tiempo, a sabiendas de que yo tenía experiencia como empresario, me incorporé a la revista Vuelta. Te voy a confesar algo: Octavio y yo nunca hablamos de ese episodio. Nunca sentí la más mínima sombra entre nosotros, yo creo que porque él sentía, claramente, que yo me había convencido de que Plural, y luego Vuelta, representaban a la literatura, la crítica y la libertad, y que de manera natural yo había emigrado de mi generación a la revista. Era eso tan claro, evidente y de buena fe, que creo que no le quedó ninguna duda. Además, Octavio tenía un alma noble, no guardaba resentimientos, me veía como un joven que había recapacitado y como había tan pocos jóvenes en la izquierda que quisieran dialogar con él, creo que lo veía como una especie de milagro.
-La Argentina ocupa un lugar muy destacado dentro de su trayectoria intelectual y emocional y eso se advierte en este libro.
-Así es, y hay dos figuras importantísimas en mi vida relacionadas con este país: Daniel Cosío Villegas y Alejandro Rossi. Villegas fue un gran amigo de Victoria Ocampo y una figura paralela a ella, porque fue un gran empresario cultural, el creador del Fondo de Cultura Económica. Mientras Victoria fundó Sur en 1931, tres años después Villegas fundó el FCE y luego, en la década del 40, vino a la Argentina con mucha frecuencia. Publicó muchos autores argentinos, trajo el Fondo acá y tenía aquí, sobre todo, contacto con su maestro Pedro Henríquez Ureña, una figura central para este país: fue el maestro de Ernesto Sábato, gran amigo de Jorge Luis Borges, y amigo y maestro de Alfonso Reyes, otra figura literaria importantísima. La ligazón cultural entre México y Argentina es tan profunda, ya desde los tiempos de José Vasconcelos, y no creo que haya sido estudiada aún suficientemente. La obra de Cosío Villegas fue central para abrir en mí la conciencia de la importancia de América Latina, mucho más que los textos de Paz. Me hizo comprender que uno podía voltear la vista a Europa, a Estados Unidos, pero que no se podía uno olvidar de voltear la mirada hacia América Latina.
-¿Y el filósofo Rossi?
-Fue alguien decisivo en mi vida y está muy presente en este libro. Venezolano e italiano por parte de sus padres, vivió muchos años en la Argentina, y de hecho se formó en este país. Se fue a México en la década del 50, a los veintitantos años, y ya nunca regresó. Me platicaba de su infancia y juventud en la Argentina, incluido el fútbol, que era una de sus pasiones y sobre todo adoraba al arquero Amadeo Carrizo, con quien tuvo el honor, según contaba, de compartir, en México, una novia. Alejandro construía teorías sobre todos los temas, incluso con una materia como el fútbol. Él, y tantos otros más, me han hecho sentir una gran emoción e indignación cuando viajé a la Argentina en 1979, y vi el espanto de la siniestra dictadura militar, y luego estudié al peronismo y a la figura de Eva Perón, textos que integran mi libro Redentores, pero ya nos estamos yendo hacia adelante, porque este libro termina a principios de los años 80, cuando mi formación está más o menos hecha y tengo que lanzarme al ruedo, a la vida política de México y América Latina.
-Tuvo trato con Borges en México y en la Argentina y está muy presente en las conversaciones de este libro. ¿Qué recuerdos guarda de él?
-Ah, no (suspira), es uno de los momentos más inolvidables de mi vida. Me acerco al hotel, durante su visita a México: está con María Kodama, le pido una entrevista y me dice “otra entrevista”, como padeciéndola, pero le dije que quería hablar de Spinoza y se le iluminó el rostro y dijo “ah, tendremos un desayuno more geométrico”. Nos sentamos a charlar y ese encuentro lo publiqué en la revista Vuelta, a principios de 1979. Fue una conversación deliciosa de dos horas, que casi la puedo repetir de memoria. Y me acuerdo, y me emociono cuando cuento esto porque he leído, de verdad, a Borges, y no creo que haya un escritor superior a él en habla hispana…
-¿Lo considera un prosista y poeta superior a Octavio Paz?
-Que Octavio me perdone en el otro mundo -dice mientras eleva la mirada al techo-, y no me gusta comparar, pero es el gran autor en habla hispana y en muchas otras lenguas también. Al final de aquel encuentro, le dije “Borges, usted, como Spinoza, despierta devoción”, y él me contestó con una frase increíble: “No, usted está equivocado: yo soy una alucinación colectiva”. Me despedí y me dijo “usted me ha dado una mañana muy linda”, lo cual me conmovió mucho. Y luego, cuando regresé a la Argentina, me hospedé en el hotel Dorá, para estar cerca de su departamento en la calle Maipú, y le hablé por teléfono y le dije “Borges, soy Enrique Krauze, tengo aquí la revista Vuelta, que trae un poema suyo, ¿recuerda lo que conversamos sobre Spinoza?” y me dijo “fue muy grato aquello”. Y me citó en dos ocasiones, y luego me guió sobre lugares y librerías en la ciudad, y para mí fue algo inolvidable. Leo a Borges con verdadera devoción. Y en este libro he tratado de acercarme a esa parte muy criticada de Borges, que fue su postura política, tratando de comprender qué fue lo que pasó. No dudo que hubo una equivocación (se refiere a las declaraciones a favor de las dictaduras criminales de Videla y Pinochet) pero de índole muy distinta a la de otras equivocaciones.
(De www.infobae.com)
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1 comentario:
Entre las personas de más nivel el porcentaje de los que abandonan el campo socialista para pasarse al contrario es superior al que se da entre las más normales. Y por cierto, José María Lassalle fue de los pocos políticos del Partido Popular que en tiempos de Mariano Rajoy mantuvo posiciones desde la ideología liberal, no desde el puro pragmatismo.
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