Por Alexander Solyenitsin
(Conferencia dictada en la Universidad de Harvard en 1978)
La división del mundo en nuestros días es perceptible aun para la mirada más fugaz. Cualquiera de nuestros contemporáneos identificaría en seguida dos potencias mundiales, cada una de las cuales está en condiciones de aniquilar completamente a la otra. La realidad es que la brecha es más profunda y más alienante de lo que pudiera pensarse, y los riesgos son más grandes de lo que se distingue a primera vista.
Una segunda división entraña el peligro de múltiples desastres para todos nosotros, de acuerdo con el antiguo aforismo de que un reino –en este caso nuestro planeta- dividido contra sí mismo no puede subsistir.
La ceguera de superioridad que padece Occidente persiste a pesar de todo y sostiene la creencia de que vastas regiones en todos los confines de la Tierra han de evolucionar y desarrollarse hasta el nivel de los sistemas occidentales de la era actual, que en teoría son los mejores y de hecho los más atractivos.
Este es, sin embargo, un concepto que emana de la incomprensión de la esencia de otros mundos por parte de Occidente.
La ansiedad acerca de nuestro mundo escindido dio origen a la teoría de la convergencia entre las principales naciones del Oeste y la Unión Soviética. Es una teoría consoladora que pasa por alto el hecho de que esos mundos no evolucionan hacia una similitud. Ninguno de ellos se transformará en el otro sin el recurso de la violencia.
Si estuviera hablando para una audiencia de mi propio país, me ocuparía especialmente de las calamidades del Este. Pero como mi obligado ostracismo en el Oeste dura ya más de cuatro años, he considerado de mayor interés ocuparme de algunos aspectos del Occidente de nuestro tiempo, tal como yo lo veo.
Una declinación del coraje es quizás lo primero que advierte un observador extranjero en esta parte del mundo.
Esa declinación del coraje se nota particularmente entre la clase dirigente y en la elite intelectual, y da la impresión de una falta de coraje por parte de la sociedad en su conjunto. ¿Es preciso recordar que, desde tiempos pretéritos, la declinación del coraje se ha considerado el principio del fin?
Cuando se constituyeron los modernos Estados de Occidente se proclamó este principio: el Gobierno está al servicio del hombre, y el hombre vive para ser libre y buscar su felicidad.
Un detalle psicológico se ha pasado por alto, sin embargo, en el proceso: el afán constante de tener aún más cosas y una vida todavía mejor, y el trajín por obtenerlas imprime en la cara de muchos occidentales signos de preocupación y aun de depresión, aunque tales sentimientos suelen ocultarse. La competencia activa y tensa trasciende todo el pensamiento humano sin dejar resquicio al libre desenvolvimiento del espíritu.
La sociedad occidental se ha dado la organización que mejor cuadra a sus objetivos, basada, diría yo, en la letra de la ley. Si uno se porta bien de acuerdo con un punto de vista legal, no necesita más, y nadie puede reprocharle el hecho de no ser todavía mejor, ni pedirle que se contenga o que espontáneamente renuncie a dichos beneficios legales, con sacrificio y riesgo desinteresado. Se le antojaría sencillamente absurdo.
Del mismo modo una compañía petrolera es legalmente irreprochable cuando compra la patente de invención de un nuevo tipo de combustible para impedir que salga al mercado. Tampoco se puede censurar desde el punto de vista legal a un fabricante de productos alimenticios cuando envenena su producto con el fin de que se conserve más tiempo. Después de todo la gente está en su derecho si no lo compra.
Me he pasado la vida bajo un régimen comunista y puedo asegurarles que una sociedad sin la balanza objetiva de la ley es algo terrible, verdaderamente. Pero una sociedad sin otra escala que la escala legal, tampoco es del todo digna del hombre. Dondequiera que el tejido de la vida se teje de relaciones legalistas impera una atmósfera de mediocridad moral que paraliza los instintos más nobles del hombre.
La prensa goza también de la mayor libertad. Pero ¿qué uso hace de esta libertad? La prensa puede simular la opinión pública tanto como desvirtuarla. Vemos así cómo se hacen héroes de terroristas, y asuntos secretos, pertenecientes a la defensa nacional, revelados públicamente. Cómo asistimos a la impúdica intrusión en la vida privada de gentes conocidas con el pretexto de que “todo el mundo tiene derecho a saber”.
Pero éste es un falso alegato, característico de una falsa era. La gente tiene también el derecho a no saber, y éste es un derecho aún más valioso. El derecho a que no se le llene su alma con chismes, tonterías y vulgaridades. La persona que lleva una vida rica de sentido no necesita para nada este exceso de información.
Tal como es, sin embargo, la prensa se ha convertido en la fuerza más poderosa dentro de las naciones occidentales, más poderosa que el Parlamento y que los poderes ejecutivo y judicial. Pero ¿ante quién es responsable? En el Este comunista un periodista es nombrado sin disimulo como un empleado del Estado. Pero ¿quién ha conferido a los periodistas de Occidente sus poderes, por cuánto tiempo y con qué prerrogativas?
Si alguien me preguntara si yo citaría a Occidente tal como es actualmente, como un modelo para mi país, francamente mi respuesta sería negativa.
A través de un intenso sufrir nuestro país ha alcanzado un desarrollo espiritual de tal intensidad que el sistema occidental en su presente estado de agotamiento de los valores del espíritu ya no nos parece atractivo. Seis décadas para nuestro pueblo y tres décadas para el pueblo de Europa oriental…Durante ese tiempo hemos pasado por un crisol espiritual que supera en mucho la experiencia de Occidente.
Las complejidades de la gravitación de la muerte han engendrado una mentalidad más fuerte, más profunda, más interesante, que la generada por el bienestar generalizado de Occidente.
Por lo tanto, si nuestra sociedad hubiera de ser transformada en la vuestra, ello traería aparejado un progreso en ciertos aspectos, pero también un cambio para empeorar en otros factores de significación.
La historia suele ofrecer claros indicios a una sociedad amenazada o en trance de perecer. Tales son, por ejemplo, la decadencia del arte o la falta de estadistas de la estatura requerida.
Hay también otras señales evidentes. El centro de vuestra democracia y de vuestra civilización quedó sin energía eléctrica tan sólo unas horas y de repente muchedumbres de ciudadanos norteamericanos se entregaron al pillaje y crearon el caos. La capa exterior ha de ser muy delgada, el sistema social demasiado contingente y vulnerable.
Pero la lucha por nuestro planeta, en lo físico y en lo espiritual, una lucha de proporciones cósmicas, no es una vaga cuestión del futuro; ha comenzado ya. Las fuerzas del mal han desencadenado ya su ofensiva decisiva; es fácil advertir su presión. Y, sin embargo, vuestras pantallas y vuestros periódicos están llenos de sonrisas prescritas y anteojos levantados. ¿Qué hay de humorístico?
Eminentes representantes de vuestra sociedad, como George Keenan, dicen: “No podemos aplicar a la política un criterio moral”. Así mezclamos el bien con el mal, lo que es justo con lo que no lo es y franqueamos el paso al triunfo absoluto del mal absoluto en el mundo.
Por el contrario, sólo el criterio moral puede ayudar a Occidente contra la bien planeada estrategia mundial del comunismo. No hay otro criterio. Consideraciones prácticas u ocasionales, de cualquier naturaleza que fueren, serán barridas inevitablemente por la estrategia.
A pesar de la abundancia de información, o tal vez por eso mismo, Occidente tiene dificultades para comprender la realidad tal como es. Hubo cándidas predicciones por parte de expertos norteamericanos según las cuales Angola se convertiría en un Vietnam para la Unión Soviética, y que las expediciones cubanas al África se detendrían mejor con una política de cortesía de Washington hacia Cuba.
El consejo de Keenan a su país –iniciar un desarme unilateral- pertenece a la misma categoría. ¡Si supierais cómo se ríe de vuestros brujos políticos hasta el más joven de los funcionarios soviéticos! En cuanto a Fidel Castro, se burla abiertamente de los EEUU enviando a sus tropas hasta lejanas aventuras desde su país al lado del vuestro.
El error más cruel se produjo con la incapacidad para comprender la guerra de Vietnam. Algunos deseaban sinceramente que terminaran todas las guerras lo antes posible; otros creían que debía permitirse la libre determinación, nacionalista o comunista, en Vietnam y en Camboya, como ahora lo vemos con toda claridad.
Pero los patrocinadores norteamericanos del movimiento antibélico llevaron sus maquinaciones hasta el punto de hacerse cómplices de un genocidio con la traición a las naciones del Lejano Oriente, y del sufrimiento impuesto actualmente allí a más de treinta millones de personas. ¿Escucharán acaso esos pacifistas los gemidos que llegan desde allí? ¿Se darán exacta cuenta de su responsabilidad? ¿O harán quizás oídos sordos?
La intelligentsia norteamericana ha perdido mucho de su antiguo vigor, y como una consecuencia de ello el peligro se aparece mucho más cerca de los EEUU. Pero nadie parece darse cuenta.
Ese pequeño Vietnam se constituyó en una advertencia y en una ocasión para movilizar el coraje de la nación. Pero si todo el empeño de los EEUU experimentó una categórica derrota frente a la mitad de un pequeño país comunista, ¿cómo podría Occidente tener esperanzas de resistir en el futuro? Ningún arma, por poderosa que sea, salvará al Oeste mientras no se recupere de la pérdida de su fuerza de voluntad. En un estado de debilidad psicológica, las armas se convierten en un lastre para el bando derrotista.
Para defendernos es preciso que estemos dispuestos a morir. Y hay poca disposición para ello en una sociedad edificada en el culto del bienestar material. No le queda, pues, otro recurso que el de las concesiones, intentos de ganar tiempo, traición.
Así, en la vergonzosa conferencia de Belgrado, los diplomáticos de Occidente libre capitularon sin lucha en la línea que los encadenados miembros del Grupo de Vigilancia de los Acuerdos de Helsinki defienden con el sacrificio de su vida.
La mentalidad occidental se ha hecho conservadora: la situación del mundo ha de mantenerse como está a toda costa; no debe cambiar. Este enervante sueño de un statu quo es el síntoma de una sociedad que ha llegado al límite de su desarrollo.
Pero hay que estar ciego para no ver que los océanos no pertenecen ya a Occidente, mientras que los territorios bajo su dominio se restringen cada día más.
Frente a un peligro semejante, con los históricos valores que atesora vuestro pasado, y habiendo alcanzado alto nivel de materialización de la libertad y de aparente devoción a la libertad, ¿cómo es posible que hayan perdido hasta ese extremo la voluntad de defenderse?
¿Cómo se ha gestado esta desfavorable relación de fuerzas? ¿Cómo ha podido declinar Occidente desde su marcha triunfal hasta su actual calamidad?
El error puede estar en la raíz, la base misma del pensamiento humano en siglos pasados. Me refiero a la noción del mundo que prevalecía en Occidente, que tuvo eclosión durante el Renacimiento y encontró su expresión política desde el Siglo de la Ilustración.
Se convirtió en el fundamento de gobiernos y ciencias sociales y podría definirse como racionalismo humano o autonomía humanista; la proclamada e impuesta autonomía del hombre respecto de toda fuerza superior por encima de él…con el Hombre visto como el centro de todo lo existente.
Hemos vuelto la espalda a lo espiritual y abrazado cuanto hay de material con afán desenfrenado. Esta nueva manera de pensar, que ha impuesto sobre nosotros su tutela, no admite la existencia de mal intrínseco en el hombre ni cifra empresa más alta que la de conseguir la felicidad en la Tierra.
Coloca los cimientos de la civilización moderna en la peligrosa tendencia hacia el culto del hombre y de sus necesidades materiales. Todos los demás requerimientos humanos y características de más elevada y sutil naturaleza han quedado al margen del área de atención del Estado y de los sistemas sociales. Eso ha dejado abierto el camino al mal, de que en nuestros días hay abundantes ejemplo. La libertad por sí sola no resuelve en lo más mínimo los problemas de la vida humana. E inclusive agrega algunos más.
No obstante, en las democracias primitivas, como en la democracia norteamericana en los tiempos de su nacimiento, todos los derechos humanos individuales fueron garantizados porque el hombre es una criatura de Dios. Esto es, la libertad fue otorgada al individuo condicionalmente, presumiendo que sería consciente de su responsabilidad religiosa.
Hace doscientos años, e inclusive hace cincuenta años, hubiera sido poco menos que imposible en EEUU que se concediera a un individuo ilimitada libertad simplemente para satisfacción de sus instintos o caprichos.
Ulteriormente, sin embargo, todas las limitaciones de ese carácter fueron eliminadas de Occidente; se produjo una total liberación de la herencia moral de siglos de cristianismo, con sus grandes reservas de piedad y sacrificio.
Occidente terminó por establecer de hecho compulsivamente los derechos humanos, a veces incluso excesivamente; pero el sentido de responsabilidad del hombre ante Dios y ante la sociedad se fue oscureciendo cada vez más.
A medida que el humanismo se tornó en su evolución cada vez más materialista, se fue haciendo más accesible a la especulación y manipulaciones, primero por el socialismo y luego por el comunismo.
Podemos ver las mismas piedras en los cimientos de un humanismo carente de espíritu y en cualquier forma de socialismo: materialismo ilimitado; libertad de religión y de responsabilidad religiosa –que bajo los regimenes comunistas llega al punto de constituirse en dictadura antirreligiosa- concentración en estructuras sociales, con un método pseudo científico.
No es mera coincidencia que todas las vanas promesas y juramentos comunistas se dirijan al Hombre, con mayúscula, y a su estado de felicidad primitiva. A primera vista parece un paralelo desagradable: ¿Rasgos comunes en el pensamiento y en el estilo de vida del Occidente de nuestros días y del Oriente? Esta es, sin embargo, lógica del desarrollo materialista.
Además es tal la interrelación, que la corriente de materialismo del ala izquierda termina siempre por fortalecerse y hacerse más atractiva y victoriosa, porque es mas consecuente. Despojado de su herencia cristiana, el Humanismo no es capaz de resistir esa competencia.
Desde el Renacimiento hasta nuestra época hemos enriquecido nuestra experiencia, pero hemos perdido el concepto de Suprema Entidad Sobrenatural que nos ayudaba a dominar nuestras pasiones y nuestra irresponsabilidad.
Hemos cifrado demasiadas esperanzas en las reformas políticas y sociales, tan sólo para darnos cuenta de que nos estaban despojando de nuestra posesión más preciosa: nuestra vida espiritual. En el Este ha sido destruida por las maquinaciones del partido gobernante. En Occidente los intereses mercantiles van en camino de sofocarla.
Esa es la verdadera crisis. La división del mundo es menos terrible que la similitud de la enfermedad que azota a las principales regiones de ambas partes.
Si el humanismo estuviera en lo cierto al proclamar que el hombre ha nacido para ser feliz, no habría nacido para morir. Desde el momento en que su cuerpo está destinado a perecer, su tarea en la Tierra evidentemente tiene que ser de una naturaleza más espiritual.
No puede haber un goce irrestricto de todos los días de la vida. No puede reducirse todo a la búsqueda de los mejores modos de obtener los bienes materiales para dedicarse enseguida alegremente a sacar de ellos el partido más placentero.
Tiene que haber algo así como el cumplimiento de un deber permanente y entusiasta, de modo que nuestra diaria vivencia sea una experiencia de edificación moral, y para que así pueda uno abandonar esta vida como un ser mejor que cuando la comenzó.
Si el mundo no ha llegado a su fin, al menos se acerca a un hito trascendental de la historia, semejante en importancia a la transformación de la Edad Media al Renacimiento. Va a demandar de todos nosotros un resurgimiento espiritual; tenemos que elevarnos hasta una nueva altura de visión, un nuevo nivel de la vida en que nuestra naturaleza física no habrá sido maldita, como en la Edad Media; pero, lo que es mucho más importante es que nuestra espiritualidad no habrá sido pisoteada, como en la Era Moderna.
Del Diario LA NACIÓN – Buenos Aires - 30 de Julio de 1978
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
1 comentario:
Las relaciones legalistas son aún peores que la simple mediocridad moral porque acaban envenenando la convivencia al tratarse muy a menudo de retorcer la letra, y por supuesto, el espíritu de la ley. Es una vertiente más de la irresponsabilidad personal que denuncia el genial Solyenitsin.
Publicar un comentario